SOBRE EL AUTOR



Capitulo 1


    – Caía la tarde y yo me encontraba en una habitación del tercer piso de una conocida clínica de Lima. Había ido a visitar a mi buen amigo, el profesor Frank, antiguo compañero de trabajo docente en un centro de enseñanza superior y exitoso autor de libros. Lo encontré recostado en su cama de enfermo, despierto y concentrado, leyendo un ejemplar de Las ilusiones perdidas, de Balzac. Por lo que yo sabía, era uno de sus libros favoritos y lo leía con alguna frecuencia.

 Además de haber escrito cuatro estupendos libros de matemática—su campo era la ingeniería industrial—, el profesor Frank había publicado dos ensayos filosóficos de notable calidad. También tenía en su haber una novela corta muy buena, aunque poco difundida, que abordaba como tema central la imposibilidad humana de alcanzar la dicha plena. Toda esa obra intelectual la había realizado paralelamente con su labor en la empresa privada y su trabajo docente. Pero en los últimos años el persistente mal que lo aquejaba había limitado sus actividades.

Lo consumía una extraña enfermedad nerviosa. Su mal había resultado un misterio insondable para muchos neurólogos, y siquiatras. Pero aquel día de mi visita, él estaba tranquilo. En realidad, externamente la enfermedad no se manifestaba más que en su mirada exageradamente intensa. Los demás síntomas, como el progresivo endurecimiento de sus músculos y la perpetua ansiedad que lo atormentaba, eran disimulados bastante bien por mi amigo. También ocultaba bien la rigidez de sus antebrazos que le dificultaba la escritura manual. Y así cada vez más frecuentes e intensas habían logrado postrarlo en cama. Así estaba cuando llegué a verlo, llevando como regalo un ejemplar de Las guerras de Diego de Jordi Sierra I Farra.

—¿Cómo está usted, profesor? —dije, poniendo el libro sobre su velador y tratando de poner en mi voz la mayor alegría posible. Me conmovía verlo en aquella situación.

Dejó a su vez el libro que estaba leyendo y me estrechó la mano con un apretón firme y prolongado. Como era habitual en él, no sonrió. Pero yo no necesitaba verlo sonreír para saber que mi visita lo complacía.

—Estoy vivo —respondió—. Es todo lo que puedo decirte. Sé que pronto dejaré de estarlo, pero ya hace mucho tiempo me hice a la idea de abandonar la escena de este mundo antes de llegar a la ancianidad.

—No diga eso. ¡Usted solamente me lleva cinco años de edad!

—Como si te llevara cincuenta —replicó—. Lo que importa es el funcionamiento del organismo. ¿Alguna vez has tenido que desarrollar tu clase sin levantarte de tu silla, solo porque los músculos de tu cuello y de tu espalda estaban tan agarrotados que te impedían caminar?

—Pues no. No he pasado por eso.

—Yo sí. Muchas veces. ¿Alguna vez has gritado a todos los alumnos de tu clase en forma tal que te miraron como a un desquiciado mental?

——No, claro que no. Pero…

—Yo lo hice varias veces. De no haber sido por mi prestigio académico y moral, habría tenido que enfrentar más de una denuncia estudiantil por comportamiento violento en el aula. Afortunadamente, mi capacidad y mi honestidad siempre pesaron más para mis alumnos que mis arrebatos de cólera.

Yo asentí. El profesor Frank, además de competente profesional de empresas y excelente expositor, siempre había sido celoso cuidador de su imagen. En realidad, no le resultaba difícil mantenerse al margen de actos corruptos o de aprovechamiento material, pues era muy austero y no tenía cargas familiares. No tenía ningún hijo. Decía que no le gustaban los niños. Tampoco se había casado, aunque se le habían conocido dos novias.

—¿Qué es lo que dicen ahora los médicos sobre su dolencia? —pregunté, para seguir la conversación.

—Lo mismo de siempre. Dicen que es una enfermedad del sistema nervioso cuyo origen no es posible determinar con análisis químicos ni con radiografías. Pero no puedo quejarme de ellos. Han hecho lo que han podido. Un especialista en homeopatía me ha dicho que lo mío es una deficiencia en el metabolismo y que nací con esa dificultad. Si eso es cierto, no hay más que hacer ni que decir.

Calló unos momentos y tomó el libro que yo había llevado. Sonrió levemente.

—Este Las guerras de Diego es un buen libro —dijo—. Hace años tuve un ejemplar, pero se lo regalé a una persona que ahora está muy lejos…

—¿Fuera del país? —pregunté.

Se quedó callado mientras hojeaba el libro con interés. Leyó algunas páginas durante algunos minutos que yo no interrumpí. Luego su conversación se volvió muy distraída. Comprendí que debía irme. Sin embargo, al ponerme de pie para marcharme, me estrechó muy fuertemente la mano. Tanto, que me emocionó. Parecía conmovido por alguna razón.

Me fui con el ánimo triste. Me sentía apesadumbrado por haber visto a aquel admirable y querido personaje atormentado por dolencias físicas ignotas. Me dije entonces que somos tan poca cosa que hasta un simple dolor de muelas puede cambiar toda nuestra óptica de la vida y convertir al más efervescente líder del optimismo en un ser huraño y triste.

No tuve noticias de mi amigo durante varios meses. Pero una mañana, una llamada telefónica me aturdió. Era una enfermera que me comunicaba el fallecimiento, dos semanas atrás, del respetado profesor Frank. Por voluntad expresa del moribundo, se había guardado estricta reserva y solamente había estado presente en el sepelio un hermano suyo, su único familiar en el mundo. Pero la enfermera añadía que tres días antes de su muerte, había dejado encargado un sobre grande para mí. Lo recogí esa misma tarde.

En el trayecto a mi casa, me preguntaba qué desconocido mensaje me habría dejado el profesor Frank. Él conocía mi afición por la literatura, aunque yo no había publicado nada. En cambio, él era ya un autor conocido y respetado en los medios académicos. A su lado, yo solamente había sido un ilusionado aspirante a narrador.

Llegué a mi casa y me senté con impaciencia en el sofá de mi sala. Abrí el sobre de cartulina y encontré dentro todo un cuadernillo de hojas escritas a computadora. Procedí a examinar el cuadernillo y encontré la historia que transcribo a continuación, con absoluta fidelidad al original.



Capitulo 2

Destino de Frank H.


»10 años después y aun te pienso… comienzo a pensar que es hora de olvidarme de tus besos» 

       Pues claro que sí… hasta hoy sigo pensando en ella. ¿Qué decir del amor desenfrenado que nace en un hombre de cuarenta años, un profesor de cuarenta, por su alumna de solo veintiuno?,

Siempre la llamé Bella, aunque su nombre era otro. Para mí ese adjetivo lo expresa casi todo. Y ya que tal palabra existe también como nombre femenino, pues cae como anillo al dedo. Y Bella la llamé, y la sigo llamando Bella, hasta hoy que ya no veo sus ojos negros ni acaricio su corto cabello.

Me conocen como Frank, pero no es mi nombre real, durante muchos años he ejercido la docencia. La enseñanza en el nivel superior es una suerte de teatro académico, en donde es preciso combinar la transmisión de conocimientos con la exposición de la cultura personal. Yo que escribo estas líneas sintiendo una grieta en el corazón, casi nunca he usado el terno en mis clases. No me agrada esa indumentaria. Más todavía; la certeza de mi falta de apostura física me hace ver la ropa como una simple barrera entre mi piel y la intemperie. Por tanto, siempre he trabajado sin mayor cuidado por mi vestimenta, tanto en la universidad como en otros centros de enseñanza superior.

Todo comenzó en el año 1995. Enseñaba yo en una universidad privada, una de esas a las que es relativamente fácil ingresar a estudiar, siempre y cuando se pueda pagar la pensión mensual, no muy alta, por cierto. Un día, en una de mis clases, noté que unos ojos femeninos me miraban con expresión especial. Era una alumna de rostro agradable y de mirada profunda. Unos días más tarde, al entrar al salón y dirigirme al atril, vi sobre la madera del mueble, escritas con líquido corrector blanco, las siguientes palabras: «Profesor Frank, te quiero». Algún tiempo después, ya en mis brazos, ella me contaría que, después de escribir muy temprano esa frase, se retiró al fondo del salón hasta mi llegada y luego, durante la clase, se rió a escondidas viendo que yo trataba de borrar la inscripción rasgándola con la uña de mi pulgar derecho.

En una de aquellas clases de inicios del año 95, se acercó y me pidió ayuda. No le iba bien en los estudios, y temía fracasar y abandonarlos. Me mostré dispuesto a ayudarla, pero no abandoné el tratamiento distante y respetuoso con el que acostumbro hablar a las alumnas. Entonces en ese mismo año, a fines de julio, ella me visitó por primera vez en mi oficina.

La vista de todos mis libros le hizo un buen efecto. Ella era un caso de engañosa deficiencia académica. Tenía muy buen nivel intelectual, pero su entorno familiar prosaico había dificultado su desarrollo cultural.

Esas visitas se repitieron en los meses restantes de aquel año. Y fue en noviembre cuando me aceptó. Estábamos en la oficina cuando escribí mi declaración amorosa en la computadora y ella la leyó. Entonces escribió su respuesta, y al leer en la pantalla las palabras que contenían su aceptación, la besé. Se fue aturdida de la oficina. Acaso tal episodio no se hubiera repetido, a juzgar por el comportamiento dubitativo y lleno de reservas que mostró ella en las siguientes ocasiones. Yo mismo, en el transcurso de esos primeros meses, pensé que todo no pasaría de una mera escaramuza de algunos abrazos y besos fríos, sin verdadero compromiso del alma. Y me reía un poco de mi situación cuando ella me decía: «Somos enamorados, ¿no?».

Yo era un hombre libre, sin ataduras matrimoniales, Ella era una mujer libre. Los dos éramos libres para amar, pero no amábamos. Nos veíamos dos o tres veces al mes en mi oficina. Nos dábamos algunos abrazos y unos cuantos besos. Pero aquello no era amor.

Sin embargo, a partir de marzo del siguiente año las cosas cambiaron. Una tarde, en mi oficina, con mi cabeza en su regazo, escuché gran parte de la historia de su vida. Ella vivía con dos hermanos varones inmaduros y una hermana, todos desprovistos de cariño natural. Sus padres vivían en provincia, tenían algunas propiedades y les enviaban dinero que, en su mayor parte, era acaparado por los dos varones. La hermana, divorciada y con la carga de mantener un hijo pequeño, le envidiaba su libertad. Le hacía la vida imposible y siempre la criticaba ante los demás.

Otro hermano, el mayor de todos, vivía aparte. Tenía negocios y alardeaba de su dinero. Era vulgar e insolente, y casi no sabía hablar sin palabrotas. Estaba casado con una mujer que lo despreciaba. En resumen, el amor casi no existía en toda aquella familia. El egoísmo y la envidia eran más fuertes que los lazos de la sangre.

Bella sufría en la casa familiar de Villa María-Lima, lejos de sus padres, atormentada por su amargada hermana e ignorada por sus dos hermanos varones, los inmaduros. Pero no era Bella de sufrir en silencio. Sabía gritar y enviar a rodar a cualquiera cuando era necesario. Y también cuando no lo era.

Había leído algo de filosofía, pero en su cerebro faltaban muchos libros importantes. En la época en que comenzamos a tratarnos, su conversación era deficiente, con algunos errores elementales, aunque fáciles de corregir.

No distinguía bien el uso del «tú» del uso del «usted». Esta sencilla deficiencia y otras muletillas muy comunes en las provincias peruanas, empobrecían su diálogo y le habían acarreado las burlas de muchas de sus implacables compañeras de estudios —envidiosas de su figura y de su cutis—, y el asedio de muchos compañeros. Sabido es que, para el común de los hombres, una mujer bonita y aparentemente inculta es mucho más tentadora que una mujer bonita y notoriamente culta.

Yo influí mucho en su formación cultural y todavía mucho más en sus estudios universitarios. Pero no me califico de haber sido un Arrastrado ni nada para ella. Yo no tuve que transformar plomo en oro ni fabricar seda a partir del yute Bella tenía excelente inteligencia. En verdad, ella era un diamante por pulir. Y mi amor nació tímido al principio, para luego convertirse en torrente impetuoso que habría de lastimar a ambos. Así cumplió veintidós años y entonces 1 le hablé por primera vez de matrimonio, pero ella no contestó. ¡Cuántas veces, en mi oficina, nos besamos con pasión, mientras ella cedía cada vez más ante mis avances! Pero no amaba yo con tranquilidad. No tenía la seguridad cómoda del enamorado plenamente correspondido. No la había conquistado realmente. Casi siempre, después de aquellos embates de amor, ella me enviaba a todos los diablos y me llamaba vil, y pervertido. Y, llorando, se decía a sí misma que se estaba comportando como una prostituta. ¿Y qué hacía yo por ella? Mucho. Yo desarrollaba casi todos sus trabajos académicos. Hasta hoy me pregunto si en esos días alguno de sus compañeros estudiantes habrá sospechado que aquella joven de cuerpo impresionante y carácter explosivo, tenía a su completo servicio a un escritor de textos de la profesión, de cuyos libros se habían vendido varias decenas de millares y que había destacado rápidamente entre otros autores más antiguos, buenos profesionales, pero no muy hábiles a la hora de escribir.

No tardó en sobresalir por presentar siempre los mejores trabajos individuales. En los trabajos de grupo, sus compañeros siempre le encargaban a ella el desarrollo del tema. Ellos se limitaban a darle dinero para el papel, la impresión y el anillado. El bracero que era yo, estaba siempre dispuesto a amanecerse escribiendo. Todo para que ella quedase bien con sus profesores y sus compañeros. Además, yo le regalaba tres o cuatro libros, por mes. Algunos eran libros especializados, para los cursos que estudiaba. Otros, eran obras selectas que ella leía con deleite y luego comentaba conmigo.

