La cita.
Era viernes. Apenas habían dado las 13:45 en el reloj de la iglesia de aquel barrio desierto y aquí me encontraba yo de nuevo, con mi pequeña maleta rosa, esperando al coche compartido que reservé el día anterior. Quería acudir esa noche a la despedida de soltera de mi amiga Teresa, quien semanas después iba a casarse en Almería con su novio Eduard, un guaperas catalán que años atrás había bajado hacia el sureste para trabajar como ingeniero en las obras de la autopista que iba a conectar la capital andaluza con Cartagena.
Lo recuerdo, como si fuera ayer. Caía un sol de justicia desde el vértice de aquella inmensa bóveda azul que lo abarcaba todo. Me refugié bajo el único ciprés que, cual umbría y salvífica llama, se alzaba en el lugar señalado como punto de encuentro. Ya había viajado en ocasiones anteriores por este mismo procedimiento. Sabía que lo más probable es que el conductor del vehículo –en este caso conductora– acudiera puntual a la cita. A pesar de mi larga experiencia en las lides de los viajes compartidos, tengo que confesar que los escasos quince minutos de mi espera se me hicieron eternos, pues el calor apretaba lo suyo en aquel sofocante mediodía de agosto.
Se acercaba el momento de la cita acordada en BlaBlaCar. Eran las dos de la tarde; la señal del reloj así lo confirmaba. Como un espejismo, a lo lejos, sobre la oblicua alfombra de alquitrán, un destartalado descapotable amarillo chillón, marca Citroën 2CV, avanzaba hacia mí a toda pastilla entre una nube de polvo.
–No puede ser cierto que ese sea el cachivache en el que voy a viajar –me dije, incrédula y desconcertada a partes iguales–. ¡No puede ser! ¡Craso error el mío! Con las prisas no había curioseado el modelo del vehículo que iba a transportarme. Son cosas de los nervios –pensé–. No podía tratarse de aquellas cuatro latas con ruedas. Es seguro que pasará de largo y sólo tendré que aguardar un poco más hasta que aparezca por el horizonte un confortable Mercedes Benz.
Pero resultó ser aquella tartana. ¡Y tanto que lo era! El carromato se detuvo ante mí en un chirriar de frenos que me recordó los peores momentos de aquellas clases prácticas de la autoescuela, previas a mi fracasado empeño por obtener el permiso de conducir. A través del turbio cristal de la ventanilla delantera pude distinguir a dos chicas con gafas de sol que me saludaban y animaban con gestos a que entrara en la parte trasera del vehículo, si así podía llamarse a aquella antigualla.
–Eres Luisa, ¿verdad? –me preguntó la que se aferraba el volante. Por unos segundos me quedé muda, dudando si responder afirmativamente o dejar pasar la ocasión y buscarme la vida por mi cuenta. Pero el autoestop ya había pasado de moda hacía décadas y se había convertido en una opción peligrosa. Por otro lado, no podía arriesgarme a faltar al evento de Teresa, con las ganas que tenía de reencontrarme con ella después de tanto tiempo.
–Sí. Soy yo –respondí inconsciente, sin saber que aquel viaje iba a quedar grabado en mi memoria para siempre.
El viaje.
Tras las presentaciones de rigor, comprobé –como ya tenía asumido– que la conductora se llamaba Cristina. De su boca supe igualmente que, aunque vivía en Almería, unos amigos de sus padres la habían contratado en la capital cordobesa para dar clases de equitación. En la cuna de Manolete acababa de recoger a Lola, quien trabajaba como azafata en una compañía aérea de low cost. Iba sentada a su lado, en el lugar del copiloto, con un vestido rojo bien ajustado, pelo largo y oscuro recogido en coleta y unos grandes pendientes de aro plateados. Cristina iba a Almería a pasar unos días con su novio, al que solía visitar algunos fines de semana, siempre que su horario laboral se lo permitía. Para esta ocasión se trataba de una sorpresa que ella quería darle y por eso no le había avisado de su llegada. Nos contó que raras veces era él quien se desplazaba, pues últimamente andaba muy ocupado con su negocio de hostelería y por eso ella se veía obligada a hacerlo, para atenuar en lo posible los efectos negativos que conlleva el distanciamiento físico entre enamorados.
A través del retrovisor pude distinguir que Cristina era la típica chica rubia de bote y pija, busto exuberante que lucía bajo un top inmaculado de blanca licra, y anudado a la cabeza un pañuelo rojo con lunares. Pero lo que más llamaba mi atención era que hablaba por los codos, como una miserable cotorra. Sin solución de continuidad nos fue relatando que solía viajar en un flamante cabrio último modelo que su padre le había regalado tiempo atrás, pero en esta ocasión se lo había afanado su hermano para un viaje improvisado con sus amigotes; de modo que no había tenido más remedio que recurrir a uno de los coches de colección que su progenitor atesoraba en el inmenso garaje del casoplón familiar. Entre un incómodo Ford T, un Citroën DS Tiburón y un Lancia Lambda, eligió el dos caballos, porque le recordaba a sus adorados sementales y, sobre todo, le resultaba más manejable.
Pese a la verborrea que escupía de su boca y la superficialidad de sus comentarios, no me cayó del todo antipática. Durante el trayecto nos iba contando con todo lujo de detalles anécdotas suyas; cosas sobre su peluquero, las amigas que tenía, la familia, los modelitos que lucía, sus caballos de pura raza y cachorros con pedigrí, pero nada sobre su novio. Ella y Lola intercambiaban sus experiencias con total complicidad, mientras yo intentaba no perderme del todo entre aquellos intrascendentes chismorreos, envueltos en risitas y carcajadas, siempre que el ruido del motor y el aire canicular que se colaba por el techo lo permitieran.
Por su parte, Lola nos relataba los motivos de su viaje. Iba a conocer en persona a un chico con el que había conectado a través de la aplicación digital Kontaktos.
–Resulta que ha tenido el detalle de reservarme una habitación en un hotelazo –comentaba Lola con total naturalidad–. Para nada penséis que soy una lanzada. Tampoco soy tonta, creedme. Ya me he asegurado de que la reserva del hotel estaba a mi nombre, porque hoy una no se puede fiar de nadie. Yo sólo voy a conocerle. Pero, oye; que, si el chico me llega a gustar en persona tanto como en sus fotos de perfil, estoy dispuesta a tirármelo… Las risotadas restallaban en el habitáculo del vehículo como castañuelas en una caseta de feria.
–¡Bien dicho! –afirmaba Cristina–. Tú lo que tienes que hacer es dejarte llevar del momento y hacer lo que te apetezca. Si ese chico te gusta como novio, pues, oye, conócelo más a fondo. Que no te gusta hasta ese punto… ¡Te lo tiras también!
Yo reía a mi manera, pues confieso que a veces me incomoda hablar de esas cosas con personas que, como nosotras, éramos unas perfectas desconocidas un par de horas antes.
El frenazo.
Ya llevábamos juntas las tres la mitad del trayecto, entre risas y anécdotas, a cuál más aburrida e intrascendente para mí. La música de fondo con las canciones de Los 40 principales hacía el resto. En medio de aquel guirigay yo a veces intentaba meter la cuchara, sin conseguirlo casi nunca, sintiéndome como gallina en corral ajeno. Algo les comenté sobre el motivo de mi viaje y otras cosas sin importancia relacionadas con mi amiga Teresa y su despedida de soltera. Pocas oportunidades tuve de llevar la conversación a mi terreno, pero por lo general fracasé en el intento; en parte, por mi desventajosa ubicación en la trasera del auto, y también porque intuía que a ellas no les interesaba lo más mínimo cuanto yo decía, sólo hablar de moda, mejunjes para el pelo y otros temas que a mí me importaban un bledo. De modo que me dediqué a seguirles la corriente e intentar sobrellevar en la medida de lo posible aquella insólita excursión.
–Voy a parar un momento a echar gasolina –dijo Cristina–. Si queréis podéis entrar al baño o tomar un algo en la cafetería. Pero rapidito, que nos queda medio camino por delante.
Quince minutos más tarde, tras estirar las piernas y picar algo en la barra –menos tiempo del que yo hubiese deseado–, ya andábamos de nuevo metidas en el armatoste camino de la costa. Acabábamos de pasar por Málaga, dejando a lo lejos la estática panorámica azul marino que parecía abrazar las altas torres de la ciudad. La temperatura había descendido considerablemente, algo que agradecimos, teniendo en cuenta que el bochorno que se colaba del exterior era el único aire acondicionado que teníamos a nuestro alcance. La frenética conversación de antes se había distendido lo suficiente como para permitir que los silencios se fueran agrandando por momentos.
–¡Ha pasado un ángel! –dijo Lola, tal vez con la idea de retomar el ritmo de las charlas anteriores–. Pues, como te decía, Cristina, confieso que tengo mariposas en el estómago. No sé lo que pasará cuando nos veamos frente a frente por primera vez, porque esto es algo que yo no suelo hacer todos los días. Desde que lo dejé con mi ex, me dediqué a olvidarme de los hombres por un tiempo. Y lo conseguí, ¡vaya que sí! Pero ahora…
–Ahora es tu momento de volver al mercado, ¿verdad? –le interrumpió Cristina–. No puedes perder la ocasión. Yo no quiero ni siquiera imaginarme la pereza que me daría empezar de nuevo tras una ruptura con Ángel, que Dios no quiera. Me da escalofríos sólo de pensarlo.
–¡Qué casualidad! Mi chico también se llama Ángel –dijo Lola en un tono de jovial complicidad.
–¡Vaya con los dos angelitos! –dije yo esta vez.
–Pues eso es buena señal –prosiguió Cristina–. Siempre he creído que Ángel es un nombre muy adecuado para un chico, porque puedes llamarle hijo de Satanás cuando te hace alguna faena, ¿verdad Lola?
–De momento es algo que no puedo confirmar ni desmentir, Cristina. Ya te diré cuando pase este fin de semana.
–Bueno, chicas. Tiempo al tiempo –dije con poco convencimiento, incapaz de interrumpir aquel diálogo de besugos.
– Pero no quiero ocultar que esos ojos verdes que tiene han jugado su papel –prosiguió Lola–. Al final voy a resultar una frívola redomada…
–Nada de eso. Mi Ángel también tiene unos ojazos verdes de albahaca, como la copla, y eso también cuenta.
–¡Cuántas coincidencias! –dije de nuevo, sin pensar en las consecuencias que iba a tener aquel comentario mío.
–¿Tienes alguna foto suya, Lola? –preguntó la choferesa.
–¡Pues claro! Espera que mire. ¡Este es Ángel! –dijo la copiloto, al tiempo que deslizaba el dedo por la pantalla del móvil pasando de uno en uno los semblantes masculinos presentes en la aplicación de contactos hasta dar con su chico. Tras un enorme bache, que el Citroën superó como pudo, Lola entregaba a Cristina su móvil mostrando el rostro de un tío que estaba para mojar pan, o eso me pareció a mí desde la desventajosa posición en que me hallaba. La reacción de la conductora fue fulminante. Sus ojos se entreabrieron como platos y su rostro reflejaba una rabia incontenida difícil de describir. Un silencio sepulcral se apoderó del habitáculo, seguido de un enorme frenazo, que provocó dos gritos desgarradores, de esos que se escapan cuando ves una película de terror. Luego, con el coche quieto como una tumba, lanzó el móvil de Lola contra el asfalto.
–¡Fuera de mi coche, puta! –gritó Cristina como una posesa.
–Pero ¿qué estás diciendo? ¿Qué ha ocurrido? ¡No entiendo nada!
–¡He dicho que fuera! –insistió.
Cristina bajó del vehículo, abrió la puerta del copiloto y sacó a empujones a una incrédula Lola, que no parecía percibir lo que estaba sucediendo. Luego arrojó a la cuneta la bolsa que esta llevaba en el maletero, subió de nuevo al coche y arrancó sin mediar palabra, abandonando a su suerte a la pobre chica.
–¡Mi móvil! ¡Está hecho añicos! –gritaba desde lejos, mientras recogía los fragmentos dispersos del celular.
Yo no daba crédito a la escena que había tenido lugar ante mis ojos. Muda me quedé. Muda y petrificada, pensando que lo más prudente era no mover ni una pestaña hasta que Cristina se calmara un poco y pusiera en orden sus ideas, tras aquel forcejeo más propio de un road movie que de un relajado viaje compartido.
–¡Será puta la tía! –repetía en bucle tras una larga pausa–. ¡Liarse con mi novio la muy guarra! ¡Pues de eso nada! ¡Se va a quedar con las ganas esa zorra! ¡Y el pervertido de Angelito, que se prepare cuando llegue a Almería! ¡Ese se va a enterar de lo que vale un peine!
