«¿Qué destino aguarda a aquellos que se atreven a desafiar el curso establecido de los acontecimientos? En un mundo donde el arte y la historia se entrelazan, existen misterios ocultos en cada pincelada, en cada lienzo perdido en el tiempo. Acompáñame a explorar los límites entre lo posible y lo imposible, a caminar por los jardines de la imaginación, a explorar los laberintos de los sueños y las pesadillas».

Mientras no soy un coleccionista en el sentido tradicional de la palabra, tengo una gran afición por el arte pictórico. A menudo visito galerías y tiendas, y cuando encuentro un cuadro que me interesa, comienzo una investigación. Inicialmente, me dirijo a los encargados de vender las obras, y si ellos no pueden proporcionarme la información, recurro a alguno de mis libros de historia del arte que tengo en mi biblioteca. Aunque puede no ser el método más ortodoxo para aprender sobre el arte, me resulta muy interesante.

¿Quién no ha sentido cierta intriga al contemplar «La Mona Lisa» de Leonardo da Vinci? Aunque hoy existe una teoría que parece más certera al identificar a la modelo como la esposa de un banquero llamado Francesco del Giocondo, esa presunción no levanta completamente el velo ya que hay otras teorías al respecto. Eso es lo que me atrapa.

Hace dos días, mientras disfrutaba de mis vacaciones en Lima, decidí dar un paseo por la ciudad y visitar su casco histórico. Al pasar por una tienda que, aunque su fachada no estaba muy cuidada, guardaba una interesante cantidad de artículos, vi una pintura que despertó mi interés.

Según el vendedor, el autor de la pintura “fue un testigo ocular de lo que pintó”.

Sin embargo, las fuentes no son muy confiables al respecto.
Primer tema de indagación: Joaquín de Gandia. El intento no arrojó muchas direcciones. En su mayoría daban por separado este nombre. Sólo una hablaba, y muy brevemente, de la persona que me interesaba.

«Joaquín de Gandia fue un soldado español que sirvió primero a Hernando Pizarro y luego a Francisco, el hermano de este. Se desconoce el lugar y fecha de su nacimiento, pero, por algunas crónicas muy antiguas, se cree que era muy joven cuando los hermanos Pizarro partieron hacia el Nuevo Mundo en 1530. Solo se conoce una pintura que se le atribuye en estas crónicas y que, según una tradición, se titula «Al amor prohibido». Las mismas crónicas aseguran que el tema de la pintura fue inspirado por un hecho dudoso en términos históricos del cual él se declaró testigo ocular».

Estando lejos de mi hogar y con tres días más de vacaciones por delante, no podía acceder a mi biblioteca. Así que decidí adelantar el tiempo haciendo uso de Internet. Regresé al hotel, guardé celosamente la pintura como si se tratara de una obra maestra -quizás lo era, pensé-, y bajé nuevamente a la avenida. A pocas calles encontré un lugar con ordenadores y conexión a Internet y me sumergí en la búsqueda.

Hallé un Sitio que hacía la referencia, pero que carecía de más datos. Así que otra vez a bucear en el explorador. Esta vez, coloqué el nombre de la pintura, e increíblemente, la búsqueda fue fructuosa. En un Portal dedicado a obras pictóricas raras, hallé una historia sorprendente. Bajo el epígrafe: “Al amor prohibido”, decía textualmente:

“Obra del siglo XVI, adjudicada a un joven soldado español, llamado Joaquín de Gandia.
Documentos de la época indican que este soldado habría sido testigo de un hecho que tuvo por protagonista a otro joven militar, amigo y compañero suyo. El nombre de éste era Francisco Linares, y ambos habrían llegado a tierras americanas en tiempo de la conquista, a las órdenes de Hernando Pizarro. El mismo Joaquín, relata en su diario:

“Cuando Francisco la conoció, supe inmediatamente que las cosas se pondrían mal para ellos.
Aquí hay muchas leyendas, y se habla de multiplicidad de dioses. Francisco estaba dispuesto a desafiarlo todo por amor a ella. Su nombre es Amankaya, que en la lengua indígena
(1) según pude saber, significa ‘Flor de azucena’. Acepto que el nombre hace honor a quien lo posee, porque la bella delicadeza de esta indígena cautivaría el corazón más recio.
Su cabello es negro. Viste túnica blanca, larga, sin mangas, y ceñida por una ancha faja.
Lleva también una especie de capa, sujetada por dos alfileres de plata. Tiene una mirada intensa y penetrante. En esos primeros días, no la vi sonreír. 