En diciembre de aquel 1996 ella tuvo el primer sobresalto: se le había retrasado su regla. En verdad, nuestros juegos sexuales habían sido tan pocos y tan incompletos que el susto fue de ella y no mío. Yo estaba seguro de no haberla embarazado, y los días me dieron la razón. Pero aquello fue un aviso de lo que después vendría.

¿Qué sentía yo por ella? Amor, simplemente amor. Su carácter rebelde y su mente lúcida me cautivaron. Superó con facilidad sus leves defectos expresivos y dialogar con ella se convirtió en un placer para mí. Naturalmente, me gustaba también su físico. Pero en verdad la amaba. Uno puede sentirse atraído por el cuerpo, pero se enamora de la mente.

En el segundo año de nuestra relación, tuvimos un altercado, uno más de tantos. Durante algunos días estuvimos sin comunicarnos. Entonces, aprovechando un breve momento de conversación en la universidad, le entregué la siguiente carta:

Bella:

Es tan variada la mezcla de sentimientos que se agolpan en mi ser, cuando te veo. Alegría, emoción, temor, nostalgia, esperanza. Esta capacidad de amar me la dio el Ser Supremo. Nos la dio a todos. Sin embargo, hasta ahora no usé de ella. ¿Qué eres tú para mí? Algunos años más tarde, alguien se burlará de mí por todas las locuras que hice por ti. Tal vez yo mismo me lo preguntaré. Pero la respuesta estará en mi corazón, simple y clara; diáfana, cristalina, yo te amaba. ¿Por qué me dediqué a ti como a nadie en mi vida? ¿Por qué te di tanto de mi tiempo? ¿Por qué luché de tal manera para procurarte triunfos y evitarte la amargura de los fracasos? Simplemente porque te amaba. Porque no existe fuerza que mueva tanto como la fuerza del amor. Esa será la respuesta de mi corazón, y mi mente y mi razón tendrán que callarse. Ninguna persona me obligó a trabajar tanto para ti; nadie me obligó a estar pendiente del teléfono para no perder alguna llamada tuya; lo hice todo porque yo quise. Pues, así como las mujeres cometen locuras por amor, también los hombres podemos cometerlas. Por ti hice algunas cosas que nunca sabrás. No hay necesidad de contarlas a nadie, ni siquiera a ti misma. Amores hay en la historia que fueron célebres por sus infortunios. Algunos de esos amores fueron menores que el mío. Dicen que el amor es más grande cuando tropieza con barreras. Como toda aserción de vida, no se le puede atribuir exactitud absoluta. Pienso sinceramente que, aunque nuestra relación fuese más promisoria y nuestra unión definitiva Fuese un proyecto enteramente factible, te amaría igual. Las dificultades aumentan el deseo cuando este es sostenido por una emoción pasajera. Lo que siento por ti no es pasajero. Se puede desear el cuerpo, pero lo que se ama es la mente. Me es insufrible la idea de otra mujer en mi vida o de otro hombre en tu vida. Lo mío es sincero, identificación plena con tu mente y con tus deseos. ¿Vislumbra tu mente alguna forma, algún acto, algún modo que me permita hacerte feliz? Si en el universo de tus ideas aparece esa luz, transmítemela. Yo moveré montañas para lograrlo. Y si la cruel opinión común se impone en tu corazón y nos separamos para siempre, recuerda que fuiste querida, fuiste amada enteramente, totalmente, sin reservas, por un hombre que no tenta nada de especial. Un hombre común y corriente, cuyo principal pecado al llegar a tu vida había sido el no saber amar. Tú no te propusiste enseñarme, pero contigo aprendí a amar. Mi corazón estaba intacto, mi pecho era fuerte, mi mente era libre. Tú cambiaste todo eso. Y cuando para nosotros llegué ese futuro sin ti y sin mí, recuerda que yo te amé sinceramente. Más aún, todavía te amo. Te amo como el pescador ama a su red, como el agricultor ama la nube que le trae la lluvia bienhechora. Dios, mi madre y tú. Es el orden de mi vida, es la norma de mis actos. Amor, si te puedo llamar amor, vida, si te puedo llamar vida; cariño, si te puedo llamar cariño; Bella, si te puedo llamar Bella; yo, yo, yo, te amo.

Frank


Capitulo 3


   – Su disgusto acabó a los pocos días. Si algún efecto tuvo esta misiva en sus sentimientos, nunca me lo dijo con palabras. Solamente sus ojos dejaban notar, una que otra vez, algo parecido —-lejanamente al cariño.

Cuando salíamos, lo hacíamos con mucho cuidado. ¡No podíamos permitir que alguno de la universidad, profesor o alumno, nos viera juntos! En una universidad particular es muy fácil despedir a un docente. Además, no podía arriesgar mi reputación, tan valiosa para mí. Viajábamos solamente en taxi, ya que por mi carácter nervioso siempre tuve aversión a conducir vehículos. Cuando caminábamos por una calle céntrica, lo hacíamos separados por varios metros de distancia. Yo la amaba y ella no daba muestras de amarme de verdad. Solamente recibía mi ayuda académica y se dejaba querer. Alguna que otra vez, pasaba su mano por mis cabellos y me daba unos pocos segundos de ilusión. Una tarde, en mi oficina, le entregué el siguiente poema:

Tu amor es luz que no alumbra

Es mirada fría, es palabra helada

Yo te quiero y yo te amo

Pero tú no quieres y tú no amas

Continuaremos así

Hasta que el cielo oscurezca

Hasta el final de la historia

Hasta que tu amor en verdad nazca

O hasta que mi amor en verdad muera

Así entramos al tercer año de nuestra relación. Nuestros encuentros sexuales, aunque pocos, se hicieron ya encuentros completos. Pero siempre, al concluir, me reprochaba mi conducta. Lo hacía con tanta ira e indignación que, algunas veces, me hizo sentir como un vil aprovechador. Pero entonces llegó enero de 1998. Y nuevamente el retraso de su regla.

Tenía más de diez días de retraso cuando llegamos a un laboratorio de tantos, para el necesario análisis. Veinte minutos después un individuo de bata blanca nos entregó un sobre con un papel que decía: «Positivo».

—; ¡Te lo dije! —sollozaba ella cuando nos dirigíamos a tomar un taxi para enviarla a su casa—. ¡Este calor en las caderas y la agitación de mi pulso me lo revelaban! Dios mío, ¿qué haremos ahora? ¿Qué va a ser de mí?

——Yo siempre estoy y estaré a tu lado ——dije, sin saber bien lo que iba a hacer.