La trama.
Transcurrieron unos minutos, que me parecieron una eternidad. Cristina conducía atropelladamente y fuera de sí. No paraba de soltar frases sin sentido, refunfuñando entre gritos ininteligibles y mascullando en voz baja. Yo seguía en el asiento trasero, sin llegar a creerme que todo aquello hubiera ocurrido ante mis narices. El coche patinaba de izquierda a derecha, haciendo eses en el carril de la autovía, como un pollito borracho, mientras Cristina soltaba por momentos las manos del volante, gesticulando agitadamente con los brazos. Llegué a pensar que no llegaba viva a mi lugar de destino. Saqué fuerzas de donde pude e intenté tomar las riendas ante aquella situación de descontrol. Me quité el cinturón de seguridad, me acerqué a su oído derecho y le dije con toda la calma de la que fui capaz, pero sin titubeos:
–Mira, Cristina. En la parada que hicimos antes me bebí litro y medio de agua. Me estoy meando patas abajo. Así que haz el favor de parar en la primera gasolinera, porque si no lo haces voy a ponerte el asiento perdido.
Parece que mi excusa había surtido efecto. Yo suelo beber poco en los viajes para evitar que algo así pueda suceder, pero fue lo primero que se me ocurrió para cortar de raíz la desenfrenada locura que se había apoderado de ella. Lo cierto es que paramos en la próxima Repsol, y así pude escapar del ataúd con ruedas en el que me había metido sin comerlo ni beberlo. En el baño estudié la forma de gestionar aquel atolladero. Tenía claro que, egoístamente, a mí lo que me interesaba era llegar a mi destino lo antes posible. Pero no dejaba de pensar en Lola y en cómo se encontraría en estos momentos, tirada en la carretera, incomunicada e intentando digerir toda aquella sarta de despropósitos. Por otro lado, creía injusto que la chica cargara con una culpa que no tenía. Era cosa del destino, o de la casualidad, pero no había causalidad en aquella desafortunada historia, salvo por parte de Ángel.
Planeé mentalmente mi estrategia. Pensaba convencerla sobre lo equivocada que estaba al culpar a Lola de aquella desagradable coincidencia. Saqué fuerzas de flaqueza, arriesgándome a sufrir en carne propia el enfado de la desconcertada e histérica Cristina, que también podía dejarme tirada allí mismo. Siempre he pensado que los cuernos son un pesado aparejo que es difícil de soportar y de asumir, y que el peso de llevarlos hace que la cabeza se tambalee y no coordine como debiera, lo que obliga a hacer locuras de las que luego una se arrepiente. Me dirigí al coche, donde aguardaba Cristina apoyada en el capó, abatida y llorando como una Magdalena. La agarré por los brazos, le miré a los ojos con gesto compasivo y le dije:
–Escucha, cariño, lo que voy a comentarte. Sé cómo te encuentras después de lo sucedido. Comprendo tu descomunal cabreo y la reacción compulsiva que has tenido. Yo también habría obrado de ese modo de haber estado en tu pellejo –mentí–. Pero piensa que Lola es tan víctima como lo eres tú. La chica no sabía nada de antemano y seguro que estará desconcertada, como tú lo estás, pero además sola en medio de la carretera y con problemas para proseguir el viaje, a pleno sol del verano y sin saber qué hacer. Ella se encuentra en un plano inferior al que tú estás. ¡Piénsalo bien!
–¡Me importa una mierda cómo esté Lola! A ella no le iban a poner los cuernos como a mí. ¡No me jodas, Luisa! No estamos en el mismo nivel de cornamenta…
–Tienes razón –le interrumpí–. Pero también ha sido engañada como a una china. Aquí, perdona que te diga, el único culpable es Ángel. ¡Y solo él! Yo te propongo el siguiente plan. Te calmas un poco y vamos a buscar a Lola. No podemos dejarla ahí en esas condiciones y sin móvil. Además, asumiste la responsabilidad de llevarla sana y salva hasta su destino. Mira. Yo te acompañaré como copiloto y a ella la llevamos en el asiento de atrás. Así será menos violento para las dos y podremos hablar con calma. En el trayecto que nos queda por hacer vamos a maquinar un desquite para sacarle los colores –perdona que te lo diga– al cabrón de tu novio, y para que no olvidé de por vida este episodio de engaños y mentiras. Os presentáis las dos en el hotel donde espera a Lola y verás la cara que pone cuando os tenga delante…
No sé si fueron mis palabras, la mezcla de firmeza y autenticidad con que las pronuncié, o por ambas cosas a la vez, pero lo cierto es que Cristina aceptó a regañadientes mi propuesta. Recogimos a Lola, que estaba hundida y cabizbaja al borde de la autovía. A partir de entonces, yo asumí el control de la situación, mientras ellas guardaban absoluto silencio.
