—¿Pedro? Despieeeerta, Pedro.
— ¿Eh? — farfullé intentando salir del sueño.
— Pedro, tenemos que hablar. Tu hora está muuuuuuy cerca.
Os va a costar creerlo. Igual no lo hacéis, yo tampoco daba crédito al principio. Pero os doy mi palabra: al lado de mi cama, diminuto como un duende de cuento, había un ser difuso, una sombra negra, una pequeña nube de polvo de carbón, en la que flotaban dos pequeñas luces anaranjadas, que debían ser sus ojos.
— Así es, son mis ojos especiaaaaales para ver las almas de quien va a partir.
¡Vaya! ¡Pero si me escuchaba pensar! Gracias a la luz de la luna que entraba por la ventana de mi habitación conseguí ver sus contornos desdibujados levitando en el aire. Miré el reloj de mi mesilla: era más de media noche. No conseguía decidir si aquel sinsentido merecía que le diera algún crédito o era mejor darme la vuelta y, apelando a mi sentido común, seguir durmiendo.
— Peeeeedro, soy de verdad. Sé que es apresurado, pero es misión mía avisarte de que tu hora se acerca. ¿Alguna vez has pensado qué te gustaría hacer antes de morir? Aún tienes tiempo, aunque noooooo demasiado.
— ¿Entonces me muero ya?
— Mañaaaaaana.
Mañana. Un día. Qué pena. Si aquella locura era real, me moriría con sólo setenta años. ¡Qué decepcionante! Incluso mi madre había llegado a los ochenta. Y qué hacer en mi último día, eso me preguntaba. Era una pregunta interesante. Qué vicisitud. Jamás me había hecho semejante pregunta, por descontado.
— ¿Puedo pedir lo que quiera y me lo concederás?
— No funciona así. Sólo soy un ángel de la mueeeeerte, un avisador.
— ¿Tengo que contarte lo que quiero hacer?
— No… Aunque me alimento de sueños, anhelos y deseeeeos. Si me lo contaras… Quizás podría hacer que tu final fuera más dulce.
— ¿Quizás?
— …
— ¿Más dulce? ¿Es que será doloroso?
— … ¿Y bieeeen…?
— Vale, de acuerdo, juguemos. Umm… Pues no sé, pero últimamente sueño a menudo que camino desnudo por la calle. Creo que eso es lo que quiero hacer: ir desnudo por la calle; estaría bien.
— ¿De verdad?
— ¿Por qué?
— Esperaba algo más profuuuuundo, Pedro.
— Siento que a su majestad no le guste mi deseo. A mí tampoco me hace gracia morirme, pero ya ves.
Cogí la manta y me la eché por encima. Ya me había cabreado el bicho, hombre. Cuando se me pasó un poco, me destapé, porque estaba intrigado por todo aquello que estaba sucediéndome.
Ya no estaba; el ser se había ido. O quizás no había sido real. Lo mejor sería que volviera a dormirme y no le diera más vueltas al tema. Una nube parlante que me dice que es el de la guadaña y no sé qué. ¡Anda ya!
Fue fácil de decir, qué fácil es proponerse cosas. Pero estaba totalmente desvelado. Me puse en pie como pude para ir al baño y refrescarme la cara, a ver si se me aclaraban las ideas. Pero cuando puse el pie en el suelo… Ardía. Mire a mis pies: había un pequeño círculo oscuro y humeante en el lugar en el que había visto al ser.
Vaya… ¿Y si era cierto que me iba? Bueno, pues si era cierto cumpliría mi sueño por la mañana. Igual iba a por ahí haciendo el ganso y al final no me moría. Pero bueno, ¿y qué? Total ya… Sin ropa, sí señor. ¿Estaba siendo demasiado simple? ¿Poco profundo? Intenté mirar más en mi interior, aquel valle inhóspito por el que hacía años no transitaba. ¿Pero qué podía desear yo hacer?
Hacía mucho que había dejado de desear nada. La vida era mejor así: más serena; menos dolorosa. No había querido sentir nada desde… Sí, ahí estaba. Desde Silvina. Silvina me lo había dado todo, sin saberlo, pues yo me limitaba a observarla en la distancia siempre; enamorado, como un loco, como un tonto, como un cobarde que nunca tuvo agallas para declararse. Silvina también me lo quitó todo, cada sueño, y también sin saberlo, cuando se fue con mi amigo Martín, que ignoraba tanto como ella mi enamoramiento.
