Hago al bailar lo que se ha hecho, lo que se hará

Hago al bailar lo que se ha hecho, lo que se hará

     Yo estaba medio dormido, soñando con esas cosas raras que uno sueña: edificios retorcidos, colores indescriptibles, voces incorpóreas, hasta que unos golpes en la puerta me despertaron. Muy extraño fue oír que tan temprano se deslizaba un sobre en el buzón, con aquel sonido inconfundible que siempre me trae sabor a papel. Claro que no fui enseguida, no amanecía aún y la lluvia azotaba a Santiago como nunca. Me quedé en una especie de ensueño, hasta que decidí, horas más tarde, después de taladrar mi cabeza con café, ver qué me deparaba el oficio. En un sobre de extraño violeta se resguardaba un texto titulado Pez soluble . Se trata de una equivocación, ¿cómo voy a traducir algo que ya está en español? Llamo a André, el que maneja todos esos asuntos, y me dice de golpe que

—No, no es español. 

Entonces hojeo el interior y solo veo palabras reconocibles de mi idioma, le digo que es un error.

—Tú piensas que es un error, pero no. Léelo con atención.

 Y André cuelga, violento. Yo me quedo como estúpido leyendo las primeras hojas y como imbécil al acabar las setenta páginas del Pez soluble. Pensé entender sus primeros párrafos, pero el lenguaje se torcía con alevosía frente a mis ojos. ¿Qué es esto? No tiene sentido que me envíen algo solo porque no lo entienden. Está mal escrito, las comas, los puntos, las mayúsculas, todo fuera de lugar ¿y el autor? No figura. Lo podría llamar. André ha de tener su contacto. 

—No hay contacto. Es el escrito espontáneo, ¿recuerdas que lo habíamos hablado? 

—No sé, el café no me ha hecho efecto. Tengo que releerlo.

—No creo, probablemente lo entiendas menos y menos. Tienes que traducirlo. Ya se te ocurrirá una idea, es tu oficio. 

Me la he pasado intentando comunicarme con André nuevamente, la lluvia parece que ha hecho de las suyas y la línea está cortada. El Pez soluble me intimida recostado en el escritorio que da a la ventana desde la que se ve un letrero nuevo que reza “El rubí del champaña , by Lautréamont” con un fondo blanco y letras negras. ¿Qué significa? ¿Qué me quiso decir André? De pronto el mundo empieza a configurarse de otro modo y me siento en una ciudad extranjera. No tengo otra salida más que tomar el absurdo texto e ir a la oficina, habrá alguien que me entienda. 

Despliego el paraguas verde que ostenta unos leones dibujados en cada sección. No dejo de notar lo extraños que se ven bajo la lluvia, pero más me preocupan las páginas que llevo en este maletín. 

La gente pasa a mi lado y se me queda mirando, ¿será la gabardina? No. Han de ser los leones. Si subo un poco el paraguas se dejan ver las nubes negras. Son las once de la mañana y Baquedano existe en penumbras. Como el paradero está vacío, tomo asiento y saco al Pez soluble resguardándolo del agua. Las palabras dentro de él no tienen sentido alguno y me niego a ellas como ellas niegan de mí. Es un collage de letras y oraciones demasiado extenso como para sostenerse, y aún André piensa que es importante. Yo creo que la gente no tiene idea de lo que piensa, como esta señora que trae a una vieja en silla de ruedas y hablan de cómo se les hinchan los tobillos con el frío. Le miro la carne morada, mustia, entre los pantalones y esos zapatos de color brea. Claro que suben a la micro conmigo, y dentro la pobre vieja despide un olor nauseabundo. Nadie dice nada, todos hacen como que se refriegan las narices. Corteses. Yo no me atrevo, cobarde, a insultar a esa mujer que está cerca del desahucio.

Yo no solía pensar así. 

Un impulso me hace tocar el botón y me bajo en plena estación central. Qué lugar más asqueroso. Lejos de la oficina y enfurecido por el hedor de la vieja, camino entre una multitud que aún en un día así sale a comprar por este barrio que parece amurallado, intoxicado. Yo no suelo pensar así. Quizás dormí mal. No. El Pez soluble tiene la culpa. Ojalá toda esta gente fuera soluble y se la llevara la lluvia por las alcantarillas con sus olores y sus voces chillonas. 

—Ojalá yo fuera soluble.

—¿Disculpe? —me responde una joven.

—Dije que ojalá yo fuera soluble.

—¿Soluble en qué? Puede ser soluble en muchas cosas. 

—Soluble en pensamiento, soluble sobre mí mismo.

—No lo entiendo.

