Aquella oscura noche, solo las estrellas iluminaban, pero el humo de mi cigarro apagaba su brillo y mis pensamientos ansiosos me carcomían cada segundo de mi pobre existencia. Solo podía pensar en sus cálidas palabras mientras nos fundíamos uno con el otro cada noche de lluvias y tormentas. Cada mañana despertaba con marcas en la piel producidas por su amor.
Su mundo era un caos mientras el mío solo pensaba en arreglarlo. Tal vez el no tener cariño de un padre me hizo de esta manera, o solo era otra estúpida excusa que utilizaba para intentar justificar mis actitudes masoquistas.
Otra calada, el humo entraba desde mi boca seca hasta llenar mis pulmones de nicotina, para luego expulsarlo nuevamente. Era un círculo vicioso que a largo plazo sabía que hacía mal, pero como era mi lugar seguro, seguía ahí para sentirme cómodo y no experimentar esa angustia del momento.
Apagué este en mi valla de madera, así como mis pensamientos, y me dirigí hacia el ático, o mejor dicho, «MI lugar seguro». Subí las escaleras de madera que chirriaban con cada escalón que ascendía. Eran débiles, como si en cualquier momento se pudieran quebrar, pero aún así no se rompían, porque se acostumbraban a ese peso, ya que sabían que sería solo por unos segundos y volverían a su peso estático en un instante.
Al llegar, el silencio se ahogó en mis oídos y mis ojos solo veían lo tenebroso que era el lugar, pero aún así no me asustaba. Así que, tomando los fósforos de la cómoda, comencé a encender cada una de las velas, suavemente, delicadamente, sutilmente. El espacio seguía siendo igual de lóbrego, pero ahora tenía el calor y olor de las velas más bellas que había visto. Podía discernir los colores que había en la habitación, sus tonalidades marrones, blancas, rojas, mis colores favoritos, y los adornos antiguos que decoraban los rincones fríos a los cuales el tibio de la temperatura no llegaba.
Así que procedí a arrodillarme y elevar un rezo a Dios con la esperanza de tener respuestas hacia mis peticiones más profundas. Entoné la siguiente plegaria:
-Oh padre amado que estás en los cielos, santificado sea tu nombre. He aquí tu humilde ser creado a tu imagen, gracias por cuidar y proteger en cada momento o es así como sueles decirnos mediante tus sagradas escrituras.- Tomé una pequeña respiración y seguí recitando: -Pero te olvidas de esta diminuta sierva que te invoca cada noche con el fin de que su ser amado la aprecie tan siquiera por unos minutos, que la desee como ella por unos segundos y poder sentir el dulce de sus delicados labios el pasar de su vida.- Mis lágrimas no se contuvieron y resbalaron por mi cara completamente desnuda y salada.
Mis pensamientos no paraban de atormentarme: ¿Cuándo fue que esta ira empezó a crecer? ¿Es rabia realmente lo que siento? ¿Acaso me perdí en el proceso de amar e intentar ser amada? ¿Dios escucha mis oraciones o soy un bufón para su entretenimiento? ¿Realmente lo amo o lo deseo obsesivamente?
De repente, el silencio se convirtió en una sutil melodía. Tan dulce, tan delicada, tan agraciada. Y mis ojos contemplaron algo divino, como si mis piezas del rompecabezas volvieran a su lugar. Era él, Mi chico, el que mi mente no dejaba de pensar en todas las eternas mañanas, tardes y mis preciosas noches a su margen.
Casi hipnotizada por su figura, confesé con toda sinceridad: -Pensé que hoy no me dedicarías un baile.- mientras sentía un nudo en mi garganta.
Y casi entre risas mencionó: -Siempre vengo a las 9.- Y en segundos procedió a tomarme de la cintura y empezar a balancearse de un lado a otro.
En unos segundos se balanceó hacia mí, y yo olvidé mi frustración y enojo. Toda mi atención se posicionó en él, mi cuerpo se movía al compás de la suave música y lo único que podía ver eran sus ojos. Ese marrón que decía que nunca me iría, esa luz que me daba esperanza pero me mataba cada día que esperaba por él.
No me sentía insignificante, sentía dentro de mí la pasión de mi alma. Estábamos conectados. No éramos dos, éramos uno. Sentía que estaba desmayando ante su mirada y cuando sentía que no aguantaría más, su áspero y ácido beso llegaba. Ahí fue cuando salí de su embelesamiento y no vi a un ser divino, sino una cascabel.
En ese momento volví a despertar. En mi lúgubre ático, en una eterna mañana, envuelta en cicatrices, una casa cayéndose a pedazos y un sonido más vacío que las promesas nunca cumplidas. Así que, para sacarme su veneno, prendí un cigarrillo mientras me hundía nuevamente en el humo.
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