Menuda boda la suya, me emborraché hasta perder el sentido. Desde que felicité a la pareja hasta la mañana siguiente todo en mi memoria constituía una profunda e inescrutable laguna. Amanecí tirado en un arcén, de camino a casa. Me levanté como pude; la boca seca, la cabeza mareada, la ropa raída como si me hubiera peleado con un tigre… Caminé poco a poco hasta llegar a mi casa, a mi cama, donde permanecí una semana bajo las sábanas sin salir más que para beber agua y mear; beber más agua y mear más.
“Podría llamarla”, pensé, “y confesarle mi amor; que siempre la quise, que la sigo queriendo. Aunque nunca podrá ser ya lo nuestro… Quizás sea bueno que lo sepa, al menos para mí; tal vez así me iré más en paz, no vaya a ser que me quede en el limbo por no haber terminado mis quehaceres de a pie”.
Por la mañana la buscaría; decidido. Pero eran aún las dos de la madrugada: por el momento tendrían que esperar mis intenciones. De todos modos, no iba a poder dormir y es que, ¿quién querría malgastar su último día durmiendo? Aunque a esas horas, ¿qué más podía hacer? Y entonces me asaltó una pregunta, incómoda, testaruda: ¿de qué iba a morir? Sí, las altas horas de la noche son especialmente preguntonas. Prefería no pensarlo, no quería darle vueltas porque presentía que sería por motivos traumáticos, y es que no tenía yo ningún achaque. Aunque bien mirado, hacía al menos diez años que no veía a un médico; ni falta que hacía. Un atropello quizás, una mala caída… Igual Martin, que me partía la cara… Sonreí con sólo imaginar la escena, como si la sola idea de vivir tal situación me rejuveneciera.
Decidí meterme en la ducha para prepararme para el que, ya presentía, iba a ser mi gran día. Aunque era de madrugada, no me importó cantar a pleno pulmón las canciones que antaño nos imaginara bailar a Silvina y a mí. Al fin y al cabo, el bloque estaba lleno de viejos sordos. Y el que conservara el oído, seguro que sabía apreciar mis rancheras, cantadas con todo el corazón, aprovechando que aún me latía: «con dinero y sin dinerooo, hago siempre lo que quierooo…». Tuve buen cuidado de no tropezar, eso sí. Me acicalé bien; buena presencia. Temía oler a sopa agria, después de tantos años como llevaba sin preocuparme por la higiene personal. Me eché una colonia muy probablemente caducada y me afeité la barba de una semana de largo. Como un pincel. Qué guapo iba, el espejo no miente y cada uno interpreta lo que le viene bien. Así me dieron tontamente las cinco de la mañana. Pensé que bien podía llamarla por teléfono y concertar una cita. Los viejos solemos ser madrugones por definición, así que quizás era buena hora.
Bueno, esperaría un poco más. De todos modos, tenía que buscar el número en el listín, y para eso tenía que encontrar la lupa… Y el listín. Me llevaría lo suyo.
Se me comían los nervios; lo que hacía unas horas no cabía plantear ahora no podía esperar más. Revolví todos los cajones de la casa hasta que encontré la dichosa lupa, rayada como una cebra, y las páginas blancas, que ahora eran marrones, y por el camino fui dejando la casa como si hubiera entrado en ella una banda criminal desorganizada. Después me senté junto al teléfono, busqué el número de la casa de Silvina y Martín y me quedé traspuesto mirando por la ventana. Quizás mis sueños hablaban de desnudarme para Silvina; eso debía ser, mucho más profundo, claro.
A las siete me desperté; ¡me había quedado dormido!
Cogí el teléfono valiente y osado y marqué sin darle más vueltas, no fuera a ser que me echara para atrás.
— ¿Sí? — era ella, había tenido suerte. Me temblaban las piernas, las manos me sudaban, el corazón se me salía, quería gritar — ¿Sí? — repitió. Pero bueno, ¿cómo no me había preparado un discurso, algo que decir? Colgué. ¿Me declararía directamente? ¿Cómo iba a hacerlo? Mejor en persona, para eso me había puesto elegante, ¿no? Venga, la llamaría y le diría que quería verla… “¿Para qué?”, preguntaría ella. Pues para… hacerle un encargo, por supuesto. Ella era una costurera de primera, había vestido a todo el pueblo cuando era joven. Ahora se había retirado, pero a veces sabía yo que enredaba algo. Bueno, con la estrategia ya preparada, rellamé.
— ¿Sí-? — era Martín, vaya… — ¿Qué quieres, Pedro? — ¿Cómo sabía que era yo?
— Ho-hola Martín — balbuceé —. ¡Qué lío con el trasto este! No hace ni caso. Oye, ¿cómo sabías que era yo?
— Por el identificador de llamadas.
— Claro, claro – ¿Cuándo exactamente me había convertido en un dinosaurio de la tecnología?
— ¿Qué quieres? Es muy temprano.
— Ya, ya… ¿No os habré despertado? Es que, mira, necesitaba que me bordaran unos pañuelos y había pensado en Silvina.
— Silvina no ve ya tres en un burro.
— Bueno, puede bordar con hilo gordo. También me hace falta un traje.
— Pedro, estás muy raro, ¿qué te pasa?
— Me muero — sin filtros—. Necesito estar elegante en el ataúd.
— Te la pongo.
Claramente no me había creído. Pero bueno, sin rencores, sin reproches. Tampoco habíamos sido nunca muy amigos, y yo me iba a declarar a su mujer.
—¿Pedro?
— Silvina, yo… — ¡Ay! que se me revelaban las palabras en la boca. — ¿Me dice Martín que tienes un encargo? Es muy temprano. Sobre las once iré al mercado a por pan. Nos vemos y me cuentas, ¿te parece?
— Va-vale.
¡Qué fenomenal me había salido el plan, de verdad! Ya había concertado la cita. Y hasta las once, ¿qué? A dar vueltas por la casa, desesperado…
•••
El campanario da las 11. En punto. Y él, puntual. Hace un poco de frío. Ella espera, resguardada, junto al puesto del pan, recién horneado, calentito aún, mientras charla con María, la que vende. Y al fin le ve venir. Todo el mercado parece detener su actividad. Y se acerca, temblando, a Su Silvina.
— Silvina — solemnidad en la voz. Ella quieta, muda, ojos como platos llanos grandes —, tengo que confesarte algo.
— Pedro…
— No, espera. Déjame seguir, que el que se muere aquí soy yo — ella le deja —. Que te quiero. Desde siempre. No me queda mucho tiempo. Sólo… Tenía que decírtelo.
El mercado entero los mira, como en una película de Hollywood, pero a lo rural.
— Pero Pedro… ¿Por qué estás desnudo?
Todo el mercado se hace esa misma pregunta. Pedro la agarra de la mano y se acerca más a ella. Ella mantiene las distancias, que no lleva ropa y le da cosa.
— Ah, eso… – dice bajando la voz, porque al fin y al cabo la conversación debiera ser sólo entre ellos dos — Tú no te quedes en lo superficial, Silvina. Sé profunda – si es que el mundo no es para los románticos.
— Pero Pedro, si te esperé, tal como quedamos en la fiesta tras mi boda – dice ella en un susurro —. Ibas tan borracho cuando me dijiste que me querías… Así que cuando no apareciste supuse que había sido una tontuna, o que te habías arrepentido. Tenía la maleta hecha para huir contigo. Qué tonta me sentí… Dios mío, pero ¿por qué narices no te has vestido? Vas a coger algo…
Pedro la mira a los ojos. “Tenía la maleta hecha para huir contigo”, Pedro no escucha nada después de eso. Acaba de iluminarse la laguna negra más profunda del universo. “Fíjate, con dos cojones, y una botella de orujo en el cuerpo, pero me declaré”, se felicita, “y ella me quería, Dios mío. Y yo la planté”, se culpa después. “¿No se puede rebobinar, toda una vida?”, desea, y cierra los ojos, y cruza los dedos, y desea-desea-desea muy fuerte.
— Pedro, viejo loco, deja de hacer el idiota. Vienen los municipales. Mira que venir desnudo…
Silvina tiene los ojos llenos de lágrimas que se rinden y caen sobre su vieja tez.
—¿Me querías, entonces?
Pero Pedro no puede contestar, porque él sólo quiere que la vida dé marcha atrás. Antes de que los municipales lleguen alcanza a articular un “pues claro” que sólo Silvina consigue descifrar. Y entonces ella le abraza, fuerte, y le aprieta contra su cuerpo y le llora en su cano pecho. Él se deja hacer. Y su corazón, lleno de amor, feliz, junto a quien debió siempre existir, se detiene entonces, en ese instante en el que los planetas parecen haberse alineado. Un segundo, dos, tres.
Infarto.
— Pedro, el momento ha llegado — la nube negra, con sus escrutadores ojos naranja, lo envuelve con dulzura, como prometió.
Y Pedro se va, abrazado a su Silvina, como vino al mundo: desnudo, en cuerpo y alma.
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