—¿Qué no entiendes?

—¿De dónde es?

—De Chile, ¿por qué?

—Porque no lo entiendo. 

La desconexión fue inmediata, por más esfuerzo que agregara a mis órganos auditivos solo distinguía garabatos como grafitis en un hospital abandonado golpeando mis cócleas. Estoy sufriendo una enfermedad instantánea de la que nadie me puede salvar. Traduje ¿cuánto? Cien obras, y los signos y símbolos y pronunciaciones y escrituras de izquierda a derecha o de derecha a izquierda se han amalgamado en un lenguaje vacío. Soy transeúnte de un camino que conduce al borde de lo desconocido. Ese pensamiento no es mío, pertenece al Pez soluble. En el rescoldo que fríe mi lengua, ahora busco refugio en esa obra ininteligible. Sediento de ella empujo a hombres, mujeres y niños, buscando un lugar en dónde leerlo, pese a lo que diga André. 

Mis pies se mueven mecánicamente, mi lenguaje está obsoleto, solo entiendo letreros de precios y uno que otro nombre se me hace conocido ¿qué importan los nombres? Un tipo con las uñas negras y las axilas sudadas sin interesarse por el frío levanta un cartel sobre su cabeza que dice “Remato viaje al apocalipsis”, y cuesta lo mismo que yo traigo en la billetera, ida y vuelta. Le pago y me siento detrás de un quiosco que huele a delicia de manzana a esperar tres horas la salida del bus, para enfrentarme una vez más a esas letras que pueden ser el vórtice de mi extinción. El Pez soluble me revela sus primeras cinco páginas con prosa hermosa y cristalina. Comienza con un sueño que poco a poco se traslada a la realidad, y una vez conectado con ella el sueño y el hombre que sueña transitan un universo diáfano. Más allá las líneas se tuercen de nuevo. Y entiendo que voy por buen camino. Mas, quieto allí, el Pez soluble se rehúsa a develarme sus secretos, y yo me pongo a meditar sobre el oficio que elegí. 

Traducir, para mí, es un arte. Las palabras, da lo mismo el idioma, tienen intenciones e impulsos, fuerza y peso, sosiego y desasosiego. Ellas piden respeto, y ese respeto es la interpretación junto al contexto. Hoy, no ayer, espero siempre haberles faltado el respeto a los autores (no a sus letras), pues siempre ha sido mi labor intentar aproximarme lo mejor posible a esta lengua que se me ha disuelto como un café instantáneo. Trasladar los sentimientos y paisajes vertidos en una novela, cuento, crónica, a la realidad de mis horizontes. ¿Cuáles son estos deslindes? En cierto punto de mi carrera pensé abandonarla, porque es imposible lograr evocar las mismas emociones foráneas cuando la prosa se transforma. ¿Es eso lo que ocurre? Mi análisis racional de las traducciones anteriores me obligan a edificar una realidad, una de muchas, está en mí y en mis diccionarios la habilidad de hacerlo. ¿Pero qué es real? Para muchos de los consumistas de las novelas que he traducido la realidad de esos mundos ficticios es el prisma que ocupé. Mi espato de Islandia, ese mineral que usaban los navegantes elevándolo al cielo en días nublados para encontrar al sol. El sol, maravilla natural que de todas formas ha sido traducido. Quiero decir, el sol que veo en Santiago despliega una paleta de colores diferentes a los que veré allá en el apocalipsis. El aire viciado, las industrias de humo. Incluso, una persona daltónica tiene otra perspectiva del arrebol. ¿Cómo será? No sabré. Mi espato de Islandia, comienzo a creer, es el Pez soluble. Me han arrebatado el lenguaje o mi conocimiento de él, pero esta obra sin autor comienza a revelarse ante mí. Creo que puedo sucumbir a la mirada de las mil yardas. Imposible. Sentado acá, en esta estación gris, de gritos, de gente que va a prisa a todos lados, acá me enamoro de la vida. 

—Oigan, tómense un tiempo, dejen las maletas y viajen al apocalipsis que pronto colisionará, como sabemos, y solo quedarán testigos de él— me entusiasmo en voz alta. Solo recibo rostros de ciervos que aún no se enteran de que en cualquier momento los impacta un auto.

¿Qué significa traducir? Interpretar, ¿y los intérpretes que hacen? Traducir.

Mi razón quiere llegar a la oficina, encontrar a André y decirle ¡¿Qué mierda?! Mi intuición me dice que, quieto y paciente, espere al bus junto a mi maletín y al paraguas verde con leones.

