¿Cuántas horas le habría dedicado a pensar seriamente qué clase de decisión estúpida le había conducido irremediablemente a encontrarse en semejante trance? ¿Valor? ¿Patriotismo? ¿Demostrarse algo a él mismo y a los demás? Desde luego ninguno alcanzaba suficiente peso como para justificarlo. Sea como fuere allí dentro estaban únicamente él y sus circunstancias.
De vérselas con la muerte lo haría en soledad, afrontándola con serena resignación. Tal vez no sea menos cierto que todos morimos solos así como solos venimos a este mundo. En Vietnam no había demasiado tiempo para llorar a los soldados caídos; unos tragos en la cantina, algunos vítores en su nombre y hasta la próxima patrulla. Tampoco cabían sentimentalismos, al menos no más de los que pudiese contar el enemigo. Aquel maldito conflicto llenó de mierda a los bandos confrontados no quedando ninguno de ellos libre de miserias propias.
Al alba del día siguiente, al caer la tarde del otro o quizás dentro de dos semanas empero cualquiera podía terminar dentro de una bolsa para cadáveres listo y preparado para volver a casa, con los pies por delante.
No se podía vacilar en aquella maldita selva inhóspita que olía a casquería y a gasolina gelatinosa (napalm). Demasiado odio visceral y excesiva política vomitiva de intereses sobrealimentados; matabas o te mataban, así de simple era la cosa.
El capitán, con órdenes de arriba, había solicitado voluntarios para destruir los túneles del vietcong desde dentro. Las ratas los llamaban, las ratas de los túneles. Apelativo más que acertado porque en eso debían convertirse para adentrarse en aquellas claustrofóbicas galerías construidas por el enemigo. Desde las más complejas hasta las más básicas y por lo regular con trampas del tipo minas, cazalobos, estacas punji o enemigos atrincherados pero también bichos como serpientes, arañas, escorpiones, hormigas o murciélagos. Para los americanos Vietnam les abrió los ojos a un nuevo tipo de guerra para la que no estaban preparados. Ello terminaría socavando la moral de las tropas al deber confrontar a un enemigo que no veían…
Como fuere que alguien debía hacerlo allá fue Michael y otros como él, todos voluntarios. Era un soldado menudo y flacucho; metro sesenta centímetros y complexión de ciclista. Cumplía a la perfección los requisitos buscados. Sabían que más del noventa por ciento de los hombres no salían vivos de los condenados túneles sin embargo el sacrificio de unos pocos ayudaría a salvar la vida de otros muchos.
Le entregaron un cuchillo de combate, una ruidosa pistola M1911, una linterna de codo y una pequeña cantimplora con agua. Hete aquí todo el equipamiento con el que contaba para explorar e intentar sobrevivir al mismo infierno.
Dos compañeros lo izaron de las piernas para ayudarlo a chuzarse por la boca del conducto; un agujero en el suelo por el que apenas cabría un niño de diez años. No obstante las ratas de los túneles siempre hallaban la forma de colarse. Se fue arrastrando como culebrilla de charca. El espacio tornaba angosto, dificultando el avance. De hecho si se levantada apenas unos centímetros sus hombros pegarían arriba y si abría demasiado los brazos rozaría contra los tablones laterales.
Su obsesión y la de cualquier rata era salir lo antes posible de allí. Ninguno pensaba demasiado en que podría estar ante su última misión. Debían tener la cabeza ocupaba en lo que fuese pero al mismo tiempo sin perder concentración.
El aire entraba a sus pulmones viciado, sintiéndose ligeramente mareado e incluso con ganas de vomitar. El olor era insoportable, la humedad consumía los huesos mientras que la ropa del ejército se pegaba al cuerpo como sanguijuelas.
