Allí estaba ella, otra vez. Acostada en el sofá, mirando la luna tras la ventana. Y en la radio, aquella maldita lista de reproducción que tantos momentos le recordaba. No tenía más que un parque enfrente, pero ella se imaginaba todo, la niebla y los bosques, también.
Hubo un día en que soñó que aquella noche en la que había bailado a solas con él, aun sin estar él presente, al son de aquella canción que más tarde él cantó, dejando que la arena acariciara su cuerpo para que el mar luego la limpiara, había sido una señal de la vida para decirle que sería él, él de verdad, quien la ayudaría a quitarse la arena de la cara.
Y no se equivocaba. Había sido un sueño, un sueño maravilloso del que como siempre, acabamos despertando.
En él, en el sueño, ella era tremendamente feliz. Él, también. Lo supo desde aquellos primeros abrazos en un aparcamiento. Algo sin importancia para él, pero ella, que siempre había tenido cierto sexto sentido, como todas las mujeres, dicen por ahí, sentía algo más, como aquellos abrazos de antaño en la puerta de casa cuando se despedían como diez veces en cinco minutos.
A decir verdad, no pedía nada más que lo que ya tenía. Contar con una persona así en su vida era ya un regalo. Un regalo con quien compartir noches de acampada, lágrimas al oírle tocar el piano, incluso cuando ella solo se atrevía a apretar un par de teclas mientras él hacía sonar los acordes y, ¡era capaz de reconocer la canción!
Aquella escena se repitió un millón de veces en su cabeza. Le oía tocar mientras preparaba el desayuno, mientras hacían estómago cualquier noche de dulces y diversión, incluso cuando ella llegaba a casa y le escuchaba tocar desde la puerta.
Mientras observaba la luna, aún recordaba con una sonrisa cómo él la miraba mientras tocaba aquel piano que ya nadie hacía sonar. ¡Cuántas fantasías no había tenido con eso! – ¿Algún día tocarían a dúo? Al paso que aprendía ella, de seguro que no.
Un amigo, una vez le dijo a ella que era impresionante la cantidad de lágrimas que tenía. Podía estar horas llorando y aquellas nunca se acababan. Si no se lo creen, que le pregunten por aquel 14 de febrero en que le dijeron “te quiero” por vez primera. O cuando se lo dijo ella con un millón de notas llenas de palabras que tanto le sacaba de quicio leer a él, entre velas, nieblas, bosques, abrazados en medio de una alfombra en la que prometía que siempre había sido él, y él, que después de ella, cualquiera no valdría; aquella vez que hicieron el amor y sintió que no fueron sus cuerpos, sino sus almas las que se fundieron.
Rememoraba ese momento. Por primera vez sintió que no eran solo cinco los sentidos que tenía. Sentía el contacto en cada milímetro de su piel, su olfato podía oler hasta la última partícula de su sudor y sus ojos eran capaces de ver la sangre recorrer todo su cuerpo, apreciando el momento exacto en que los músculos de sus brazos y sus hombros aumentaban de tamaño.
Muchas fueron las veces que necesitó escribir cada recuerdo, cada mensaje, cada vez que lloraron de la risa, como en aquel primer viaje juntos en que comprar los billetes fue toda una odisea familiar, – para que un día él no olvide nada de lo vivido – pensó.
Pero, ¿era de verdad necesario? Había tenido la gran suerte de, a pesar de todo, vivir dos cumpleaños con ella. Y, a su vez, aunque no de manera estricta, ella con él. Un regalo del destino que sabía no sería necesario hacerle recordar, pues él no dejaba pasar ocasión para decirle lo que sentía por ella y lo afortunados que eran de compartir aquel camino juntos.
Pero, como decía antes, todos nos despertamos de los sueños, y ella no iba a ser menos.
Un día, no puede decirse que inesperadamente, se percató de que había estado dormida mucho tiempo. Que volvía a escuchar exactamente las mismas palabras que una vez escuchó, aquellas que le había dicho hacía tiempo, antes de la noche en la que bailó sola, pero con él, en aquella playa.
Hasta entonces no se había dado cuenta de lo mucho que había dado y lo poco que había recibido. ¿Y? ¿Es, acaso, el amor interesado? O, en cambio, ¿Se ama de manera incondicional, a cambio de nada, como cuando regalas tu tiempo a alguien? Depende de a quién le pregunte, se dijo.
No, no había sido una sorpresa. Lo supo desde todas aquellas veces en que le había preguntado si ocurría algo y él le decía que no, que eran otras circunstancias ajenas a ellos. Ahora, se preguntaba si realmente era así o, simplemente, ya se había ido de su lado pero no había tenido fuerzas para decírselo.
Siempre había sentido un gran amor por sí misma. No era menos en esta ocasión. Se sentía tremendamente orgullosa de todo lo que había dado pero, una parte de ella tendía a martirizarse muchísimo. ¿Por qué no dejaba de preguntarse qué podía haber hecho mejor? Los límites, quizá, había sido eso. Las cosas se mueren. Todos lo sabían. Pero, ¿se morían sin más, o las personas dejaban que las cosas muriesen?
A la única conclusión que llegaba, en un principio era que, en un lugar donde había habido diversión, picardía, respeto, comprensión, empatía, apoyo, espacio, aceptación del otro en su totalidad, valores y proyectos comunes, amor… lo que pudo fallar fue el aislamiento de uno y la no intervención de la otra.
“El roce hace el cariño” aunque, realmente, en esa expresión entran una serie de componentes químicos que es bastante más complicado de explicar, pensó. En definitiva, cuando dejas de compartir, te acostumbras a ello y, las cosas, mueren.
Quizá aún haya personas que crean en el amor químico, aquel que se enciende con una chispa y perdura cuando, la realidad, es que si se mantuviera viva, el único motivo es que ambos integrantes de una pareja trabajasen y se comprometiesen para que esto fuese así.
El amor, no se mantiene a base de abanicar el fuego para mantener encendida la llama, como cuando en una barbacoa agitas fuertemente los brazos, nervioso o nerviosa porque se te apaga la última chispa que hace que todo se mantenga encendido, mientras sacas la lengua y, cuando por fin compruebas que ahí sigue, respiras y te secas el sudor.
El amor no debería hacerte sentir que todo se puede ir al traste en cuestión de segundos, como ese fuego que se intenta avivar a la fuerza. El amor, aunque necesite dedicación, te brinda la oportunidad de creer y crear junto a alguien la vida que se quiere. Sin sudar, pues son dos conjuntamente los que colocan los peldaños del camino a recorrer. Uno puede colocar las baldosas mientras la otra coloca el cemento.
El amor, no se da, se construye sobre sólidos cimientos. Esto es el amor alquímico. El que no se desvanece con una ráfaga de viento, sino que perdura en el tiempo.
Pero claro, esto lo pensó inicialmente. Después de un tiempo, todas las piezas empezaron a encajar en su cabeza para que, el único motivo de ese adiós, de ese sueño maravilloso que acabó, tuviera otro nombre. Así era más fácil. La mentira y la decepción son tremendamente poderosas y son capaces de desenamorar a alguien en cuestión de segundos.
A decir verdad, ya no le importaba nada. Por un lado, sabía que su cabeza haría lo posible por hacer que las piezas encajaran como un puzle que afirmara lo que era su realidad, aunque no fuera realmente la realidad. Por otro, daba igual las razones, pues no cambiaría el hecho.
Él se había ido. Y, esta vez, sentía que sí, que era para siempre.
“Me daría rabia porque sabría que te habría dejado ir y no te podría recuperar más” – le dijo la última vez que se vieron.
¿Por qué alguien iba a querer recuperar a una persona con la que no quiere estar? Pero ella, ya lo sabía. No era más que una frase esperanzadora que se dicen las personas porque así es más fácil irse, creyendo que en el futuro puede haber una esperanza, cuando la esperanza, significa esperar, y no hay que esperar por quien no quiere estar a tu lado, ¿no?
Después de todo, la realidad es mucho más sencilla. Da igual que lo des todo por alguien. Da igual que seas el hombre o la mujer perfectamente imperfecta para alguien. Si la persona que tienes enfrente no está en el mismo proceso, si la persona que tienes enfrente no está preparada o no busca lo mismo, nunca lo verá.
“Escribiré cada recuerdo, cada mensaje, cada vez que lloramos de la risa para que un día él no olvide nada de lo vivido”.
“No”, se dijo.
Con mucho esfuerzo entendió.
Entendió que al igual que a las personas no hay que rogarles amor, ni cariño, ni un beso ni un abrazo de un minuto, tampoco hay que hacerles recordar los momentos vividos porque, al igual que ella, quien había estado a su lado, había vivido lo mismo, aunque no lo sintiera igual y, sabía que de una forma u otra, lo recordaría. ¿Y, si no? Pues si no, no importaba. Porque quien importaba era ella.
Porque sí, también entendió que quien importaba era ella. Y que ese afán de que él recordara no era más que un juego sucio de su ego para asegurarse de que siempre la recordaría. Tonterías. Claro que la recordaría.
Entendió que, si bien no siempre se puede dar un 50-50, aceptar un 30 sólo porque no se quiere dar más, no es bueno.
Entendió que ella había salido ganadora pues, de no haber sido por esa vivencia, jamás habría sabido de su capacidad de amar, algo tan brutal que sentía que si no lo dejaba salir a raudales acabaría ahogándose.
Entendió que regalar amor y tiempo a cambio de nada, por el simple amor a la existencia de la otra persona, era el mejor sentimiento que había experimentado antes y que, eso, era solo el principio de una vida de amor a los demás.
Entendió que las cosas, a veces, no tienen un porqué, o lo tienen, pero no tenemos que saberlo ni entenderlo. Que la vida nos va a dar lo que necesitamos, aunque duela.
Entendió que, quizá, no siempre es quien quieres que sea. Y está bien haberlo creído. Quizá siempre se crea o, quizás, no.
Entendió, por vez primera, que el amor no todo lo puede. Y que hay veces que es necesario dejar ir y, eso, también es amor. Y, otras, hay que saber irse y, eso, profesa un amor mayor.
Y, entendió cuándo llega el momento de cerrar un libro y colocarlo en la estantería nuevamente.
Pero, lo que siempre supo, es que había sido tremendamente feliz y que también la hacía inmensamente feliz haber sido esa persona que había podido amarle de la manera más bonita y sana hasta el día de su adiós.
Siempre supo que volvería a vivir todo ese tiempo a su lado, a pesar del final. Aún dando tanto, porque cada día fue un regalo. Él fue un regalo y no cambiaría ni una sola de sus noches en vela, por la sola idea de no haberle conocido nunca. Si entre tantas personas en este mundo, pudieron coincidir y vivir algo tan especial, sabía que no era pura casualidad y lo repetiría en todas sus vidas.
Le dio las buenas noches a la luna, pensado que, en realidad, se lo decía a él después de contarle todas aquellas cosas que le compartiría si estuviese a su lado. Le recordó lo maravilloso que era y que siempre caminaría junto a él aunque, desde otra posición y, que siempre, merecería ser amado. Como ella le dijo en una ocasión: “te amarán y te cuidarán tanto o más que yo, porque a ti es fácil quererte. Solamente no aceptes menos de lo que mereces, nunca”.
De repente, se preguntó: Si sacó de mi ser, todo este amor, dando tan poco, ¿cómo habría sido teniéndolo todo? – Sonrió.
Se levantó del sofá.
Aquel amigo que le dijo que tenía una fuente inagotable de lágrimas, la miró:
– Es tremendamente doloroso, pero sentir ese tipo de amor es un privilegio que no todo el mundo tiene la suerte de vivir. ¿Merece la pena?
– Merece la pena, la alegría, cada lágrima y cada risa. Sin duda. Siempre. Una y otra vez.
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