Han pasado dos horas y el joven que atiende el quiosco me dice en un idioma que no comprendo que acepte una delicia de manzana. ¿Cómo lo sé? Porque entiendo el gesto, aún tengo humanidad. Con hambre voraz me termino el primero y llega un segundo. Luego, unas palabras, al fin, inteligibles:

 —El café predica en su provecho el artífice cotidiano de vuestra belleza.

 —Muchas gracias—le digo y acepto su café. 

El bus ha llegado, guardo la obra en mi maletín y tomo a los leones. Paso al lado del chófer que conversa en reversa con el ayudante, ese que tiene la habilidad de contorsionarse para meterse dentro del maletero y acomodar el equipaje. ¿Para qué llevar maletas allá donde vamos? 

Prescindiré de las descripciones irritables y de las que solo no puedo describir. No voy a bucear en el océano de palabras que no alcanzan para enmarcar lo que veo. Han pasado décadas desde la última vez que salí de Santiago y no reconozco las montañas de las nubes. No hay muchas personas viajando y todas miran al piso o sacan fotografías mientras nos dirigíamos, por lo que otrora era el camino las Palmas, al espectáculo que hace meses causó furor y ahora era el culpable de esta lluvia en pleno diciembre. Yo me dispuse a leer mi espato de Islandia, y en un apéndice reveló: 

 “La imagen del espíritu es una creación pura del espíritu. No puede nacer de una comparación sino del acercamiento de dos realidades más o menos alejadas. Cuanto más distantes y precisas sean las relaciones entre las dos realidades que se ponen en contacto, más intensa será la imagen, y tendrá más fuerza emotiva y realidad poética…”  

Vuelve lo diáfano, aunque breve, pero contundente. Guardo al Pez Soluble ¿Qué tan lejos estoy de la prosa que André me ha encomendado? Lejos como el sonido del sobre cayendo en mi sueño de colores indescriptibles. Si esto es un sueño o no, poco importa. Todo lo siento, todo es real acá. Veo a través del cristal un dibujo desconocido que en la cima tiene una aureola boreal artificial. Es más bella que el sol, porque es hija del arte de la destrucción. Algunas personas enloquecen y quieren volver a la ciudad. La lluvia ha cesado, estamos dando la vuelta del descubrimiento. No saben cuánto amé este pueblo de chico, cómo nadé en su mar bailando con los peces, me aferré a sus boyas, descubrí rocas magníficas para lanzarse un piquero. Era otro pueblo. Ahora el panorama se dibuja sombrío, con una veintena de chimeneas que hace años dejaron de fumar, pero el daño ya estaba causado. Quintero pasó a ser parte de las ciudades del apocalipsis que germinan por todo el mundo. El bus nos deja en un cruce que no ha cambiado, y se va por los rieles del tren, devolviéndose con la gente que enloqueció en dos horas. El paisaje es tan hermoso. Yo no había estado en esta mutación. 

Los edificios se irguen torcidos por un fenómeno desconocido hacia el cielo arrebolado de colores que soy incapaz de traducir. Las voces se propagan por el mar hasta llegar a la playa, sus orígenes: insondables. Ventanas es una columna de fuego ilusorio.

Me saco los zapatos, los calcetines, toco el mar que amé y él me abraza con profunda emoción. Tengo mi maletín y mi hermoso paraguas. Lo abro, por eso mismo, y se va volando hacia las llamas de Ventanas, yo espero que los leones salten del verde para evadir el calor. Saco la obra de setenta páginas sin autor y la leo con brío. Todas las letras, los puntos, las comas y las mayúsculas se han acomodado.

 —Te entiendo, Pez soluble, ¿no es bello el apocalipsis? Más que el sol, más que una pradera, más que la luna misma. No existe en las profundidades del mar ningún autor que traducir, la naturaleza ya ha escrito lo suyo. Entraré, como lo soñé. Y adentrándome mi cuerpo sigue impoluto. Las olas me calman, recuerdo a Huidobro

“Paz sobre los tambores del orgullo y las

pupilas tenebrosas

Y si yo soy el traductor de las olas

Paz también sobre mí.” 

Unas medusas de extraño fulgor me rodean en espirales rítmicos, yo me uno a su baile nadando y danzando de la única forma que sé. Las páginas del Pez soluble flotan sobre nosotros con sabor a sal, y ahora soy capaz de entender a las voces de mis sueños. No puedo mentar qué dicen, no puedo transcribir al Pez soluble, porque al final se dirigen a mí. 

Afuera, la gente entra en pánico. Acá abajo, yo no la entiendo. ¿Habrán escapado los leones? Qué importa. Quiero bailar, así que grito

—¡Es muy temprano, déjenme soñar!

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS