«Del preso que se liberó de las rejas de su conciencia.»
Cuánto más he de esperar y de buscar. Cuánto más he de aguantar para poder encontrar la luz que dicen que todos tenemos arraigada en el interior. Me he arrastrado cuál gusano sobre las brazas ardientes de tu ira, pues los pies ya no me sirven después de caminar por las interminables púas de tu castigo. Me arrastro con los ojos cerrados pues ya me he rendido al tratar de ver algo que no sea la espesa oscuridad que conforma tu mandato. Voy con los brazos extendidos, en busca de un abrazo piadoso que me asegure que sigo siendo humano y que merezco ese sueño que me embriaga de anhelo y esperanza. Pues alguien como yo sólo puede refugiarse en las páginas de tu libro sagrado a la espera de una señal hacia la libertad.
Es extraño lo que uno puede llegar a pensar en su último momento de vida. Y más cuando ese último momento, depende de ti.
Ya llevaba un buen rato de pie ahí, sólo mirando el suelo desde el viejo banco donde se mantenía parado. La soga en su cuello lo ponía nervioso, y el desnivel en una de las patas del taburete lo hacía temblar un poco con cualquier movimiento en falso que diera.
Pasó saliva con esfuerzo por su garganta, llevó la vista hacia el techo como en busca de respuestas; pero no encontró nada más que la penumbra de su celda siendo pobremente iluminada por una luna delgada que se asomaba por la pequeña ventana a sus espaldas.
El hombre limpió con brusquedad las lágrimas que escurrían por sus mejillas, sintiendo vergüenza de sí mismo, a pesar de que nadie lo miraba. La poca hombría que le quedaba se iba difuminando con cada sollozo que el preso trataba de ahogar con gruñidos llenos de coraje e impotencia. Suspiró con pesadez y miró hacia arriba como pidiendo ayuda.
A veces se preguntaba si Dios realmente escuchaba o entendía algo de lo que él le susurraba en sus noches más amargas.
–Puedes hacerlo.– Trató torpemente de darse aliento mientras sentía el sudor caliente de los nervios escurrir por su espalda y su cien; provocándole una sensación de incomodidad y vergüenza.–Puedes hacerlo.–Repitió con un hilo de voz.
Cerró los ojos con fuerza y aguantó la respiración unos segundos dispuesto a saltar del viejo taburete. Su manzana de Adán subía y bajaba por su garganta, podía sentir sus tripas retorcerse de dolor y los pies le hormigueaban quemándole la piel.
No podía hacerlo.
Abrió los ojos asustado y miró hacia abajo con fobia, como si la distancia de sus pies al suelo fuera inmedible, cuando la verdad era que apenas estaba unos centímetros arriba, los suficientes para no alcanzar el piso una vez que saltara del banquillo. El hombre daba fuertes respiraciones, y en su cabeza las voces intrusas le recordaban el monstruo tan cobarde que era; lo suficientemente cruel y despiadado para arrebatar y profanar almas inocentes, hambriento de carne dulce y joven. Lo suficientemente enfermo para alimentarse de corazones puros y cuerpos castos, pero no tan valiente como para perdonarse y darse así mismo esa compasión y sosiego que tanto necesitaba y que como es de esperarse en la raza humana, se ocultaba tras una fe mentirosa y vacía.
Y es que, cuando la muerte está cerca, lo que se espera naturalmente es que los rencores pierdan su veneno. Aquel pobre diablo había sido un maldito infeliz, pero cuando estás del otro lado de los barrotes y lo único que te acompaña es tu conciencia, la perspectiva de pensar y de ver la esperanza, cambian radicalmente, y se pueden convertir en un motor de vida o en una razón para ahogarse en la oscuridad del infierno y dejarse perturbar por los sollozos de todas esas vidas que arrebató sin titubear.
Ya estaba acostumbrado a la lentitud del tiempo, pero en este caso, los minutos se arrastraban con crueldad por las paredes que lo acorralaban en la oscuridad de su conciencia y le hacían sentir el cuerpo más pesado de lo normal. Parpadeaba con fuerza, tratando de ver por encima de su histeria algo que no fueran los demonios culposos que se ocultaban en los rincones de la celda y como de costumbre, lo señalaban con sus garras y se burlaban de lo patético y vulnerable que lucía.