Yo la amaba. De hecho, yo deseaba el niño. Era un deseo insensato, desde luego. Una alumna embarazada, aunque adulta y bien adulta, puede destruir la carrera de un docente en una entidad privada. Sin contar con la reacción de su familia. ¿Cómo esperar comprensión de los patanes que ella tenía por hermanos? Pero, contra todo razonamiento, yo anhelaba ese hijo. ¿Cómo no iba a desear un hijo de la mujer amada? Cuando, a medianoche, ella me llamó por teléfono, traté de disuadirla de cualquier intención de abortar. Le hablé de los riesgos, de la terrible falta que entrañaba cortar la vida de un ser inocente. Pero solamente obtuve sus airados insultos,

Al día siguiente, me llamó desde una clínica y me exigió que fuese. Cuando llegué, ella tenía en la mano el resultado de una ecografía y un presupuesto. Yo debía pagar por el servicio de darle muerte a la criatura. Discutimos en el exterior, pero ella se mantuvo en su posición. Dijo que no podía ni debía tener al niño. Y entonces accedí. Y pagué, Aún recuerdo, como imágenes de la más siniestra pesadilla, a Bella recostándose en la camilla. A la supuesta obstetriz que hablaba con un sujeto pequeño en cuyo rostro no había rastros de piedad —¡rostro perfecto para aquel despreciable oficio—. La manipulación que la pareja de miserables efectuó luego en el cuerpo de Bella, usando unos temibles instrumentos metálicos. Los gemidos de mi amada y las lágrimas que, como doloroso río, caían de mi rostro y empapaban mis pantalones. Cuando terminó la terrible operación, la ayudé a vestirse, cogiendo su cabeza con temblorosa ternura que —yo lo sabía bien — no era correspondida. Sentí su odio en el silencio que guardaba cuando, a bordo de un taxi, la llevaba a mi casa para que reposara. Sentí su odio cuando, al final de aquel día espantoso y ya en la calle, camino a su casa, me dijo:

— Terminamos, Frank. Yo creí que estaba con un hombre responsable. «Tu edad me hizo suponerte maduro, prudente. Pero me has defraudado. Estoy malograda como mujer. ¿Tenías que hacerme esto? ¿Tenías que arruinar mi vida a cambio de ayudarme en mis estudios?

—Para ti es fácil calificar las cosas. ¡Tú no sabes lo que es amar! —le grité con desesperación.

—¿Amor? ¿Llamas amor a esto? Mancillar a una mujer no es amor. ¡El amor verdadero respeta y sabe esperar! El amor verdadero no rebaja a la mujer a la condición de objeto sexual.

—¡Tú lo has dicho! ——Exclamé—. ¡Amor verdadero! ¿Pero acaso lo nuestro es una relación de amor verdadero? ¡El amor verdadero va y viene! ¡El amor verdadero es amor de dos! ¿Cómo puede comportarse correctamente un hombre que ama a una mujer que no le corresponde y que le da algunos besos sin amor”? ¿Cómo podía yo esperar tranquilamente, si tú nunca me diste esa tranquilidad ¿Alguna vez me has presentado a tu familia, como enamorado tuyo”? ¿Alguna vez me has dicho que quieres casarte conmigo” ¿Qué he sido para ti? ¿Cómo se puede calificar a una mujer que besa a un hombre sin decirle nunca «te amo»?¡

Ella calló por unos minutos. Su odio parecía convertirse en tristeza indiferente. Con infinito cansancio concluyó:

—No, Frank. Todas las cartas están jugadas. Ya saliste de mi vida. No quiero verte más. He dependido demasiado de ti. Tu obra conmigo ha terminado. Ya no me ayudarás, pero tampoco me causarás más daño. Ya voy a completar los estudios. Ponme un once en tu curso. Con ese cursa terminaré la carrera. No te pediré nada más. A partir de Ahora, yo lucharé mis propias batallas.


Capitulo 4


Así era. Por un capricho del destino, tres años después de conocernos, ella volvía a ser mi alumna. Y justamente en el último curso de la carrera. Estaba matriculada en el primer semestre del año 1998, que iba a comenzar en aquellos días.

Se alejó de mí. ¡Cuánto dolor me embargó! Pero ya en medio de los pliegues del corazón sentía yo un tenue resentimiento contra ella. Por su egoísmo había truncado una vida, y yo era cómplice.

Sentía que mi vida había cambiado para siempre. Que nunca podría amar a otra mujer. Ahora, cuando repaso lo transcurrido desde aquel tiempo, puedo decir que es verdad. Que realmente nunca, ni antes ni después, pude amar a otra mujer. Mi amor por ella fue el canto del cisne, además, cuando recuerdo detalladamente aquel triste episodio de la precoz vida que palpitaba dentro de ella y que no llegó a ver la luz, muchas ideas cruzan por mi mente. Me pregunto qué habría ocurrido si, por algún impensado acontecimiento, aquel niño hubiese llegado a nacer. En medio de la actual soledad de mi vida, en algunos momentos me reprocho por no haber sido más fuerte aquel día. Un hijo de ella y mío hubiese sido la prolongación física de mi amor por Bella. Una prolongación que hubiese durado hasta el final de mis días. Entonces reflexiono y pienso que el cariño de los padres por los hijos tiene como principal característica la identificación del hijo con la persona amada, más que la mera conciencia del vínculo sanguíneo. En los hijos, los padres prolongan el amor que se tienen o se tuvieron.

Pero en otros momentos, acepto plenamente la racionalidad de la decisión de ella, pues su inflexible determinación evitó un escándalo que hubiese sido un caos para mí, apegado como soy a la honestidad y a la imagen respetable, pese a mis graves defectos.

Pasaron los días luego de aquel terrible hecho. A todo lo que había yo sufrido, se sumaba el tormento de no tenerla a mi lado. Me hacía falta escuchar su risa y sus críticas a veces excesivas sobre mi vestimenta, sus acertadas opiniones sobre la situación política del país, sus interesantes comentarios sobre algunos personajes públicos. Simplemente, me faltaba Bella.

El dolor ayuda a madurar, y yo reflexioné sobre todos mis actos. Me pregunté hasta qué punto tenía ella razón al echarme en cara el descontrol de mi amor. En mi autocrítica, llegué a culparme de algunas cosas. Un ingeniero docente y autor de libros debería actuar con prudencia en todas las acciones de su vida. Nunca debería causar daño a nadie, mucho menos a la mujer amada. Así me recriminaba a mí mismo durante aquellos días.

Y comenzó aquel primer semestre del año 1998, el último de Bella en la universidad. ¿Cómo explicar lo que sentí cuando la vi sentada en su carpeta, con la mirada baja y rehuyendo mis ojos? Sin embargo, no obstante, el pesar que me embargaba, su presencia era para mí el mejor estímulo del mundo. Hablaba para ella, explicaba pensando en ella y contestaba las preguntas de los alumnos dirigiéndome en mi mente a ella. Solamente a ella. En una ocasión, en medio de un examen que les tomé, nuestras miradas se cruzaron. Y entonces vi su sonrisa, como un relámpago que iluminó mi corazón. ¡Adorada sonrisa! Esa noche escribí para ella el siguiente poema, que en la siguiente clase le entregué doblado dentro de la hoja de su examen ya calificado:

Y sé muy bien que no estarás…

No estarás en la calle, en el murmullo que brota de noche

de los postes de alumbrado, ni en el gesto

de elegir el menú, ni en la sonrisa

que alivia el alma

ni en los libros prestados,

ni en él hasta mañana.

