El gato que te extraña

El gato que te extraña

Roberto Berber

30/09/2022

Hoy me masturbé pensando en ti.

No, espera, eso suena mal. Pero es verdad.

Entonces, hoy me masturbé pensando en ti. Desperté con el tacto de tu vientre suave aferrado a mi memoria. Recordé los contornos de tus músculos cálidos y la marea de tu cadera sobre mí cuerpo; la gravedad penetrándote al ritmo que nos imponías. Vi claramente la pequeña cicatriz de tu cirugía de apendicitis, y tu ombligo sexy. Apetecibles tus senos se bamboleaban, con sus pezones rosados mirándome. Toqué tus clavículas, tu cuello fibroso, sentí como se transfería el calor a la punta de mis dedos. Acaricié la geometría de tus caderas y tus muslos; imaginé tus gemidos mezclados con el sonido del viejo colchón que me dejaste.

Me lo estaba pasando de lujo hasta que, cerca de terminar, vi tu rostro sonriente, mirándome desde la mesita de noche. Sonreías, cómo ya no haces cuando te visito. Todo terminó con un desagradable escalofrío. Sin poder evitarlo mi virilidad chorreó sobre mi vientre entre espasmos masoquistas. Y unos pocos segundos de placer dieron paso a una gran culpa que no me dejó toda la mañana.

Creo que es más correcto decir que hoy quise masturbarme pensando en ti; no creo que cuente realmente, ¿no? Es decir, la masturbación debiera de ser algo placentero, ¿no?

Es gracioso, ojalá tuviera una mejor manera de empezar una conversación. Sabes que no puedo dejar de pensar en ti en situaciones muy incomodas, es cómo un efecto secundario de tu partida; por lo demás, a veces pienso que ya te olvidé…

Masturbarse, que palabra tan sucia. Se que odias mis pensamientos clavados, ¿pero si no a ti a quien se los compartiría? La verdad es que me dejaste más solo de lo que te puedes imaginar. Hasta estando con amigos o en el trabajo me siento muy solo… Bueno la intención de estas visitas no es ponerte triste, aunque parece que siempre lo logro. Creo que por eso me odia el gato. Sigo sin entender porque se queda a mi lado. Siempre le agradaste mucho más que yo. Supongo que los dos nos conformamos con la presencia del otro.

Ya sé que no te gusta que fume, pero me calma.

Es bueno fumar aquí, en esta soledad compartida contigo. Volviendo a lo otro, el pequeño cabrón no me considera su dueño: caga donde quiere, come cuando le da la gana, se sube a los muebles, ignora mis regaños. Hace un par de días me rasguñó, aquí, en la mano. No es profundo, pero me dolió. Quise patearlo, pero es muy ágil para mí.

Desde que no estás entró en una insoportable adolescencia felina. Aprendió demasiado bien a ser como tú… No es justo que yo tenga que lidiar con él. Ya sé, ya sé, no te gusta que me queje; hago las dos que más odias de mí al mismo tiempo. Eres tan fría. Lo sé fue un chiste de mal gusto, estoy nervioso.

Creo que es bueno que no te llevaras a Eliot, me ayuda a recordarte y, bueno, siempre es bueno tener algo de compañía. Al menos me llena más de lo que lo hacen las personas. Mírame, estoy obsesionado contigo, es patético. Yo soy patético, a ratos odio al animalito porque él te extraña de maneras que yo no entiendo.

Desde que no estas con nosotros el idiota se pasa el día viendo tu foto, la última, que te tomé, la del día que acampamos, ¿te acuerdas? Pienso que lo que extraño de ti es una idea deformada por el tiempo y mi necesidad biológica de tus feromonas. No estoy seguro de que fueras tan buena, ni que tus cabellos fueran tan suaves, pero olías bien. Al ver a Eliot, con sus ojos amarillos horadando la fotografía, sé que el gato te recuerda mejor que yo, como si hubiera memorizado cada línea y arruga en ti, hasta las de tus manos que lo acariciaban con frecuencia. Juro que sus místicos ojos ven a través de la foto y captan lo que quise plasmar cuando la tomé.