Los bichos se le metían por los huecos y roturas de la ropa, desde los más pequeños que rápidamente buscaban donde picar hasta los más grandes que parecían querer enfrentársele directamente. Al recibir la luz de la linterna, una torpe sacudida de mano o el amago de un culatazo de pistola huían por agujeros aún más minúsculos que por el que él mismo se arrastraba. En realidad Michael podría ser otro bicho, uno más grande y peligroso…
Cuando llevaba avanzadas varias decenas de metros vio que el túnel se dividía a derecha e izquierda. La linterna comenzó a fallar. Esta nueva situación planteaba una relativa disyuntiva ¿qué dirección tomar? No tenía demasiada importancia pues debería indagar ambas, para eso estaba allí…
Entonces recordó, tal vez para no rumiar la muerte, cuando de niño se paró frente a la tienda de golosinas. Estaba pegado al cristal como un bobo, viendo aquel paraíso del dulce. No le quedó de otra que apretar la quijada ya que sus bolsillos estaban vacíos como vacío está de aire el universo. Salivando y maldiciendo se alejó con cara de perro. No podía evitar sentirse menos que los demás niños que sí cargaban monedas en los bolsillos para comprar chuches…
También acudió al balcón de su mente otra secuencia grabada en blanco y negro. Pagar su frustración con su vecino, un niño gordo con gafas y pelo grasiento. No recordaba su nombre pero sí que de un puñetazo lo había derribado a pesar de triplicarlo en peso.
Estas vivencias parcialmente abandonadas en el tiempo podrían ser algún mecanismo de defensa que el subconsciente liberaba para tratar de enmascarar el estrés que lo envolvía en aquella situación. Tal cual estuviese tratando de aislarlo de la cruda realidad que de otra forma, tal vez, no pudiese canalizar adecuadamente. Sin embargo Michael ni era psicólogo ni psiquiatra ni nunca le importaran esas cosas de la mente. Era un granjero que previamente a estallar el conflicto y sentir la llamada del deber cultivaba enormes extensiones de maíz al lado de sus padres, hipotecados y a punto de perder la granja…
Debía quitarse de la cabeza cualquier pensamiento del ayer aunque el objetivo fuese de bien mayor. Nada de edulcorantes pues la realidad se le mostraba delante y desde luego no se andaba con chiquitas; el túnel se estrechaba cada vez más…
Llegó al desvío, la linterna continuaba dando problemas. Sentía agujazos en los brazos y cristales clavándosele en los hombros, cargados unos y otros bajo el prolongado esfuerzo. El pecho le ardía por la continuada fricción contra un suelo enmohecido; escupía tierra mojada que le dejaba en los labios sabor a cloaca, las manos sangraban como las de Cristo, perdiendo sensibilidad en los dedos mientras que sus rodillas comenzaban a descarnarse porque apenas quedaba tela en la zona. El cuerpo entero exigía un armisticio que él no podía otorgarle. Tomó el ramal diestro.
¡Robert! Ese era su nombre, el del niño obeso al que había abatido de certero puñetazo. La mente tiene sus tiempos para sacar la ropa limpia de la lavadora. Ahora nítidos comparables a lagos cristalinos ahora sucios similares a balsas de aguas residuales…
Se detuvo instantáneamente cuando creyó escuchar una voz. De estar en lo cierto menuda situación para enfrentar al enemigo. Temblaba ante la incerteza pero no menos por culpa de la humedad y entre uno y otro el sudor lo envolvía como el capullo de una mariposa.