No estarás en mis sueños,

en el destino original de mis palabras,

ni en una cifra telefónica estarás

o en el color de un par de guantes o una blusa.

Me enojaré amor mío, sin que sea por ti,

y compraré bombones, pero no para ti,

me pararé en la esquina a la que no vendrás,

y diré las palabras que se dicen

y comeré las cosas que se comen

y soñaré las cosas que se sueñan

y sé muy bien que no estarás,

ni aquí adentro, la cárcel donde aún te retengo,

ni allí fuera, este río de calles y de puentes.

No estarás para nada, no serás ni recuerdo,

y cuando piense en ti pensaré un pensamiento

que oscuramente trata de acordarse de ti.

Y volvió conmigo un día en que, luego de llorar en silencio, me abrazó. Pero era yo más cauto que nunca. No quería irritarla. Al mismo tiempo, una voz interior me decía que todos mis esfuerzos serían inútiles, que Bella jamás me amaría de verdad. Que yo debía buscar en otra parte.

Terminó el semestre y ella terminó la carrera. Durante los siguientes dos años nos vimos una o dos veces por semana, mientras ella estudiaba cursos complementarios y trataba de abrirse camino en la profesión. En algunos momentos me parecía que su corazón se abría por fin. En una oportunidad caminamos mucho por las calles de San Borja, de noche, abrazados y con ella completamente indiferente al peligro de que nos viera algún conocido. Cierto que tal peligro ahora era menos preocupante, pues ya ella no era alumna de la universidad. Pero con todo eso, no dejó de regocijarme su delicioso abandono.

Su frialdad había disminuido, eso era verdad. Bella maduraba con el paso de los años. Además, un hecho me hacía reflexionar y considerar la posibilidad de que ella me amase: ¿acaso no había terminado ya la carrera? Ya no necesitaba la ayuda del profesor Frank para aprobar los cursos. ¿Por qué seguía conmigo? A veces me hablaba del hijo que habíamos suprimido, y sus ojos se humedecían. Pero además del enigma que era su amor o su desamor, estaba el tormento de los celos. Muchos jóvenes de su edad la deseaban. A veces, estando yo con ella, refugiados los dos en algún discreto restaurante, su teléfono celular sonaba y ella se apartaba para sostener misteriosas conversaciones. Yo no la interrumpía y casi no le preguntaba. Al terminar de hablar, me abrazaba y me daba un beso. Pero la voz interior que me decía: «busca en otra parte» era cada vez más fuerte.

¡Ironías de la vida! Yo sufría por los celos y me contenía, Pero una tarde, una secretaria de una empresa que yo asesoraba, una joven altísima llamada Verónica y que había mostrado una extraña inclinación por mi persona, insistió en que yo la invitase a cenar. Justamente aquella mañana llamo Bella por teléfono, y reaccionando ante lo que me dijo la colgué, había sido muy dura conmigo. Me había dicho que anhelaba tener un novio joven y buen galán con el cual poder pasear por toda Lima y además presentarlo a su familia. Así que yo estaba enfadado con ella y maldecía mis cadenas. Por tanto, acepté acompañar a Verónica. Quería conversar con otra mujer —cualquiera otra mujer y no pensar en Bella, siquiera por media hora. Pero ya en el restaurante, la muchacha coqueteó sin ningún reparo y me dio a entender, en la forma más clara del mundo, que me deseaba como novio. Hasta ahora es para mí un absoluto misterio lo que esa muchacha vio en mí. Esa joven altísima y guapa no usaba anteojos, pero sospecho que sufría de miopía, y todos los males visuales conocidos. A mí me divirtió mucho aquel suceso.

¡El veterano ingeniero y profesor Frank, inspirador de amores juveniles! Por supuesto que nada hice para aprovechar aquella oportunidad, inapreciable y soñada por cualquier hombre. Pero aquella velada inesperada tuvo consecuencias. Una ex-alumna de la universidad me vio cenando en tan buena compañía y, como un simple comentario acerca de un profesor, se lo contó a Bella.

Sorprendentemente, Bella lloró y me hizo una escena de celos. Me acusó de no amarla de verdad y ser un sucio aprovechador. No quiso verme más y se negaba a contestar mis llamadas. Cuando un día lo hizo, luego de más de un mes de silencio, me dijo que no la molestase pues estaba charlando con un amigo muy importante. Yo maldecía mentalmente a la risueña Verónica y me desesperaba por perder a Bella —¿alguna vez la había tenido realmente? En aquella forma tan estúpida. Le escribí la siguiente carta y se la envié por correo electrónico:

Bella, ¿es justo que uses un pretexto para alejarte de mí como lo estás haciendo? ¿No merezco una despedida formal, con una última mirada y un último «te amo» de parte mía, ya que no de tu parte porque nunca sentiste el deseo de decírmelo? No puedo decir que haya sido una buena decisión cenar con una muchacha coqueta. Pero, vida mía ¿cómo querías que me sintiese luego de las terribles y heladas frases que aquella mañana salieron de tus labios de miel, Tú sabes las cosas que me dijiste, no es preciso que te las repita.

Sé muy bien que no me amas. Sé que jamás me has brindado ni un solo latido de tu corazón. Sé que te ¿importo menos que el borde de una uña y que desde hace tiempo querías terminar. Creo que ni tú sabes bien por qué dices sentir celos, a menos que sea solamente para alejarte de mí con la careta de mujer traicionada. Pero no está bien que pienses que no soy honesto. Mi torpeza de ese día, al cenar con una muchacha risueña, cegado por mi amargura y mi dolor de hombre enamorado, ha hecho que dudes de mí, y eso no es justo. Siempre jugué limpio. Quiero que siempre lo recuerdes. Que sí la suerte no te acompaña, recuerdes que yo siempre fui tuyo y siempre soñé con hacer tu felicidad. Que en el futuro recuerdes que sí las cosas no pudieron ser, fue únicamente porque tú no quisiste que fuesen. Bella, ya solo te pido una despedida digna. Permíteme verte durante diez minutos para coger tu mano por última vez. Esto se acabó. Ya no te molestaré diciéndote que te amo. Saldré de tu vida para siempre y comenzaré por fin a luchar para que tú salgas de mi corazón. Será muy difícil, muy doloroso. Pero ¿acaso me queda otro camino? Sé que tú huyes de las responsabilidades, sé que te aterra madurar. Sé que quieres pensar que todavía tienes diecisiete años. Sé que en tu escala de valores son muy importantes los estereotipos, los pantalones jeans, los piropos de los muchachos guapos y la ambición de riquezas materiales. Sé también que presumes de un ateísmo sin reflexión. Con eso tratas de ser Jeliz. Es tu derecho. Yo no tengo ninguna atribución para Pedirte que cambies. Yo solo soy el hombre que más te ha amado siempre nada más. Y tú eres la única mujer que he amado en mi vida. Nada menos.