Un gato es quien mejor aprecia mi trabajo.

Hace unos días entendí que tus caderas no eran tan embriagantes ni tu cicatriz tan característica. Eran rasgos más o menos comunes. Hasta tu personalidad. Estoy seguro de que te pasó: conociste a alguien que parecía único y después, cuando te alejaste de esa persona, encontraste a otros que se reían más o menos igual, o miraban parecido. Que pensaban parecido, que les gustaba la misma música, que estornudaban igual, que miraban, se enojaban o lloraban como esa persona.

O tal vez sólo soy yo. Sé que no te gusta que tire las colillas al suelo, pero nadie está viendo, qué más da.

En fin, esta semana concluí que la constelación de tus lunares no estaba perfectamente alineada, ni tus ojos eran tan simétricos, ni tus dientes tan parejos. No es que fueras un adefesio imposible de mirar, de hecho, eras hermosa. Tampoco hasta el punto en que masturbarme pensando en ti sea pecaminoso. Bueno las circunstancias siempre ponen el contexto. Cómo decía el viejo profesor Gómez: «El contexto es lo más importante para entender la historia».

Gracias a ese viejo y malhumorado topo nos conocimos, ¿te acuerdas? No, ya sé, no eres buena recordando cosas. Siempre creí que mentías cuando decías que no te acordabas de cómo nos conocimos, ¡te conté demasiadas veces mi estúpido cuento! Ya, ya, obviamente no voy a tener uno de mis arranques aquí. Sólo tengo ganas de contarte mi maldita historia otra vez.

Sé que te gusta que te cuente como lo recuerdo, pero siempre acabo con la sensación de que en realidad no te importo gran cosa. Como sea:

Era una calurosa tarde de verano, en el primer semestre de la preparatoria, éramos tan jóvenes; yo acababa de cumplir dieciséis, tú tenías quince. Recuerdo que eras el tipo de chica que estudia dos horas después de hacer su tarea, de las que se enorgullecen de sacar buenas notas. Yo era el típico rebelde que se salta las clases aburridas, escuchando hard rock. No era tonto, pero el señor Gómez era aburridísimo; su figura rechoncha, sus cárdigan de lana y su forma de hablar silbando al inicio de cada frase. Recuerdo que mientras otros profesores me detestaban, él siempre me apoyo y decía: «Eres un chico brillante, Elías, aplícate». Le caía tan bien que arriesgó a su mejor estudiante emparejándola conmigo en el proyecto final.

Bueno, era una forma obvia de manipularme. El viejo sabía que, aunque podía ser un pelmazo, procuraba no afectar a los demás, y menos a ti, con tu beca por excelencia académica o algo. No quería ser la causa de que perdieras el beneficio por el que tanto te esforzaste. Así que asistí a clases.

La primera vez que te hablé de verdad fue incómodo. Te había visto en el salón, pero nunca cruzamos más de dos palabras cordiales. Después confesarías que te asustaba. Los rumores decían que consumía drogas duras. En mi vida me he metido más que alcohol, y ya sabes que no lo soporto muy bien. Me gustaban esos rumores, porque me hacían popular con las chicas, no sé porque a ustedes siempre les atraen los tipos así, bueno a ti no. Siempre dijiste que te gustaba porque una vez que me conoces soy como un conejito, apapachable e inofensivo.

No demostraste miedo.

«No sé porque me emparejan contigo, pero te juro que si sacamos mala nota te golpeare bastante fuerte en tus partes blandas», dijiste. Nunca te escuche decir groserías, ni siquiera en medio del sexo.

El primer día fui a tu casa, Caminamos hasta allá. Yo me estaba cagando cuando conocí a tu papá. Era un hombre bastante imponente, más que la mayoría de los adultos. Pasamos la tarde en el comedor de tu casa, escribiendo, investigando, todo en un silencio utilitario. Cuando llegó la hora de marcharme me despedí casual:

«Nos vemos».