Cauteloso y buscando hacer el menor ruido posible echó mano de la pistola. Respiró hondo, sintiendo como sus costillas se pegaban al piso. Rezó a todos los dioses habidos y por haber con la esperanza de que alguno tuviese a bien escuchar sus plegarias. Efectivamente no se había equivocado pues la voz llegaba a él nítidamente a medida que se acercaba a la misma. El ritmo cardíaco de Michael rugía como una moto de competición a punto de semáforo verde. Los pálpitos regulares en las sienes le susurraban al oído que él no precisaba de gasolina para correr pero sí de un nuevo giro de tuerca que le explicase, una vez más, qué razones lo llevaban a meterse en la boca del lobo. Además chocando frontalmente contra el sentido común y la supervivencia del individuo. “El sacrificio de unos pocos elegidos en pro de alcanzar un bien mayor”. Con esa frase recurrente debía quedarse…
El dedo índice buscaba a tientas el gatillo. La pistola más sucia no podía estar, llena de pegotes de barro que dificultaban saber cuál era el cañón y cuál la culata. El sudor le resbalaba hacia los ojos, escociéndoselos como si fuese lejía. Sufría hasta la última fibra de su cuerpo pero el pavor a morir allí dentro lo mantenía dopado. ¿Dónde estarían sus compañeros de armas? ¿Quizás muriendo en otro sector de la selva? ¿Cayendo en trampas? ¿En emboscadas?…
Cuando estuvo encima de aquella voz pudo comprobar aliviado que se trataba de una radio amarrada a un palo. Y de nuevo otro pedazo de pasado… De una pedrada Michael había roto el cristal de la pastelería. Hacíase menester descargar rabia e impotencia contra aquel establecimiento vetado para él. No podía consentir que de puertas adentro se apilasen tantos majares deliciosos mientras sus bolsillos seguían tan vacíos como de costumbre ¡malditos castigos paternos! No olvidaría fácilmente la liberación que sintió al escuchar el zambombazo. ¿Rebeldía preadolescente? Simplemente un gamberro haciendo gamberradas…
Reprendieron al gordo, el muy imbécil aprovechara la rotura de la luna para ponerse a zampar tantos bollos de chocolate como pudiera antes de que el oficial Mcpherson se lo llevara de la oreja. El zampabollos había cargado con las culpas y Michael simplemente se limitó a mantener la boca cerrada.
Era una radio antigua, de esas portátiles. El locutor parlamentaba en Radio Hanoi, hablando en vietnamita con énfasis, enfatizando, vociferando y elevando el tono de voz según qué cosas dijese. ¿Qué carajo estaría platicando? Al momento de alcanzar el máximo griterío, probablemente propagandístico, cesó de hablar para entrar una dulce música de cámara…
—¿Tienes miedo verdad?—. Preguntó alguien desde las ondas.
—¡No te preocupes todo terminará pronto!—. Vaticinó esa misma voz.
Repentinamente a su espalda comenzó a desplomarse la galería. ¡Maldición! Esas cosas pasaban frecuentemente. Los que se metían en los túneles lo sabían, de hecho estaba entre las principales causas de muerte, resultando prácticamente imposible salir con bien de ello.
Michael comenzó a arrastrarse tan rápido como podía. Tal era la cantidad de adrenalina que insuflaba su cuerpo que dejara de sentir dolor y fatiga. Una luz de esperanza se abrió entre las tinieblas al observar algo que tenía pinta de ser un bunker de mando. Allí podría refugiarse. Sus dimensiones reducidas e iluminación trémula no representaban problema alguno para el tísico soldado americano. Una vez todo hubiese pasado buscaría otra salida. Sin embargo la tragedia residía en que el paso hasta el bunker estaba bloqueado por el cuerpo sin vida de un marine. Le imposibilitaba seguir avanzando y tampoco podía retroceder…
Michael estaba atrapado cuan león enjaulado. Con la linterna de codo iluminó aquel cuerpo inerte, apegándose a él tanto como le fue factible. Un par de segundos antes de que definitivamente dejase de funcionar, apagándose para siempre, lo reconoció… ¡¡era Robert!!
¿Qué pensar cuando nada tiene sentido? Habría quedado obstruido en el túnel y allí mismo el zampabollos había estirado la pata. Puede que muriese de inanición, tal vez por la mordedura de una serpiente, una trampa o sabe Dios. Sigue sin tener sentido. ¿Cómo pudo haber llegado hasta allí? De hecho no reunía ninguna de las condiciones físicas exigidas para ser una rata de túnel. Maldita sea, con ese cuerpo ni siquiera podría haber accedido al túnel…
Robert habíale devuelto, a su manera, aquel puñetazo de la infancia y por supuesto el resto de perrerías prolongadas en el tiempo. Involuntariamente habíase convertido en su verdugo…
El tenue ruido del desplome se acercó raudo. La noche estaba por hacerse más penetrante si cabe, mostrando pupilas negras y colmillos de perpetuidad. Tierra húmeda, guijarros, tablones y bichos repulsivos se le vinieron encima. Michael encontró su tumba en Vietnam… otra rata de los túneles muerta para añadir a las estadísticas.
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