Francisco quería llevarla con él de regreso a España, pero era un plan imposible. Se lo dije, y como era de suponer, no me quiso escuchar. La muchacha pertenecía a un grupo que aquí llaman Akllas (2), una especie de escogidas. Pude saber que algunas de estas mujeres se las recluye para que sirvan como sacerdotisas en el culto que dan al Sol; otras sirven como concubinas del rey, y otras son entregadas a los nobles con los que el rey quiere congraciarse. Precisamente a estas últimas perteneció Amankaya. Separada de su familia cuando tenía ocho años, se la destinó a ser premio u obsequio del Inca a alguno de sus nobles. Aislándonos un día de nuestro grupo, pasamos cerca del lugar donde viven, en el preciso momento que Amankaya regresaba acompañada de un guardia.

Su paso era ligero, pero pude ver como levantó brevemente su rostro y miró a mi amigo. Los ojos de la muchacha parecieron dos flechas poderosas que atravesaron el pecho y la mente de Francisco, el cual, desde ese momento no dejó de hablarme de ella. Repetía constantemente que debía encontrarla otra vez, y aunque le insistí, iba cada día al mismo lugar con la esperanza de verla pasar. Transcurrieron quince días hasta que por fin apareció, acompañada por el mismo guardia. Otra vez se cruzaron furtivamente las miradas de ambos. Eso lo decidió. Debía conocerla.
Yo me negué a acompañarlo la noche que intentaría encontrarla. Francisco era mi amigo, pero la pena de muerte a la que se enfrentaban los infractores, fue suficiente motivo para mi
decisión.

-¡No vayáis! Es peligroso. Si os encuentran, os matarán a ambos –insistí.

-¿Acaso Hernando Pizarro nos augura un futuro mejor? Amigo mío, él vino a conquistar estas tierras y no le importa lo que tenga que destruir para ello. Mi corazón ha sido conquistado por una dulce campesina.

-No, Francisco, ella no es una simple campesina. Los campesinos no son custodiados por guardias. Ella es una especie de escogida. El Inca la ha destinado como obsequio para alguien.

-Pues mejor entonces. La llevaré conmigo a España.

-Estáis completamente loco. Eso no será posible.

-Confía en mí. Esta noche la veré y arreglaremos todo.

No lo pude detener. Los encuentros, aunque solo podían durar unos minutos, se sucedieron durante varios días, a pesar de los vaticinios negativos que Amankaya le había contado después de sus consultas con Rimak, una especie de dios que predecía el futuro y hablaba de persecución y muerte. A pesar de esto, Francisco estaba decidido a arriesgar su vida por el amor que sentía por Amankaya.

-¡No entendéis! ¿Por qué no me escucháis? – le grité con desesperación, agarrándolo por los hombros y sacudiéndolo.

-¡Son tonterías! ¡No tienéis nada que temer! ¡Todo saldrá bien!

-¡No sabéis cuál será vuestro castigo si os descubren! ¡Podrían colgaros de los cabellos hasta que ambos muráis, o incluso enterraros vivos!

-¡Amigo mío, el verdadero castigo será el de mi corazón si dejo a Amankaya! ¡No me importa lo que penséis, ni lo que diga su dios! ¡Nuestro amor es real y como ella dice: «kuyanakuy»!

Francisco, os suplico que reconsideréis esta decisión. No es justo arriesgar vuestras vidas por algo tan peligroso y sin garantías de éxito – le rogué.

-Lo siento, amigo mío

Había fracasado otra vez en mi intento y sabía que siempre fracasaría. Así es el corazón del hombre. Dos días después, recibimos la orden de agruparnos. Cambiaba el mando y, de las órdenes de Hernando Pizarro, pasábamos a las de su hermano Francisco. Un mes después, este último ejecutaría al Inca Atahualpa.

El día de la agrupación, el aire estaba cargado de tensión y nerviosismo. Todos sabíamos lo que había ocurrido en el pasado bajo el mando de Hernando Pizarro y temíamos lo que podría pasar bajo el mando de su hermano. Nos reunimos en el centro del campamento, rodeados por una multitud de tiendas de campaña y soldados armados. El sol brillaba intensamente en el cielo sin nubes y el aire estaba cargado de polvo y el olor a sudor y pólvora.

-¡Ha llegado el momento, Joaquín! – dijo con urgencia. ¡Esta noche nos iremos!


Lo miré, pero nada dije.

Al atardecer nos dimos un fuerte abrazo, y allí supe que no le volvería a ver.
Perseguido por los indígenas, si ellos no lo atrapaban, probablemente lo harían nuestros hombres, y sería juzgado con no menos rigor, como desertor.
Sin embargo, una parte de mí guardaba la tibia esperanza de que su loco sueño se realizara”.