–Lola, ¿cómo se llama el hotel donde te espera ese energúmeno?
–Hotel Torreluz –me respondió sin titubear.
–¡No me jodas! ¡Es el mismo hotel donde se celebra esta noche la fiesta de mi amiga Teresa! Esto parece el juego de las coincidencias. Pues mucho mejor. Pagaría por ver la cara que se le pone a Ángel cuando os vea aparecer juntas.
La venganza.
Eran las seis de la tarde. La silueta del hotel se divisaba a lo lejos mientras nos acercamos a la tierra de Manolo Escobar. Con permiso de David Bisbal, la capital había perdido parte de su encanto pasado por culpa de la globalización que todo lo asimila y destruye al unísono en unas pocas décadas. Pero, al mismo tiempo, se había transformado en una ciudad acicalada y moderna, extendida hacia el mar a los pies de su alcazaba vigilante. Durante la última media hora del trayecto los ánimos se habían calmado, hasta tal punto que Lola y Cristina volvían a cuchichear tímidamente y luego, con mayor complicidad por ambas partes, a maquinar la venganza que yo les propuse, coordinando el escenario adecuado para la traca final que se avecinaba.
–Yo creo que deberíamos esperarlo las dos en la habitación del hotel antes de que tú le avises de que has llegado– argüía Cristina, arqueando las cejas en señal de maliciosa predisposición.
–No es mala idea. Pero sería más impactante añadirle alguna guinda al pastel. No sé… –dijo Lola en actitud meditabunda.
–¿Os parece poco impactante vernos a las dos juntas? –añadió Cristina.
–Podríais tumbaros en la cama en pose sexy y yo le abro cuando llame a la puerta. –tercié, para agregar algo de picardía a aquel guion de telenovela barata a medio escribir.
–Y colocar un cubo de agua sobre la puerta que le caiga encima al abrirla –concluía Cristina estallando en risas a las que nos unimos las dos.
Ya estábamos a punto de entrar en el garaje del hotel y los detalles de la revancha aún no habían sido perfilados del todo. Cualquier fallo podría echar a perder aquel vengativo contubernio y dar al traste con el escarmiento que pensábamos darle a un patético convicto sin posibilidad de redención. Cierto es que comencé siendo una simple y desconcertada espectadora. Pero, dados los acontecimientos que sucedieron después, me había involucrado tanto en aquella movida que me sentía la protagonista principal. En la recepción, el encargado tomó nuestros datos, al tiempo que nos entregaba sendas tarjetas-llave, una para la habitación que el impresentable de Ángel había reservado a nombre de Lola. A mi me entregó una copia de la suite que yo tenía que compartir con Teresa, quien aún no había llegado al hotel.
–¿Qué hacemos ahora? –inquirió Cristina. La miré con condescendencia, y hasta con cierta dosis de compasión, y respondí sin vacilar:
–Pues está claro. Yo llevo mi maleta a mi habitación y vosotras subís a la vuestra. En cuanto me duche y arregle un poco me uno a vosotras. Esperadme allí. Mientras tanto tú, Lola, dado que tu móvil está difunto, dile al conserje que mire en el fichero de registro y avise por teléfono al capullo que reservó tu habitación para decirle que acabas de llegar.
El recepcionista ya había confirmado su llamada a Ángel para avisarle de la llegada de Lola al hotel. Ella y Cristina esperaban en la habitación, con los nervios a flor de piel, deambulando de un lado a otro como arañas que tejen su red.
–Lola, te debo un móvil. Mañana te compro uno nuevo.
–Bah, no te preocupes –respondió con gesto de desinterés–. Ahora tenemos que mantenernos tranquilas hasta que llegue Ángel–. Minutos después sonó el teléfono de la habitación. Lola descolgó el auricular.
–¿Qué tal, Lola? ¡Soy Ángel!
–Hola, Ángel.
–Qué bien que hayas llegado ya sin problemas. Te estuve llamando a tu móvil, pero me daba apagado.
–Ah, sí. Se apagó por la batería –mintió Lola.
–Bueno, no importa. ¿Quieres bajar a recepción para que nos veamos o prefieres que suba a la habitación?
–Prefiero que subas, Ángel. Así nuestro encuentro será más íntimo –Lola a duras penas contenía la risa.
–Vale. Ya subo como un rayo.
El enredo estaba servido. Lola era incapaz de aguantar sus risotadas compulsivas, al igual que Cristina, que no paraba de dar saltitos de puro nerviosismo. Con gran alboroto las dos se desabrocharon sus vestidos, quedando semi-desnudas y tumbadas en la cama, como yo les había sugerido que hicieran. Al momento sonaron dos golpes en la puerta.
–¡Adelante! –Lola gritó con fuerza y el corazón a punto de estallar.
–¡Soy yo, Luisa! ¿Estáis preparadas? Hum, ya veo que sí, ¡y de qué manera!
–¡Menudo susto nos diste, Luisa! ¡Escóndete tras la cortina, que Ángel está subiendo a la habitación! –dijo Lola.
Me oculté como pude tras los neutros visillos que cubrían el cristal que daba a la terraza, a la espera de que entrara aquel canalla que había provocado tamaño maremágnum. No quería perder detalle de la cara de estupor que iba a poner al verlas allí a las dos tiradas sobre el colchón y, menos aún, su reacción al enfrentarse a aquel engorroso panorama que se le iba a venir encima. Sonaron dos nuevos golpes en la puerta y Lola volvió a gritar:
–¡Adelante! –La tragedia se mascaba como en los clásicos thrillers de Hollywood. Cristina se tapó los ojos, como hacen las niñas traviesas cuando no quieren ver el estropicio que han cometido. Un mocetón de uno noventa, con pelo castaño claro y ojos verdes, se detuvo a los pies de la cama.
–Pero ¿qué es esto? –clamó Ángel– ¡Lola! ¿Me puedes explicar qué hacéis las dos tumbadas ahí medio en bolas? ¿Quién es esa rubia que tienes a tu lado?
Con las órbitas aún cubiertas por sus manos, Cristina no salía de su asombro. Aquella no era la voz de su novio. Abrió los ojos y contempló estupefacta a un perfecto desconocido.
–¡No disimules, imbécil! –gritó una furibunda Lola– ¡Es tu novia, pedazo de cabrón!
–No, Lola, no lo soy. Te juro que es la primera vez que veo a este chico.
El desenlace.
No tuve más remedio que marchar del escenario de aquel crimen no cometido. Mi amiga Teresa me había avisado de que su fiesta de despedida de soltera estaba a punto de comenzar. Así que bajé al salón azul del sótano donde habían preparado el tinglado festivo, dejando a los tres desconcertados protagonistas intercambiando todo género de explicaciones y datos en los que ya no podía intervenir. Confieso que me picaba más la curiosidad de ver en qué acababa todo aquello que en asistir a un sarao donde yo sólo conocería a la futura novia, donde las frivolidades y los excesos suelen campar a sus anchas. Pero no podía hacerle una putada así a Teresa. No obstante, ella se pudo percatar de que mi cabeza no estaba en el karaoke, sino en otro lugar.
–¿Te ocurre algo, Luisa? Te noto distante y ausente.
–No te preocupes, Teresa. Ahora no es momento de explicaciones. No te quiero aguar la fiesta. Yo estoy bien, de veras. Mañana prometo contártelo todo.
No me sentía capaz de comprender el camino tortuoso que había tomado aquella historia que dejé inconclusa en la habitación de Lola. Intenté recomponer los distintos fragmentos de la trama para llegar a alguna conclusión lógica que permitiera arrojar luz sobre lo sucedido. Si este Ángel no era el novio de Cristina, ¿por qué se puso tan histérica al ver la foto que Lola le enseñó? Cristina no era de esas chicas despistadas y su vista funcionaba divinamente. No existía la menor probabilidad de que se hubiera confundido de chico y reconociera el rostro de su novio en el de otra persona. Eso quedaba descartado de antemano. Menos aún había que considerar la posibilidad de que mintiera al ver la foto del Ángel de Lola –que ya sabemos que existe en carne y hueso– haciéndonos creer que era su propio Ángel. ¿Qué sentido tendría hacer una cosa así? Entonces, ¿qué pudo haber pasado?