«Te odio», fue tu respuesta. Creí que era en serio. Pronunciaste las palabras con una convicción que me asusto y no supe que decir; te miré como un idiota. «Te odio. Eres muy inteligente, y prefieres dejar de ir a clases y consumir porquerías. Pues bien, ojalá se te pudra el cerebro».

Te diste la vuelta indignada y cerraste la puerta. Yo me reí. A cualquier otra chica le hubiera respondido con improperios, no a ti.

Pasamos el resto de la semana investigando para el proyecto. A veces en tu casa, a veces en la mía, siempre silenciosos. No sabía de qué hablar contigo, siempre era sobre cómo la revolución marco el rumbo de nuestra modernidad. El silencio no me resultó incómodo. A veces me mirabas tratando de descifrar algo. Yo te miraba y nunca apartabas la mirada. Gracias al silencio nos conocimos.

Cuando terminamos el proyecto y lo expusimos a la clase dejamos atrás el silencio. Eran los últimos días del semestre y no encontré una excusa para acercarme. Yo sé, fui un tarugo, pude hablar de cualquier cosa, pero recuerda que pensé que me odiabas de verdad. Siempre tuviste el don de cautivar a las personas y de hacerme tímido.

En las vacaciones no pensé en ti… en serio. Terminamos el semestre de la manera en la que lo empezamos: siendo desconocidos. No importaba. Fue como si nunca hubieses llegado a mi vida.

Pero el primer día del siguiente semestre, cuando llegaste al salón, me saludaste con un beso en la mejilla.

«¿Qué tal tus vacaciones?»

«¿Bien…?» respondí confundido, pero te seguí el juego.

Desde el principio pudiste acercarte, ¿no crees? Sí, eso de decirme que me odiabas no fue la mejor manera de empezar una relación. Así que, con eso en mente, no me fije de verdad en ti hasta el cuarto semestre, cuando ya no pude fingir que no me gustabas. Pero en ese entonces andabas con Rigoberto y luego con el Mora. Decidí no darte más importancia, pero siempre estuviste en mis momentos buenos y en los malos. Yo no estuve en todos tus momentos malos. Sé lo que me contabas cuando estabas mal, aunque siempre sospeché que no me lo contabas todo; aun si no fue verdad dolió. Sí, a veces puedo ser así de posesivo. Por fortuna nunca me contaste tus problemas amorosos, hubiera sido triste. Nunca fui bueno para ser el paño de lágrimas de las chicas que me gustaban, ya sabes como soy de celoso y lo inseguro que puedo llegar a ser en temas de amor.

¿Recuerdas el día en que encontramos a Eliot? Estábamos en sexto semestre, caminábamos por una calle solitaria, en medio de la lluvia, como nos gustaba hacer. Y entonces vimos ese pequeño bulto gris. Recuerdo que estuve a punto de patearlo, pensando que era un trapo. Entonces el gatito levanto la cabeza y maulló. Era una dulzura de cachorro, no pensé que se convertiría en un gato huraño; conmigo siempre fue distante. Sabe que iba a patearlo, terminando con su corta existencia antes de darme cuenta. Pero eso no justifica que me odie el resto de su vida gatuna. Estúpido gato rencoroso.

«¡Qué lindo!», dijiste.

«¿Te lo quieres llevar?»

Asentiste y lo cargué en mi regazo. Lo llevamos a tu casa, lo secamos, podían exprimirnos a los tres, y le dimos un plato de leche tibia. Creía que era un cliché de las películas, pero funciono, el pequeño bebió y se quedó dormido, panza arriba como haría el resto de su vida.

«Se va a llamar Eliot», dijiste con una sonrisa.

«¿Eliot?»

«¿No te gusta? ¿Qué nombre le pondrías tú?»

«¿Bigotes?»

«¿No te gusta más «Gato genérico #3»? O «Gato», ¿ya que desbordas ingenio?»

Ambos reímos, incluso el gatito pareció hacerlo entre sueños. Así nos ligamos a Eliot.

Admito que amo al gato, aunque me queje de él. Me hizo llegar a la conclusión de que los animales se mimetizan con las almas de sus dueños, o con sus personalidades. Entonces llegan a nuestras vidas porque nos parecemos.

El gato me trata como tú lo hacías: a veces parece que me ama como a nadie. Otras, me desprecia y me hace sentir que todo es mentira. Eras buena en eso. Vaga por la casa con aire de suficiencia, como si todo le perteneciera, hasta yo. El otro día estaba hablando con una vecina nueva, la que se mudó hace unas semanas. Es una mujer muy linda y parece que le atraigo. Eliot nos miró por un rato y luego le bufó, la asustó. El idiota cree que te estoy siendo infiel. Él entiende que no volveremos a estar juntos, pero no puede evitar proteger lo que cree que amabas, o que te pertenecía; me pone al nivel de tu cobija de lana que no me deja tocar.

Su actitud es un poco reconfortante, de cierto modo reafirma la importancia que tenía para ti. Aun así, nunca terminaré de entender por qué te amo como lo hago. A veces pensé que lo mejor era dejarlo todo, dejar de buscarte, ignorar tus pedidos de que te mandara mensajes, tus indirectas. Jamás imaginé que usaría este anillo. Cada minuto que te dediqué sirvió para hacerme pedazos cuando te fuiste.

Qué cruel destino. Preferiría verte por la calle a tener que venir siempre aquí; tratar de ignorarte, sin conseguirlo porque siempre fui dócil contigo. No soy tan posesivo como para preferirte aquí, para hablarte siempre que quiera. Preferiría que fueras como en aquellos años, libre, etérea, inasible, imposible. Tan imposible que dolía, mientras te miraba enjaulada en brazos de tus novios. Igual amé la distancia que hizo especial cada vez que el destino te puso en mi camino.

Fui feliz contigo, así que pienso en las cosas malas. Yo también soy culpable.

En los últimos días a veces estabas de buenas, a veces me ignorabas, indigno de tu atención. Decías amarme mientras que mi amor te resultaba asfixiante. Te resultaba desagradable verte tan particular como te vi.

«Soy una pecadora» dijiste. «No te merezco, mi ángel. No merezco esto, nada de esto».

«No mereces lo que te pasa. Quiero besarte cada pecado. Quiero que beses mi fingida santidad». Y quise coronar mis suicidas palabras con un beso. Tu momentánea lucidez se interpuso.

Cuando te marchaste te llevaste una sola muda de ropa, ese vestido blanco con flores azules que tanto me gustaba. Gracias a Dios se fue; lloraría todas las noches aferrado a él. Soy un llorón, tú lo sabes.

Al fin eres tan libre que sé que no podre tenerte nunca más.

Hoy por fin empecé a deshacerme de tus cosas. Sí, más que nada es lo que tengo que decir. No sé si te acuerdas de cuando Memo me pregunto… ¿Podías escucharnos? ¿Escuchas mi cháchara cuando vengo aquí? No importa, es hora de ponerle fin. Le dije que el día en que se fuera todo lo que me hiciera recordarte me olvidaría de ti.

Ha pasado un año y un par de meses, igual no soy tan obsesivo para contar cada puto día, y no te he olvidado, obviamente: hoy quise masturbarme pensando en ti. Fue desastroso, por cierto. Me levante, me duche para limpiar la culpa en mi vientre. Hice mis cosas. El puto gato no pidió de comer, a veces se deprime. Lo llamé, como de costumbre. No respondió. Maldije un par de veces. Lo busqué. El muy cabrón estaba acurrucado con tu foto. Ambos te extrañamos. Si antes se parecía a ti, ahora se parece más. El desgraciado también se murió.

Lo traje para enterrarlo contigo, para que estés menos sola. Hoy por fin empecé a deshacerme de tus cosas, la casa está muy vacía. Memo dice que es lo mejor. Tú dirías que es lo mejor. Yo no sé qué pensar.

Adiós Ruth. Adiós Eliot. Tengo que seguir mi vida.

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