En la noche después de un arduo día de trabajo, alrededor de la crepitante fogata, se coloca la olla de frijoles con carne de cerdo para que todos puedan comer un poco y reponer fuerzas, antes de dormir unas cuantas horas para continuar con el arreo que los tiene a todos en esa región en medio de la nada, totalmente agreste y a merced de los peligros que la naturaleza tiene reservada para todos y cada uno de ellos. A lo lejos se escucha el aullar de un coyote de la pradera, y después del caluroso día en esa zona desértica, se abre camino una de las noches más frías que pudieron vivir cada uno de los vaqueros de esta historia.

Esas escenas y otras muchas más mantenía en su mente Manuel, un peón de la finca de Don Joel, el ganadero del pueblo, allá por el oriente del país de la eterna primavera.

Mientras Manuel limpiaba los carretones donde movilizaban algunos terneros para los diferentes corralones, Meme soñaba con esas historias de vaqueros a caballo en el lejano oeste americano, vestidos con sus sombreros de ala ancha y no la gorra rota que él tenía para cubrirse del sol abrasador mientras barría toda la bosta y la metía en sacos para luego ser vendida como materia prima de fertilizante natural.

Es tan distinto el oeste pintado por Hollywood al oriente de nuestra Guatemala, aquí no tenemos apaches que amenacen nuestras vidas ni pueblitos pintorescos donde pueda entrar a la cantina a pedir un güisqui. Aquí, Manuel va y viene en la parte trasera de un camión, en lugar de un caballo, reuniendo a las vacas y terneros de un lado a otro, va con doña Chonita a comer unas tortillas con frijoles, queso y chiltepes cuando tiene hambre y por las noches debe conformarse con ver las estrellas a las afueras de la covacha donde duermen varios de los peones de la finca.

Eso sí, el trabajo abunda y no da descanso como se ve en las películas del viejo oeste, atraviesa el oriente chapín de cabo a rabo mas de mil veces, llevando y trayendo encargos para el patrón de la finca, Manuel logra su jornal cada viernes al final del día para llevar algo de dinero y comida a la casa de su madre por ahí en un caserío perdido de la buena voluntad del creador; cuando le es posible, lleva un costal de frijol o de maíz que trae de algunos de los muchos mandados que hace al pueblo y al caer de una estrella se consigue, solo Dios sabe cómo, unos pollos para engordarlos y sacrificarlos después en la casa de su madre.

Así de tranquila y pacifica transcurre la vida de nuestro vaquero guatemalteco, Manuel en la finca de don Joel, uno de los hombres más poderosos de la región.

El muchacho al crecer un poco, a lo mejor a sus quince años, otros jornaleros de la finca empezaron a enseñarle a manejar el camión donde él se transportaba, para que ayudara más y así pudiera ganar unos centavos extras. Memito, como le decían algunos, a puras penas alcanzaba bien los pedales de semejante armatroste, pero aprendió diligentemente todo lo que los más viejos peones podían enseñarle. Para su cumpleaños, entre todos los peones de la finca le reunieron dinero para darle de regalo un sombrero de paja, como el que usaban los adultos, porque todos sabían de las ilusiones y las imaginaciones de Manuel con los vaqueros de los “yunais” como decían ellos.

Manuel se le saltaban los ojos de ver el sombrero, parecía según él, al que le había visto a John Wayne en sus películas y hasta mejor porque ese era suyo. Ahora si parecía un vaquero de a de veras, decía, aunque en lugar de las botas vaqueras usara botas de hule o caites en los días de extremo calor…

En la temporada de lluvias, en medio de una torrencial tormenta, Manuel fue llamado por uno de los capataces para hacer una encomienda. Al parecer, el patrón, Don Joel, estaba varado en el pueblo porque su carro se había descompuesto y, los otros peones estaban muy ocupados reparando algunos alambrados que la tormenta había tirado.

A pesar de su corta edad y por supuesto de no contar con licencia de conducir, Manuel era la última opción de enviar el camión al pueblo para traer de vuelta al patrón. Así pues, se alistó el vaquerillo de juguete, se puso su sombrero, sus botas de hule y una su camisa que le había arrancado las mangas para que se le viera como chaleco al más puro estilo vaquero de Texas, aunque estaba en medio de Rio Hondo. Se encaramó a la bestia de hierro y la encendió, dejando que el viejo motor calentara, como le habían enseñado a hacer. Poniendo mucha atención a las indicaciones del capataz de como llegar al pueblo y, sin ser muy “shute” debe encontrar a Don Joel para traerlo de regreso a la finca; no debe entablar mucha plática con él, porque era una persona muy delicada, le decía el capataz. Manuel estaba emocionado y a la vez aterrorizado, el conocía al patrón de lejos, en realidad nunca había entablado una conversación con él para nada y él por supuesto que no sabía de su existencia.