Pasaron unos minutos que para el hombre fueron como horas eternas donde empezó arrullarse con los ojos cerrados, dejó caer un poco la cabeza sobre la soga como si estuviera eternamente dormido y entre sollozos infantiles y jadeos dolorosos recitó en voz baja la canción de cuna que le susurró a su pequeña hija la primera y única vez que la tuvo en brazos, aquella criatura con tan sólo unas semanas de nacida y que por el gramaje de sus actos, no tendrá el placer para verla crecer.
–Apaga el mundo a tu alrededor, apaga el ruido en tu corazón, olvida el monstruo del vestidor, las sombras en el corredor, olvida el lobo que te asustó y apaga la luz.– Comenzó a cantar con desconsuelo mientras sentía como aquel llanto brusco y amontonado se iba convirtiendo poco a poco en sollozos melancólicos como los de un niño que extraña a su madre.– Cómo una canción de cuna él te canta y te susurra, duérmete mi niña que él nos cuidará, duérmete mi niña que si no te duermes, él se enojará.– Cantó la última parte con la voz rasposa, reflejándose en las estrofas de aquella canción que ahí dentro entre el acero y el cemento hacia un eco aterrador.
En cuestión de segundos aquella penumbra con hedor azufre que invadía los pasillos fríos que eran rondados minuto a minuto por hombres uniformados de azul, se vio alterada por el brillo escandaloso de una luz roja. Y el amargo silencio que era tétricamente acompañado por los sollozos de los arrepentidos se invadió por el ensordecedor chillido de una alarma bien conocida.
El hombre con la soga en el cuello abrió los ojos de golpe, sorprendido por aquel llamado y rápidamente por su cabeza pasaron cientos de posibilidades, pero a los segundos una de sus teorías fue confirmada por el grito de un guardia que corría junto a otros cuantos iguales.
–¡Un preso escapó!– Gritó el guardia con voz ronca y perturbada.—¡Rápido imbéciles, un preso escapó!— Repetía el hombre con el coraje y la inquietud reflejados en su voz.
Para cuándo el preso pudo notarlo, sus compañeros de penitencia ya estaban echos un lío; la prisión se ambientó por escandalosos gritos de parte de los presos, algunos de ellos golpeaban los barrotes de sus celdas y otros cuantos aprovechaban para ofender libremente a los policías que entre el clímax del desorden pasaban su macana por las celdas haciendo un ruido doloroso que era empañado por el chillido de la alarma que no dejaba de sonar. Las celdas siendo iluminadas de rojo entre parpadeos escalofriantes daba como resultado un cuadro donde abundaba el caos y la guerra.
Pasaron unos minutos más hasta que el estruendoso caos cesó, los guardias se rindieron en su búsqueda, y los presos se cansaron de gritar y golpetear los aceros de sus celdas. Nuestro reo arrepentido aprovechó la tranquilidad a la que regresó la prisión y se asomó lo más que pudo por una orilla de la reja, pegó el oído al muro de su costado y estiró un poco el brazo para llamar la atención de su compañero de a lado.
—Hey, pájaro!— Le susurró por su apodo, recobrando firmeza en sus acciones después del salto que una vez más no se atrevió a dar.— Sabes quién se peló?— Preguntó.
—Parece que fue Buba*—Susurró el otro, mientras vigilaba el pasillo más cercano. De ahí su bien merecido apodo, aquel hombre estaba encerrado ahí por falsificar toda clase de documentos jurídicos y legales. El pájaro no era más que un pobre miserable de complexión escuálida y estatura pequeña, lentes de botella y cara de niño asustado, así que para ganarse el respeto de los más grandes, tomó la tarea de ‘pajarear’ todo lo que pasaba en esa prisión. Cualquier información dentro e incluso fuera de la cárcel, él la sabía. Y si algún reo o guardia requería de algún favor para el banco o conseguir una beca en una escuela de prestigio, el pájaro lo hacía a muy buen precio.
El preso palideció.
Buba era su compañero más cercano. Incluso algunas veces dónde el encierro provocaba pensamientos psicóticos y genera voces que parecen no querer dormir, Buba lo escuchaba y lo trataba de calmar, el preso se atrevía a llamarlo amigo.