De alguna forma, Amankaya había logrado escapar de la guardia que siempre la acompañaba. Sin perder tiempo, ambos corrieron hacia el bosque, protegidos por la noche, pero iluminados en sus pasos por los rayos de la luna. Avanzaron un buen trecho cuando la chica perdió el equilibrio al tropezar con unas ramas que, en su carrera, no pudo ver. Francisco también cayó, llevado por el peso del cuerpo de Amankaya. Al intentar ponerse en pie, ella descubrió que se había roto el tobillo y ya no podía continuar. Francisco la levantó en brazos y siguió el camino un tiempo más, pero al final se vio obligado a detenerse. Colocó suavemente a su enamorada sobre unas hierbas, se echó a su lado y, entre tiernas caricias, arrullos y besos, quedó dormido en brazos de la mujer.

Casi amanecía cuando Francisco despertó. En esas horas, la ausencia de Amankaya había sido descubierta y los incas no tardaron en enviar a varios hombres tras su rastro con la orden de atraparla y devolverla para ser ejecutada. También fue echado en falta el joven soldado y, por eso, Joaquín, junto con otros tres, había sido enviado en su búsqueda.

Continúa relatando Joaquín en su diario: «Íbamos sólo unos minutos delante de los indígenas. Nos habíamos separado para cubrir más terreno y yo guardaba la esperanza de que Francisco y Amankaya estuvieran ya lejos, pues habían tenido varias horas de ventaja. Pero grande fue mi sorpresa cuando los encontré. Apuré el paso, mirando hacia atrás y dispuesto a matar a todos los indígenas si intentaban tocar a mi amigo o a la muchacha».

-¡Tenéis que iros! ¡Ya vienen! le dije.

-No es posible. Ella no puede caminar. Amigo mío, creo que ha llegado el final», respondió Francisco con una sonrisa triste.

-No podéis renunciar así, le dije. ¡Tenemos que encontrar una solución! ¿Qué tal si la llevo a hombros y huimos juntos?

-No tenéis fuerzas suficientes para eso, respondió Francisco. Y aunque las tuvieras, no podríamos escapar de ellos. Ya han estado demasiado tiempo detrás de nosotros. Además, Amankaya no aguantaría el ritmo. No, amigo mío, es mejor que os vayáis solo y tratéis de salvar vuestra vida.

-¡No os dejaré aquí!, le dije. ¡Si tenéis que morir, moriré junto a vosotros!

-No seáis tonto, respondió Francisco con una sonrisa triste. Tenéis toda la vida por delante. ¡No desperdiciéis la oportunidad de vivir! Y no os preocupéis por nosotros, estaremos juntos hasta el final. ¡Ahora idos, antes de que sea demasiado tarde!».

La muchacha nos miraba con serenidad, sus ojos oscuros reflejaban una profunda comprensión. De pronto, comenzó a hacer algunos gestos urgentes con sus manos, como si estuviera tratando de decirnos que nos fuéramos. Al menos eso fue lo que entendió Francisco, porque, mirándola fijamente, le dijo: «Nunca te dejaré sola y nuestros destinos están unidos para siempre». Yo no podía creer lo que estaba pasando, y menos aun lo que estaba por suceder.

Amankaya tomó la mano de Francisco. Parecía comprender lo que él le decía y comenzó a balbucear algunas palabras en su lengua nativa, mientras hacía algunas toscas marcas en la tierra con su dedo. El dibujo parecía ser un sol, con rayos que se extendían en todas direcciones. Aunque el sol no pudo protegerla de la triste realidad que se avecinaba, al menos le dio la fuerza y la valentía para enfrentarlo con dignidad y amor.

El aire estaba cargado de tensión y el sonido de los pasos de los enemigos se acercaba cada vez más. Amankaya y Francisco se miraron a los ojos, sabiendo que esta podría ser la última vez que se vieran. Ella levantó su mano, señalando hacia la montaña por última vez, tratando de hacerle entender que debía irse. Pero él no quería dejarla, no podía abandonarla en ese momento tan peligroso. Así que sonrió dulcemente sin apartar los ojos de los de su amada inca, y le dijo: «No te dejaré sola, Amankaya. Nuestros destinos están unidos para siempre».

La joven mujer se arrodilló de cara al sol, con la dignidad de aquellos que aceptan su destino. Y, frente a ella, estaba Francisco, con el rostro lleno de amor y determinación. El cabello de la chica estaba suelto y caía sobre sus hombros. Sus brazos finos entrelazaban sus manos con las de mi amigo, uniéndolos de forma indestructible. Sus ojos profundos le miraban con tanta ternura que, por un momento, comprendí por qué él estaba dispuesto a enfrentar la misma muerte por ella.

Francisco acercó su rostro al de la muchacha y unió sus labios en un profundo y meloso beso, como si estuvieran sellando un pacto de amor eterno. Mientras tanto, podía oírse entre los árboles el murmullo de los indígenas que se acercaban, como una ola implacable que amenazaba con arrasar con todo a su paso. No sé si mi amigo sabía lo que iba a suceder, pero vi cómo, con gran docilidad, se colocaba junto a Amankaya sin soltar su mano. Ella, por su parte, recitaba una especie de oraciones ininteligibles, con la voz llena de paz y resignación.

Francisco me sonrió como si se despidiera para siempre, y me dijo: «Gracias por vuestra amistad. Siempre os llevaré conmigo». Su voz era firme. Me dio un apretón en el hombro y me dijo: «Idos, amigo mío. Salvad vuestra vida». Luego, se volvió hacia Amankaya y la tomó de la mano, mirándola con amor y determinación. «Estamos juntos en esto», le dijo. «Hasta el final».

Yo no podía creer lo que estaba sucediendo. No podía dejar a mis amigos en manos de esos indígenas sedientos de sangre, ni en las de mis compañeros de armas dispuestos también a matar si Francisco no se rendía y volvía con ellos. Pero, al mismo tiempo, sabía que no podía hacer nada para evitarlo. Me sentía impotente, como si estuviera atrapado en un sueño del que no podía despertar.

De repente, escuché un fuerte grito y vi cómo un grupo de indígenas irrumpía en el claro donde estábamos. Me di cuenta de que ya era demasiado tarde para huir. Así que, con el corazón en un puño, me quedé a ver cómo mi amigo y su amada eran llevados lejos, mientras yo me quedaba solo, con el peso de la culpa y la tristeza oprimiéndome el pecho.

Y entonces, sucedió algo increíble e inexplicable. Cuando el contingente inca llegó hasta nosotros, el murmullo salvaje que había estado escuchando se transformó en un silencio aterrorizado. Los indígenas cayeron en tierra y cubrieron sus rostros con las manos, como si estuvieran tratando de protegerse de algo. Yo también habría hecho lo mismo, si hubiera podido moverme.

El sol comenzó a brillar con una fuerza deslumbrante, hasta un punto en el que ya no era posible mantener abiertos los párpados. Me esforcé, sin embargo, por lograrlo, aunque con tremendas dificultades y corriendo el riesgo de quedar perpetuamente ciego. Finalmente logré ver lo que estaba sucediendo, y lo que vi me dejó atónito.

El sol parecía estar creciendo, expandiéndose hasta cubrir el cielo. Y en medio de esa luz cegadora, vi a Francisco y a Amankaya, de pie, sonriendo, y con las manos unidas.

Permanecí paralizado por el asombro y el miedo No podía creer lo que estaba viendo. ¿Qué podía ser eso? Una ilusión; tenía que ser una ilusión.

No es posible, por supuesto que no es posible. Por un momento creí que eran mis retinas quemadas. Pero dos o tres minutos después, cuando el sol volvió a su brillo normal y mis ojos se reanimaron de su parcial ceguera, vi algo increíble. Donde antes habían estado Francisco y la muchacha inca, ahora sólo había dos piedras. ¿Era eso lo que había querido decir Amankaya con sus figuras? Tal vez sí, y mi amigo, de alguna forma, le había comprendido y aceptado. Y esas rocas eran la prueba de su amor recíproco y perpetuo, de su kuyanakuy.

Me acerqué a ellas con cautela, casi sin atreverme a creer lo que estaba viendo. Pero no había duda, allí estaban, dos piedras que habían sido humanos hace unos minutos.

¿Qué ha sucedido? No lo sé y nunca lo sabré. Todo parecía tan normal, hasta ese momento en que el sol comenzó a brillar con una intensidad deslumbrante.

Y es que esto lo llevaré conmigo hasta el día de mi muerte», seguía escribiendo Joaquín.
«Lo pinté tal y como lo recuerdo. Dos rocas, de forma singular y unidas por un pequeño trozo como si fueran las manos entrelazadas de estos locos enamorados. Una pintura que, cuando regrese a España, me recordará siempre esta historia. Una pintura que me recordará este amor prohibido, pero tan poderoso que incluso el mismo sol se rindió ante él».

Indudablemente, pensé con emoción, había hecho muy bien en comprar aquel cuadro.

Con derechos reservados de autor. Copyright © 2005

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(1) Las Akllas o Aqllas, eran mujeres que formaban parte de la sociedad incaica y tenían un papel importante en el mantenimiento de la estructura social y en el rendimiento de los sacrificios y ceremonias religiosas.

Las Akllas eran seleccionadas por su belleza y virtud y eran entrenadas en diferentes artes como la música, la danza y el canto. Algunas de ellas también eran utilizadas como mensajeras o intermediarias en las relaciones políticas y diplomáticas. Algunas de las Akllas más destacadas podían ser elegidas como esposas del Inca o como madres de los herederos del trono.

(2) Amankaya. Del quechua “amánkay”, azucena.

(3) kuyanakuy. Palabra quechua, que significa “amor recíproco”.

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