Permíteme verte por última vez. Aunque tú no tienes la obligación de concedérmelo, tú sabes que yo tengo derecho a pedírtelo. Te he amado sin reservas, olvidándome de mí mismo. ¿Sabes por qué? Simplemente porque es más fuerte que yo. Nada me ha podido defender de este sentimiento que ya casi ha destrozado mi vida. Despidámonos dignamente, te lo pido. ¿Alguna vez has sentido algo de aprecio por mí? Pues demuéstralo ahora. Esta tensión permanente en que vivo y que se ha exacerbado desde que comencé a amarte sin esperanza, me está dañando físicamente. Siento una presión en los oídos que me atormenta. Me es difícil escribir una simple nota manual. Parezco un tonto que no puede coger un lapicero sin que le tiemble la mano. Para mí la única forma de comenzar a luchar por mi curación es despedirme formalmente de ti. Terminemos de una vez. Pero terminemos de buena manera, con una última mirada y una última sonrisa. Hagámoslo pronto, Bella. Te lo pido por tu bien y el mío. ¡Nunca nadie será tan especial como tú! ¡Ojalá sintieses por mí la quinta parte de lo que yo siento por ti! Al diablo con todo el conocimiento del mundo. Lo que hay en mi corazón es energía pura. Es el sentimiento más sublime. — Alga que toda la ciencia del mundo no podría explicar. — Te ama más que a mí mismo. Pero este amor me está destruyendo, Ayúdame a luchar contra este amor, con una despedida, formal. Permíteme verte por última vez para mirarte a ojos y decirte adiós. Concédeme ese último deseo, amor mío.


Frank


Dos días después recibí este sorprendente mensaje suyo:

  • Nunca me has comprendido, Frank. No entiendes que diecinueve años de diferencia son una muralla demasiado elevada para salvarla con un despreocupado salto. Muchas veces he sentido que me odias por no mostrarte amor en la forma que tú quieres. Llegas al extremo de acusarme de fingir celos, como si mi corazón fuese de mármol y no de materia humana. Me juzgas por mis actos y por mis silencios. ¿No sería mejor que me juzgaras por todo lo que he hecho por tu causa? Eres tan ególatra que piensas que todas las mujeres que pasan por tu vida deben mostrar que se mueren por ti, Nunca has tratado de entender la feroz lucha que he tenido que librar todos estos años conmigo misma. Eres injusto al decir que he jugado contigo. Es cierto que tu amor obsesivo me abrumaba, pero también me enorgullecía y elevaba mi propia estima. No todas las mujeres han tenido la suerte de ser amadas sin reservas por un hombre brillante y con múltiples talentos. ¿Sabes que, en más de una ocasión, algunos compañeros de la universidad me dijeron que me habían visto contigo? Pues así fue. ¿Qué crees que habría hecho si, como una y mil veces me has reprochado, nunca te hubiese amado en absoluto? Indefectiblemente me habría apartado de ti. Pero no lo hice. Analiza y resuelve. ¿Sabes que muchas noches no he podido dormir, atormentada por el recuerdo del hijo que ambos desechamos? Pues así es. Tú, que estás habituado a destacar académicamente; tú, que sabes brillar así en números como en letras, resuelve este supuesto enigma: ¿te he amado o no te he amado? Yo creo conocer la respuesta, pero esta exige muchas palabras. Demasiadas. Más todavía, no pienso decírtela. Eres tú quien deberá resolver y salir de tu propia duda, Frank. Voy a decirte una cosa: cuando leas este mensaje estaré viajando a otra ciudad. Me voy al norte, lejos de tu asfixiante cercanía. Me voy a Andahuaylas para trabajar en una empresa privada. Quiero trabajar allí y poner orden en mi mente y en mi vida. Me has dañado mucho. Tu amor no ha sido puro. Tu amor no ha sido noble. Me has marcado para toda la vida. Adiós.

Así fue. Por las indagaciones que hice, supe que efectivamente se había ido. La cruel melancolía invadió hasta la última de mis células. Lima no era Lima si no estaba Bella.

Pasaron los meses y Bella no contestaba mis mensa electrónicos. Tampoco contestaba su teléfono móvil. Los celos me devoraban. Me la imaginaba caminando por las calles de Andahuaylas, del brazo de un hombre joven y apuesta. Me la imaginaba quizás ya comprometida, ya próxima al matrimonio. Después de todo, ya tenía veintisiete años. De una u otra manera, anhelaba saber de ella. ¡Cuántas ve al sentarme ante la computadora y abrir mi correo, temblaron los dedos al pulsar las teclas! ¡Cuántas veces al timbrar mi teléfono, sentí la ansiedad extrema que acompaña a la esperanza casi extinguida!


Capitulo 5


18 de abril del 2001. Una tarde

Al abrir mi correo electrónico, encontré por fin un mensaje d ella. Solamente decía: «Ven”. Me indicaba la dirección y nombre de una pensión en la ciudad de Andahuaylas.

Le escribí frenéticamente para saber más. Pero no contestó. Volví a escribirle en los cinco días siguiente pero no hubo respuesta suya. Las dudas me atormentaban ¿Me llamaba para darme su amor o, ya comprometida me convocaba para ser testigo de su felicidad y hacerme víctima de su desprecio?

Finalmente me decidí y compré mi pasaje para allá. Viajaría yo un viernes 29 de abril. Escribí un último mensaje tres días antes de mi viaje avisando la hora de mi llegada y la agencia de transporte que usaría. El viernes llegó. Antes de salir de casa revisé mi correo y no encontré mensaje alguno. Ella mantenía su silencio

  • Cogí mi maleta y salí para la agencia. Llegué, abordé el bus interprovincial y partí, en horas de la mañana. ¡Cuántos pensamientos turbaron mi mente durante el viaje! La esperanza y el temor me envolvían y se mezclaban. Esperanza de encontrar por fin el amor. Temor de hallar burlas y desprecio. Temor de ser objeto de un castigo injusto y desproporcionado. No miré el paisaje. No miré las montañas llenas de vegetación, no mire el atardecer, no miré los sombríos ni los árboles de Ayacucho, solamente esperaba el final de mi viaje.

Cuando por fin el ómnibus llegó a Andahuaylas y se internó por sus calles con rumbo a la agencia en donde bajaríamos, recé una oración. Para bien o para mal, mi sufrimiento debía terminar. Ya en aquellos meses la enfermedad, probablemente latente desde mi niñez, había comenzado a manifestarse con más fuerza y atacaba con zumbidos en los oídos y leves mareos, dolores de hombros y sensación de dureza en las manos. Mi permanente estado de tensión por el amor o el desamor de Bella la había desencadenado. Así lo creo hasta hoy. Por eso, cuando ya el vehículo se detenía ante la agencia y los pasajeros nos disponíamos a bajar, recé una vez más. El calvario de mi amor debía terminar, por mi salud y por mi vida. Así lo pedí al Creador quien quiera que fuese.

Descendí del carro, con mi maleta en la mano, mirando a mi alrededor. Solamente vi a los eternos vendedores, ofreciendo sus mercancías con toda la fuerza de sus pulmones. Ya oscurecía. Salí a una amplia avenida y caminé por ella con lentitud. Quería sentir la presencia de Bella en la ciudad. Quería encontrar algún rastro suyo en el paisaje y en el aire mismo de la misma Andahuaylas.

Durante el viaje, yo había estudiado un plano de la ciudad. Ahora mi intención era llegar a la plaza de armas de Talavera allí hasta que anocheciera por completo, para entonces dirigirme a la pensión que Bella había indicado en su mensaje.

Mientras caminaba, mantenía atentos los sentidos, conocedor de los peligros que acechan para un forastero que lleva una maleta. Al entrar a una calle estrecha y solitaria, aumenté mis cuidados y apuré un poco el paso, al tiempo que sujetaba con más fuerza mi equipaje. Pero entonces sentí un brazo que me envolvía el cuello con fuerza y me hacía casi caer.

Reaccioné y me libré de aquella garra, al tiempo que giraba con violencia, para ver ante todo cuántos eran mis atacantes. — Pero entonces la vi–. Eran sus ojos. Eran su risa y su sonrisa. Era ella. Era Bella quien me había cogido del cuello y luego, a dos pasos de mí, me observaba con una expresión que yo nunca le había visto antes. Su mirada me lo decía todo. Me miraba con amor. Sí, no podía ser otra cosa. Ahora sí, por fin y para siempre. Era el amor verdadero que por fin había nacido, crecido y echado raíces fuertes. Dejé mi maleta en el suelo y la abracé. Me abrazó. Nos abrazamos.

Me miró fijamente a los ojos y pronunció mi nombre lentamente, como saboreando cada sílaba y cada letra, y yo pronuncié muchas veces el suyo. No me importó que algunos transeúntes nos mirasen. La oprimí fuertemente y sentí en su pecho el temblor que tanto había yo esperado y que es tan grato en la mujer amada. El timbre de su voz y sus gestos seguían proclamando su rebeldía, pero su mirada y su estremecimiento me decían que ya me amaba. Y entonces me lo dijo también con sus palabras. Me dijo que me amaba. La besé con la emoción de un adolescente.

Mientras la levantaba en mis brazos y daba vueltas con ella, le susurraba al oído algunos fragmentos de aquel tema musical «Te amo de Alexander Acha», que el cantante mexicano:

Te amo

Más que a un nuevo mundo, más que a un día perfecto

Más que a un suave vino, más que a un largo sueño

Más que a la balada de un niño cantando

Más que a mi música, más que a mis años

Más que a mis tristezas, más que a mis qué haceres

Más que a mis impulsos, más que a mis placeres

Más que a nuestro juego preferido

Más que a un largo viaje, más que a un rubio campo

Más que a tu pureza adornada de errores

Más que a tu alegría, más que a tus colores

Más que a tu sensualidad que crees que escondes

Más que a nuestro beso primero

Más aún que esto, te amo



Capitulo 6


  – A la mañana siguiente, despertamos abrazados en una habitación de un hotel de las afueras de la ciudad. Ella era mía por fin, por completo y sin reservas.

—Las nubes desaparecieron de mi mente, Frank —me dijo—. No creas que recién ayer comprendí que no puede haber otro hombre para mí que no seas tú. Todos estos meses he estado leyendo tus mensajes de Internet y te he estado contestando. No te remitía mis contestaciones, pero sí escribía mis respuestas. Sí, te he estado contestando en un cuaderno. Míralo.

        -Me entregó un cuaderno grande, lleno de cartas para mí. Una por cada mensaje que yo le había enviado. En ellas me contaba cómo iba tomando fuerza la certeza de su amor, En ellas escribía que un día estaríamos juntos y ya no habría separación,

    ¡Ahora eres mía le dije! Amarte todos estos años no ha sido el paraíso, Bella. Ha sido un camino erizado de crueles espinas que dañaron mis nervios y mi salud. Pero espero que desde hoy todo sea distinto. ¡No pretendo que seas un ángel de dulzura! Tampoco quiero que seas Un demonio. Solamente quiero a mi Bella, mi negra con sus virtudes y defectos, Quiero que sigas siendo como siempre fuiste. El único cambio que deseo, es que desde hoy seas siempre mía y nunca dejes de serlo.

           -Ella acarició mis cabellos con una reposada ternura que me supo a gloria. Por fin era una mujer segura de sus sentimientos. Todos mis esfuerzos de aquellos años encontraban por fin su recompensa.

      ‘’Si’’, soy tuya y tú eres mío. Te amo, Frank. Desde ahora estaremos juntos. Contigo son hermosas hasta las discusiones. Viviremos juntos y un día repararemos nuestro pecado. Tendremos un hijo, tuyo y mío. Un hijo que mezclará tu sangre y la mía. Un hijo que será brillante como su padre y un poco alocado como su madre. La vida necesita algo de locura, para que merezca ser vivida.

      Hicimos todos los planes del mundo. Iríamos de inmediato a Lima y me presentaría a sus hermanos, los inmaduros, que ya habían leído mis libros y expresaban cierto respeto por mi persona. Luego viajaríamos a la provincia en donde vivían sus padres y yo pediría formalmente su mano. No tenía problemas con el trabajo porque su contrato ya había terminado y aún no lo había renovado ni lo haría ya. Quiso presentarme a algunos de sus amigos y amigas de la empresa, pero yo, reservado como siempre, la convencí de que no era lo más adecuado. Durante aquel día sábado solamente nos dedicamos a efectuar algunas compras y preparar su equipaje.

      Al día siguiente, muy temprano, partimos de Andahuaylas. Por una última medida de precaución, nacida de mis acostumbrados escrúpulos, viajamos en asientos separados. No quería que alguno de sus conocidos de la ciudad la viese y contase luego que un hombre mayor había venido a buscarla y se la había llevado. Era el domingo 22 de abril del 2001.

      El bus estaba lleno, pero era muy cómodo. Tenía asientos muy bien acolchados y frescos. Bella estaba sentada tres filas delante de mí. Yo la miraba con amor, y ella volvía de rato en rato la cabeza, para regalarme una sonrisa o enviarme furtivamente un beso volado.

      En Ayacucho los pasajeros bajamos un rato para tomar el almuerzo y estirar las piernas. Bella y yo entramos a un pequeño Restaurante y el olor a pescado de la ciudad nos dio tema para una amena charla. Como siempre, conversar con ella era todo un regalo de la vida. Sus comentarios eran agudos y su cultura se había ampliado notablemente en aquellos años. Reímos mucho.

      Luego de media hora, nuestro vehículo siguió el viaje. Caía la tarde y la pesadez del almuerzo nos aletargaba. Bella dormitaba en su asiento y yo, también amodorrado, cerraba mis ojos por momentos. Así pasamos, acercándonos a Lima. Allí nos esperaba la felicidad.

      De pronto, un fuerte impacto remeció al bus y el mundo entero dio un vuelco. Abrí los ojos de golpe y las cosas comenzaron a girar ante mi vista. Los gritos de los pasajeros me aturdían, mientras trataba de sujetarme de una de las rejillas portaequipajes. Sentí varios atroces golpes en todo mi cuerpo, excepto en la cabeza, la cual trataba de proteger con mis brazos. No sé cuántas vueltas dimos, hasta que el vehículo se detuvo en la pendiente arenosa. Era el maldito que nos llamaba a la muerte, con el mar como testigo.

      Reaccioné de mi aturdimiento y busqué a Bella. Ella no estaba dentro de la carrocería. Los cristales de casi todas las ventanas del bus estaban pulverizados. Salí por una de ellas. Sentía varias heridas en mi cuerpo y la sangre que enrojecía mi ropa. Pero no me importaba. Tenía que encontrarla. Tenía que salvarla. Mis manos y pies se hundían en la arena de aquella peligrosa pendiente, mientras abajo el mar observaba mi lucha. Miré en todas direcciones, mientras escuchaba los alaridos de la gente. Yo también gritaba y mi voz era la de un enajenado mientras la llamaba, sin obtener respuesta.

      Pero entonces la vi. Estaba tendida en la arena, con los pies que parecían apuntar hacia la carretera que estaba más arriba, y la cabeza que señalaba hacia el mar que estaba más abajo. Estaba a unos veinte metros de mí, pero esa distancia me pareció entonces infinitamente grande. Me arrastré con desesperación, tiñendo la arena con mi sangre, y llegué hasta ella cuando las fuerzas ya casi me abandonaban.

      La cogí de los hombros, pero no respondió a mi contacto. Le tomé el rostro, pero no abrió los ojos para mirarme. Grité su nombre en su oído, pero sus labios no se abrieron para decirme que estaba bien y que íbamos por fin a estar juntos. No habló para pronunciar mi nombre. No habló para decirme otra vez que me amaba. No habló nunca más. Se había ido. El amor de mi vida se había ido para siempre.

      Levanté mis debilitados brazos al cielo y grité su nombre como jamás lo había hecho antes y como jamás podría gritar después. Mi grito se perdió en el viento, en el mar que me miraba compasivo, en los cerros de arena que acorralaban la angosta pista de aquel siniestro hecho.

      No pude soportar las heridas ni el dolor del alma. Perdí el conocimiento y desperté dos días después en un hospital de Lima. Cuando salí, luego de enfrentarme a la enfermera y enviar a los médicos al demonio, me fui en un taxi a mi casa e hice por teléfono todas las indagaciones posibles. Bella ya había sido sepultada en el cementerio El Ángel. Me fui inmediatamente hacia allá. Una idea febril había nacido en mi mente y una resolución me impulsaba. Un propósito que debía cumplir.



                                                                     Capitulo 7


      Entré al camposanto y llegué ante el nicho en donde reposaba mi amor. Mi esperanza se vio fortalecida, pues uno de los nichos de los costados estaba desocupado. No podía perder tiempo llorando. Después tendría tiempo de sobra. Lo que yo pensaba hacer no podía esperar. Dejé un ramo de rosas para Bella y corrí a buscar la información que me interesaba.

      Hablé con los funcionarios del cementerio. La cosa no era sencilla, pues el nicho vacío que me interesaba y que yo quería comprar, ya tenía dueño. Había sido adquirido, un año atrás, por un comerciante que vivía en la alejada localidad de Nazca. Pero eso no podía detenerme. Al día siguiente viajé, busqué al propietario y lo convencí ofreciéndole más del doble del precio original. Hicimos todas las gestiones necesarias para la transferencia y luego de dos semanas el nicho vacío pasó a ser mío. Recién entonces me tranquilicé un poco y pude visitar a mi amada Y llorar con algo de sosiego, ‘’Su muerte nos había separado pero la mía nos uniría’’.

      Desde entonces he vivido cumpliendo mis labores a la medida de mis posibilidades, pero también esperando He dado a mi hermano todas las instrucciones necesarias. Confió en él, pues además de ser un hombre de buen corazón, sabrá retribuir el beneficio que recibirá al hereda todos mis bienes,

      No necesito hacer nada para que las cosas se apresuren Simplemente dejo que la extraña enfermedad nervios que me aqueja haga su trabajo y destruya lentamente mí organismo, Ya no lucho contra la enfermedad, aunque ha de hacer creer lo contrario a mis médicos. He abandonado lo concentrados de pescado y manzanas verdes. Ya no tomo las pastillas. Ya no tomo los comprimidos los relajantes musculares. El día que espero llegará, y reposaré donde deseo reposar. Los dolores de cabeza son cada vez más intensos y el lapicero ya solamente lo puedo usar para firmar. “Todo lo que escribo, lo escribo únicamente con la computadora. A las puertas de mi final, no puedo arrepentirme de haberla amado. No puedo arrepentirme de haber hecho todo por ella. Ha sido y es mi destino. ¿Cómo se puede luchar contra él? ¿Alguien puede?

      Frank H, Lima, julio de 2004.

      Esta es la historia dejada por mi buen amigo, el fallecido profesor Frank. No he cambiado ni una sola letra. Pero debo añadir que hace poco decidí visitar su tumba. Lo hice, y comprobé que sus deseos se han cumplido. Está sepultado en el cementerio El Ángel, en un nicho que tiene al lado otro nicho adornado exactamente igual, con nombre de mujer y con fecha de fallecimiento del 22 de abril del 2001. El nombre no es Bella, pero no puede ser otra. Los tiestos para las flores, de un diseño poco común, son idénticos, y las rosas que hay en ambos tienen tallos exageradamente largos. Dos de ellas se unen con un lazo rojo muy sutil, hecho con lo que al parecer es un hilo de seda. Es una especie de comunicación entre ambas sepulturas. Conversé con el cuidador de aquella parte del cementerio. Me dijo que, una vez al mes, un señor muy alto y de aspecto distinguido se acerca para cambiar las flores y reparar el lazo. Además, me dijo que algunas noches, al hacer su ronda habitual y pasar delante de ambos nichos, le parece oír risas y frases de cariño. Ese modesto trabajador dice que nunca ha visto tanto amor entre dos muertos.

        «El amor es lo único que somos capaces de percibir que trasciende las dimensiones del tiempo y el espacio’’

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