Cruzaban los cielos los relámpagos, para dejar el camino al terrible trueno, parecía que se estaban cayendo los cielos a pedazos y que era el fin del mundo tal y como lo conocíamos, una lluvia tan intensa que las tierras secas de oriente pronto se convirtieron en lodazales y las carreteras casi desaparecían a la vista.

Así inició su camino Manuel, el vaquerillo valiente de juguete que, sin imaginárselo, estaba emprendiendo la aventura de su vida…

A pocos kilómetros de haber iniciado su travesía, se encontró con un tronco derribado por un rayo y bloqueando el camino, así que Memito, muy audazmente se salió del camino para rodear el obstáculo, casi con una nula visibilidad, logró retomar el sendero, la lluvia no cesaba y hacía que cada kilómetro fuera agotador para el aun inexperto conductor de las praderas. Pasando por los potreros del ganado, logró observar que estaban aun debajo de aquellos aguaceros algunas cabezas de ganado, esas reses si permanecían en ese lugar lo más seguro era que morirían, ya sean alcanzadas por un rayo o simplemente atascadas entre el fango que les había formado casi hasta la panza, haciendo muy difícil que se puedan mover.

Manuel, sin pensarlo mucho, detuvo el camión, sacó un lazo de detrás del sillón del pasajero y saltó al lodo. Caminó y se arrastró hasta llegar a las vacas que había visto, las ató y las empezó a halar para llevarlas al sendero, después, como estaba solo en medio de la nada, no podía montarlas al camión, pero las amarró detrás de este para llevarlas despacio hasta un lugar seguro. Esto por supuesto que le tomó varias horas y ya estaba anocheciendo, encontró un galpón a las afueras de la finca donde dejó a las vacas que parecía que le daban las gracias por salvarlas con sus mugidos.

Al ver Manuel que había perdido varias horas con esto, dispuso manejar sin descanso para llegar al pueblo lo antes posible con el patrón, sabiendo que, de seguro, se ganaría una reprimenda por tardarse tanto en llevar a cabo sus órdenes.

A las afueras del pueblo, a unos diez kilómetros aún, Manuel a eso de las 3 de la mañana quizá se encontró con unas luces sospechosas que le seguían. El astuto muchacho apagó las luces del camión y se salió del camino nuevamente, esperando ver de quien se trataba. Enmedio de aquella noche tan oscura después de una tormenta apocalíptica, que envolvía solo negrura y una tenue luz de luna entre nubes que parecían bailar en los cielos negros, sin decir una palabra estaba Manuel, tratando de ver que ocurría a su alrededor. Totalmente desarmado por supuesto, solo alcanzó a sacar lentamente de en medio del camión un machete oxidado que no dudaría en usar si era necesario el vaquerito valiente, para defender la propiedad de su patrón y su propia vida.

Al ver a través del sucio vidrio de la cabina del camión, pudo observar a tres hombres que llevaban un carretón de los usados para transportar caballos, como por obra del destino y broma del universo, el remolque se atascó a unos metros de donde estaba Manuel y los tres hombres estaba tan eufóricos tratando de moverlo que no se percataban del camión que estaba a las orillas del camino unos metros atrás. Lo extraño de todo esto era que esos hombres estaban con pañuelos que les cubrían el rostro, una señal universal en el mundo de los vaqueros que eran unos bandidos.

Manuel al ver esto, de inmediato se da cuenta que debe actuar, pero no sabe qué hacer. Ellos son tres y deben estar armados, él es solo un entelerido muchacho con sueños de vaquero y que ha visto demasiadas películas del oeste americano.

Esta casi por amanecer y la ventaja de la oscuridad se disolverá al llegar de la aurora, Manuel sale del camión despacio, sin hacer un solo ruido. Logra llegar al remolque donde logra distinguir al caballo pura sangre del patrón que esos bandidos sin duda tratan de robar. Escucha como salen nuevamente los tres truhanes bandidos del todo terreno que llevan y entonces Manuel se esconde debajo del remolque para no ser visto. Desde abajo, fragua un plan para liberar al caballo y apresar a los ladrones…

Rompe la punta del machete y la deja semi enterrada en el lodo, al salir los ladrones uno de ellos piza la punta del machete, atravesando sus botas de hule e hiriéndolo. Los otros dos la ver y escuchar los gritos de su cómplice, se descontrolan, pensando que han sido descubiertos. Discuten entre sí, lanzando maldiciones y, por supuesto, estos canallas se apresuran a abandonar al cómplice herido, desenganchan el carretón, para emprender la huida, pero Manuel igual a logrado romper la manguera de combustible del todo terreno.

Después de avanzar unos pocos metros, este se queda varado, los bandidos, se ponen como locos, discuten dentro del vehículo y se escucha un fogonazo. Manuel a todo esto ya está preparado, agazapado detrás del todo terreno, sin que lo vieran, al salir el bandido con el arma, Manuel se abalanza en su contra con lo que queda del machete, directamente lastimándole la mano y así soltó el arma.

Luego amarró a los tres, con el mismo lazo que había salvado a las vacas horas antes, y abriendo las puertas del remolque, dejó salir al caballo y encerró a los malhechores. Estando los tres heridos, Manuel dispuso que los dejaría encerrados e iría al pueblo por ayuda médica y la policía, el noble animal, se quedó ahí, sin moverse, como sabiendo que Manuel lo necesitaría.

En joven vaquero, regresó al camión, pero este no arrancó. Lo intentó muchas veces Manuel y nada. Entonces volteó para ver al corcel, pero no tenía silla de montar ni nada, pero él había aprendido hace mucho tiempo viendo sus películas de vaqueros a montar a pelo. Manuel no era un desconocido para el caballo, siempre que podía desde que llegó a la finca, lo llegaba a visitar al potrero, le llevaba a veces una su zanahoria o una manzana.

El noble animal lo recordaba bien y parecía que tenía conciencia de la situación, fue muy dócil, aunque en realidad no era esa su naturaleza; Manuel pudo montarlo y aunque resbalaba al principio, poco a poco fueron tomando confianza ambos, galoparon esos últimos kilómetros al pueblo como una sinfonía perfecta que hubiera sido la escena perfecta de una película de vaqueros…

Al llegar al pueblo, todos reconocieron a la cabalgadura de Manuel, muchos se reunieron en la plaza del pueblo y ayudaron al muchacho a desmontar el hermoso animal. ¡qué haces muchacho con este caballo? Decían muchos, ¡Don Joel te va a matar muchacho por tomar su caballo favorito! Decían otros…

Necesito hablar con Don Joel y con el jefe de la policía por favor, decía a gritos el pequeño vaquero, entonces llego Don Joel, con esa cara de que alguien debe pagar por lo que está ocurriendo.

Enmedio de los primeros gritos del finquero, se asomó el jefe de la policía, entonces, aun viendo que su patrón quería descuartizarlo, Manuel se volteó a hablar con el jefe de la policía. Necesito decirles todo lo que pasó a ambos, dijo, callando así a su patrón el minúsculo vaquerillo…

Para el asombro de todos los curiosos, los tres interesados, entraron a la comisaría del pueblo, luego de unos minutos, salió un par de agentes de policía, se montaron a una vieja patrulla y encendiendo la sirena se dirigieron por el camino en el que Manuel había llegado hace unos minutos. Después de unas horas, llegaron los policías con los tres malhechores que al verse sin más salida y adoloridos por sus heridas, confesaron todo.

Manuel, dirigiéndose a don Joel, le pidió disculpas por atrasarse para irlo a recoger al pueblo, pero al inicio de su travesía, no podía dejar tampoco las vacas morir en medio de la tormenta y luego se encontró con los bandidos por pura casualidad.

Don Joel, sin decir media palabra, saco un su puro, lo encendió y casi ahogó con una bocanada de humo al muchacho. Tenes mucha razón voz patojo, dijo el finquero, viniste tarde y te montaste sin permiso al mejor caballo que tengo, algo que ni yo hago. Manuel estaba cada vez más pequeño, como encogiéndose con cada palabra que escuchaba. Pero también es cierto que salvaste a varias de mis vacas de morir, que atrapaste voz solo a tres ladrones y rescataste al mejor caballo de mi finca, así que, Manuelito, lo único que puedo hacer con voz es estar agradecido.

Manuel no podía creer lo que estaba escuchando, el patrón decía su nombre y lo estaba felicitando, a él que nadie pensaba que podía hacer bien su trabajo y que todos pensaban que tenia la cabeza en las nubes…

Pídeme lo que quieras, patojo, que te lo has ganado, concluyo el potentado finquero sus palabras.

De estos acontecimientos han pasado ya varios años, y del joven vaquerillo de juguete pues ya no queda mucho que digamos, ahora es un octogenario que cuida a los caballos en la finca de los nietos de don Joel, estos, sabiendo la historia de Manuel y su abuelo le mandaron a construir su propio ranchito, para que este más cómodo el viejito, tiene ahí en el cuarto principal de su jacal, varias fotografías de él montando diferentes caballos de la finca, algunas en los desfiles hípicos más importantes de nuestra bella Guatemala y un sombrero vaquero tejano y unas botas vaqueras casi nuevas que ya hace años no usa, porque son más cómodos los caites los días de calor del Oriente guatemalteco.

FIN

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS