En una fría y silenciosa noche, Ricardo caminaba de regreso a su casa luego de un largo día de trabajo. Su única compañía eran sus propias pisadas, que retumbaban en las solitarias calles de su barrio. Sin embargo, luego de un rato caminando, Ricardo comenzó a notar que sus pasos no eran los únicos que se escuchaban. Pensando que se podía tratar de un asaltante, Ricardo tomó valor y comenzó a correr lo que quedaba de cuadras. Con alivio, pudo divisar a lo lejos la luz de su casa, y en un abrir y cerrar de ojos se encontraba jadeando, pero a salvo dentro de su hogar.
Más tranquilo, Ricardo notó que la corrida le había hecho sudar, por lo que se dirigió al baño para darse una merecida ducha. Se encontraba quitándose la ropa, cuando un escalofrío viajó por toda su espalda, haciendo que su piel se erizara hasta tal punto del dolor. Extrañado, Ricardo observó la ventana del baño, la cual estaba cerrada. Estaba a punto de girarse para ver si había dejado la puerta del baño abierta, cuando todos sus sentidos se enmudecieron. En ese momento, el tiempo se detuvo, su respiración se detuvo, sus movimientos se detuvieron. Ricardo observó en el reflejo del espejo la figura oscura de una mujer. Sus ojos, desafiantes y pútridos, le devolvían la mirada. Donde se suponía que debía estar su boca, un par de jirones de piel muerta le ofrecían una macabra sonrisa.
Ricardo, entonces, entendió que nunca había escapado de aquello que había decidido perseguirlo.
Días después, varios compañeros de trabajo de Ricardo se quejaban sobre las constantes pisadas que corrían por su oficina. Sin embargo, más temprano que tarde se dieron cuenta que eso no podía ser posible, porque Ricardo hacía días que no aparecía por el trabajo.
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