El Joven Inmigrante

El Joven Inmigrante

Rita Cam

25/01/2023

Mientras observaba el ondulante danzar de las olas del mar y camino hacia distantes tierras desconocidas, desfilaban por su mente escenas de su feliz y despreocupada vida de tan sólo 16 años. No tenía la menor idea de las infinitas experiencias que su nueva vida le tenía reservadas.

Nació en 1918, en un municipio de Guandzhou, Cantón, el mismo año que terminó la Primera Guerra Mundial. Su padre, presintiendo la llegada de tiempos aún peores, decidió tratar de poner en buen recaudo a sus descendientes. La única oportunidad se presentó en 1934 cuando obtuvo el pasaporte del hijo fallecido de una familia de inmigrantes chinos al Perú, pasaporte que fue destinado para que el joven Cam Ling Sang, mi padre, dejara China.

El viaje de China a Perú le tomó 3 largos meses, tiempo que utilizó para indagar entre los tripulantes sobre las costumbres y aprender algo del idioma de la tierra que lo albergaría durante el resto de su vida.

Sin lugar a duda, durante los largos y tristes días y noches del viaje, Ling Sang sintió angustia y desolación, sabiendo a sus seres queridos expuestos a la violencia. Pero, fueron esos mismos sentimientos los que le dieron las fuerzas necesarias para enfrentarse a su incierto futuro. Sobre sus hombros recaía asegurar la continuidad del apellido, proveer desde el extranjero lo necesario para la subsistencia de la familia en la China y buscar alternativas para que más de los suyos migren de China.

En el Perú lo registraron como Julio Cam Win y fue cobijado por un tiempo en el hogar de uno de sus paisanos. Nada le fue fácil, pero se esforzó tanto que al poco tiempo Julio hablaba y escribía en un español muy fluido y, como muchos otros inmigrantes chinos, ya era propietario de 2 pequeños negocios.

Los tiempos no se calmaron y durante años las acciones bélicas se sucedieron una tras otra. No sólo en China sino en todo el mundo.

A la distancia, con limitada por no decir ninguna información de la familia en ultramar, mi padre sufrió el profundo dolor de no poder ayudar a los suyos como le hubiese gustado y, principalmente como lo había prometido. Se desvivía por enviar dinero cada vez que le fuera posible y de todas las formas imaginables, sin tener la certeza que las remesas llegasen a manos de sus padres y, en caso así fuera, que el dinero les fuese de alguna utilidad.

En general, Julio fue un hombre de pocas palabras, pero poseedor de una dulce y tierna sonrisa capaz de llenar de luz la habitación donde se encontraba. La llegada al mundo de cada uno de sus hijos no sólo lo hizo sonreír, sonrió tanto que llenó de luz y felicidad a todos parroquianos del pueblo que lo apreciaban y respetaban. Esos fueron momentos en los que amainaba el dolor por su familia y lo elevaban a tal nivel de júbilo y de incredibilidad que no dejaba de ir a mirarnos una y otra vez, como si no creyese que fuéramos parte suya, y porque nuestra piel amarillenta y ojitos rasgados representan la continuidad de su sangre china en un país

distante, país que, desde el momento de nuestro nacimiento, hizo suyo.

El nacimiento de su hijo varón fue el éxtasis de su realización, así aseguraba la continuidad del apellido Cam y cumplía con una de las principales promesas que le hizo a su padre. Lo registró como Julio ante las leyes peruanas y lo nombró Yuc Tong en honor a su hermano mayor, el aviador, el héroe que murió en la guerra luchando por su país.

Mi padre, Julio Cam

Recién en la década de los setenta Julio cumplió su sueño de regresar a China, de reencontrarse con sus hermanos y, después de muchos años, honrar a sus padres, quienes sobrevivían quizá esperando volver a ver al hijo que enviaron a la aventura en el pasado.

Hoy guardo en mi memoria muchos momentos compartidos con mi padre, como cuando me hacia las tareas del nido porque “se me cansaba la mano”
exigiéndole que “escribiera feo” para que la profesora no se diera cuenta (mi padre era poseedor de una bellísima caligrafía), o cuando me curaba las rodillas ensangrentadas o el labio partido por jugar con mi hermano y sus a
migos; él me decía que una niña no debía participar de juegos tan rudos. En el fondo se sentía orgulloso que yo fuese tan traviesa, lo sé porque cuando mi madre le daba las quejas por mis travesuras como subirme a los árboles, cazar ardillas o pajaritos, se ponía muy serio para luego, en privado sonreír, con esa dulce y tierna, sonrisa capaz de llenar de luz mi vida.

Quizá le recordaba sus propias travesuras. En una oportunidad mientras construíamos cometas para “elevarlas hasta el infinito y tocar con ellas las nubes”, nos narró a mi hermano mayor y a mi cómo había utilizado el papel de los cuadernos para construir cometas, “Unas más bella s y grandes que otras” comentó, y finalizó diciendo, “Valió la pena el castigo que me puso el Akón”.

Pero lo más valioso que guardo de Don Julio Cam Win son sus consejos, siempre escuetos, siempre oportunos, siempre sabios y, justamente por sabios, muchas veces rechazados por la impulsiva y joven chiquilla que era yo entonces y que quería aprender teniendo sus propias experiencias. Así como las cosas que hizo para mí o por mí, sin decir palabra alguna para que yo no me diera cuenta, pero que marcaron mi vida, mi destino. Detalles que hasta hoy me siguen enseñando, me siguen retando, me obligan a crecer.

Desde hace dos décadas mi padre Don Julio Cam ya no está físicamente con nosotros, pero sé que está orgulloso que sus descendientes, sus nietos, al igual que él pero bajo circunstancias diferentes, hoy son inmigrantes del mundo.

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