La fiesta de Teresa acabó bien entrada la madrugada. Yo me fui derecha a mi habitación y esperé despierta a que ella llegara, tras acabar de despedirse de sus amigas. La suite disponía de dos espacios independientes y yo le había cedido a ella el que consideraba más amplio y mejor equipado, que por algo era su fiesta. Al rato entró mi amiga y yo me senté a los pies de su cama para relatarle los extraños acontecimientos vividos durante el trayecto Córdoba-Almería. Al tiempo que yo enumeraba los hitos de mi accidentado viaje, su asombro aumentaba al hilo de los detalles que yo le iba narrando. Estaba tan agotada con los preparativos de la fiesta y con la fiesta misma, que decidí dejarle descansar. Marché a mi cama y me acosté, sin parar de pensar en todo aquello.
A la mañana siguiente, aún con las legañas en los ojos, vi con meridiana claridad lo que había ocurrido. Recordé como un flash el momento en que Lola deslizaba su dedo sobre la pantalla del móvil buscando el perfil de Ángel y el tremendo bache que dio el coche en ese mismo instante. Llamé a Cristina para ver cómo estaba. Al parecer todo parecía haberse aclarado y todos tan felices.
–¡Ay, Luisa! Creo que necesito ir al oculista. Confundir a mi novio con el ligue de Lola. Cierto es que se dan un aire, pero son tan diferentes. ¿Cómo pude perder el control de ese modo? Le he pedido ya mil veces perdón a él y a Lola, pero a mi Ángel no le he contado nada de lo que pasó. Y, oye, mil gracias por haber estado ahí, por aguantar mi histerismo, impedir que hiciera alguna locura y darme buenos consejos.
–No me tienes que agradecer nada, Cristina. Yo actué de la mejor manera de que fui capaz. Sólo eso. Me alegro de que todo se haya aclarado al final.
–Aquí tienes una amiga.
–Lo mismo te digo –le dije sólo por corresponder a sus palabras–. Por eso me gustaría conservar una foto tuya con tu novio, como recuerdo de esta aventura increíble.
–Ahora mismo te la mando por whatsapp.
–Muchas gracias. Un beso.
Al minuto recibí la foto prometida. Sin pensarlo dos veces, cogí el móvil que había dejado en la mesilla de noche y me bajé la aplicación de Kontaktos. Abrí un perfil ficticio y empecé a buscar entre los chicos ligones de Almería capital. No era tarea fácil. Me tiré casi una hora resbalando mi dedo sobre la pantalla, un chico y otro y otro. Cuando estaba a punto de claudicar, apareció el rostro que estaba buscando con tanto empeño. Comparé su foto de perfil con la que me había enviado Cristina y no había duda de que se trataba de la misma persona.
Ahora podía decir que todo encajaba a la perfección. Vayamos por partes. En el coche Lola buscó la foto de Ángel en Kontaktos. Esta clase de aplicaciones permite que uno pueda pasar de perfil en perfil con un leve movimiento sobre la pantalla. Si le das hacia la derecha, es que te gusta; si, por el contrario, pasas el dedo hacia la izquierda, es que no te gusta. Al cederle el móvil a Cristina para que viera el rostro de Ángel, el bache que dio el coche provocó que una de las dos moviera involuntariamente la foto de la pantalla justo en el preciso instante en que dicho perfil había cambiado, mostrando en realidad el semblante del que venía a continuación, y que –¡oh casualidad de casualidades!– no era otro que el novio de Cristina. Esta lo reconoció, la rabia le hizo arrojar el móvil al suelo y todo lo demás vino por su propio peso.
No seré yo quien se lo diga. Pero lo que nunca llegó a saber Cristina es que aquella foto de su novio que ella creyó ver, y en realidad vio, pertenecía a una aplicación digital para ligar con chicas.
NOTA: Este breve relato está inspirado en hechos reales, aunque novelados por el autor. Por respeto a la intimidad de los personajes se han cambiado los nombres.
Kontaktos: Aplicación digital de nombre ficticio.
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