Hubo muchas noches en dónde les tocaba hacer el aseo de los baños juntos. Fueron noches dónde Buba le hablaba de las inquietas ganas de fugarse de aquel nido de ratas. Él le contaba de los planes que tenía, como burlarse de los guardias y como sobornar a otros cuantos, por cuál acceso es más fácil salir y hacia dónde deberá correr una vez que salga de la prisión.
Nuestro preso nunca lo limitó a soñar.
Siempre lo escuchaba, lo persuadía a que siguiera planeando porque sabía que una mente ocupada es más difícil de tumbar en un lugar dónde caer en la locura es tan sencillo como entrar ahí.
Y si se sinceraba consigo mismo, él nunca creyó realmente que Buba pudiera lograrlo.
Pero he ahí la cosecha de sus acciones bien sembradas.
No podía verlo, pero lo imaginaba corriendo velozmente hacia su libertad, riendo a carcajadas y burlándose de los guardias, de los presos, riéndose en la cara del destino, demostrándole quién era realmente el que mandaba sobre su vida. No podía verlo, pero lo imaginaba extasiado por volver a sentir el aire fresco golpeándole la cara, lo imaginaba sintiendo el asfalto de la fuga bajo sus pies cansados por la espera de salir corriendo. No podía verlo, pero lo imaginaba cayendo de rodillas en el suelo, asimilando hasta ese momento que era un hombre libre, no podía verlo pero lo imaginaba llorando entre carcajadas cansadas por la carrera, lo imaginaba pegando la frente al suelo rindiendo tributo a lo que sea que Buba creyera. No podía verlo pero lo imaginaba feliz, pleno, cómo Buba siempre había sido, sólo que está vez fuera de los muros contaminados por la maldad de los uniformados y el arrepentimiento de los encadenados.
El preso sonrió conmovido.
Se puso de pie sobre su cama, se asomó por la pequeña ventana embarrotada y buscó la luna en el horizonte. Posó sus ojos sobre ella, acercó su cara lo más que pudo a la ventana, guardó las pupilas bajo sus párpados y tomó aire de afuera con fuerza, lo retuvo unos instantes en su interior, permitió que su sistema tomara y aprovechara aquel aire y luego lo dejó ir con suavidad, abrió los ojos y sonrió una vez más como encontrando la respuesta en la luna y el silencio de la noche.
Llevó las manos a su estómago, ya no había más dolor. Tocó sus piernas y brazos, ya no había más hormigueo. Apretó sus hombros y cuello, el malestar había disminuido. Tocó su cabeza y las voces en ella ya se habían ido. Y como si todas las dolencias de su conciencia y su cuerpo se hubieran acumulado en un grito, el hombre abrió sus pulmones y gritó.
—¡Corre Buba, corre!— Gritó al horizonte que la ventana le permitía ver, sintió su garganta arder pero no le importó y volvió a gritar—¡Corre por mí, amigo!— Aulló con el calor subiendo por su pecho, sabía que Buba no podría escucharlo pero aún así gritó y sin dejar de sonreír se dejó caer sobre la cama.
Cerró sus ojos tan pronto como sintió el llanto acumularse en las cuencas amenazando por salir una vez más. Se tomó unos minutos para nivelar las pulsaciones de su corazón y soltó un suspiro que lo liberó de un peso enorme que llevaba cargando en la espalda desde hace ya mucho tiempo. El peso de la culpa y del encierro se le había adherido a la piel de su espalda con la fuerza de unas garras enormes que se clavaron en su carne y le provocaba dolor con cada respiro que daba; y esa noche después de mucho tiempo, sintió su espalda acurrucarse sobre los resortes del viejo catre. Libre de dolor y libre de pesos que lo aquejaran por las noches.
Abrió los ojos con cuidado, como si alguien pudiera estarlo mirando de frente. Sus pupilas si dilataron ante a la oscuridad del techo y por primera vez desde que llegó ahí, el preso no sintió miedo de la oscuridad que lo acorralaba. Al contrario se comenzaban a dibujar poco a poco, sonrisas en las grietas de la penumbra.
Nuestro prisionero lo había entendido todo.
Y como si de un alquimista se tratase, entendió que aquel oro tan resplandeciente que pensaba encontrar allá afuera, permanecía guardado en su pecho cubierto por alquitrán que había que romper y sanar. El prisionero lo entendió y se quitó la culpa como si llevará sobre la frente una corona de espinas, sintió el alivio de sus heridas al respirar. La despersonalización de su cuerpo y su pútrida alma se rompió para unir lazos entre lo tangible y lo invisible, y perdonarse de una maldita vez por los impulsos que su mente pudo llegar a provocar.
Se perdonó por llenarse las venas de veneno en un acto de valor y fuerza que terminó por desterrarlo a un mundo dónde la luz del día se espera y anhela pero la negrura de la noche se teme y se vulnera.
Se abrazó a si mismo aceptando que ese sería el único abrazo que recibirá por el resto de sus días.
Rodeó con sus brazos su propio pecho, se apretó contra su mismo cuerpo y se hizo un ovillo sobre la vieja cama. Ladeó su cabeza tratando de acurrucarse con su hombro y se encontró en su aroma. Se consoló con su propio calor, se arrulló con sus propias caricias y se protegió de la maldad con su espalda como un escudo. Pegó sus rodillas a su pecho y se mantuvo así unos instantes, simplemente dejando viajar con libertad a su mente, pues ésta ya no lo atormentaba, ya no se burlaba y ya no le lloraba. Ahora no era más que una mente cansada de ponerse el propio pie para tropezar una y otra vez sin parar. Ya no era más que una mente arrepentida de componer canciones para perturbar y crear imágenes para llorar toda la noche sin poder descansar. Ahora era una mente soñolienta que pedía una oportunidad para dormir en silencio por primera vez después de incontables noches dónde su ruido se alcanzaba a escuchar en cada una de las celdas como si de una tortura colectiva se tratase.
Siempre supo que nunca saldría de ahí, en su cabeza siempre estuvo presente aquella cruel verdad. Siempre supo que se le pasaría la vida que le quedaba ahí dentro, sabía que su cuerpo se iría deteriorando en esa celda al igual que los barrotes que lo cubrían, ya se había hecho la idea de que sus huesos se desintegraran y su carne se pudrirá entre el moho que cubre las paredes de su celda.
Siempre lo supo, pero esa noche lo aceptó.
Aceptó la cuenta que tenía pendiente por pagar y entendió que de nada le servía colgarse de sus dudas, de nada le servía buscar sus alas en la incomodidad de su cama. De nada le servía llorar, sufrir, apostar algo que no tenía y luego perderlo, de nada le servía temerle al silencio de su consciencia, sin poder dormir como el mosquito que no tiene dirección fija en su vuelo, confundido como el barco a la deriva que se deja guiar por los cantos de las sirenas. Asqueado de sí mismo como el jurado de la corte cuando relató todo lo que les hizo a cada una de sus víctimas.
Aceptó su destino y la idea no lo torturó.
Ahí estaba la respuesta, ahí estaba su esperanza, sus anhelos y sus seños. Estaban ahí, llenándole el pecho de calor y relajándole los músculos del cuerpo y su ceño fruncido.
Ahí estaba su libertad.
Su libertad estaba en la fuga de su amigo, su libertad estaría por la mañana cuando el sol se cuele por su pequeña ventana, su libertad lo esperaría como todas las tardes en el patio donde toma su receso, en esas veces donde el café del almuerzo no sabe tanto a tierra, en esos pequeños instantes donde siente un ápice de brisa pegarle en la cara o cuando tiene el placer de ver los colores del atardecer en el cielo.
Seguía doliendo, por supuesto. Sabía que esa libertad no le permitiría abrazar a su hija, tener un empleo o comprar un auto; pero también sabía que aquella libertad era para dejar de sentirse tan pequeño, para conciliar el sueño, para dejar de sentirse su propio diablo en su propio infierno, para aterrizar en la tierra, salir de su mar de ideas y perdonarse los errores.
Seguía doliendo pero un día despertará y no habrá más llanto ni más dolor, un día despertará y agradecerá a Dios o a quien sea, por tener una nueva oportunidad
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