Él no siempre fue así. Hubo un momento de su vida en el que era tan inocente como cualquier niño de 13 años, junto a su hermano de 17 y su hermanito de 10. Tenía una familia agradable. Su madre siempre fue buena y su padre, a pesar de ser distante, no les trataba mal. Su bien económico no se debía a buenos actos: su padre era un mafioso, uno muy buscado. Alegre e inocente, esas serían «las mejores vacaciones en un barco de piratas», pues su progenitor había organizado un viaje para escapar del país.
Y así fue. Zarparon junto a unos marineros contratados para manejarlo todo y que la familia sólo debiera relajarse –sí, así de ricos eran–. Pero no sólo la ley los buscaba, habían mafiosos enemigos que anhelaban venganza. En medio del mar, mientras los hermanos jugaban y peleaban, todos vieron al cielo por un ensordecedor sonido. Un avión pasaba justo por encima de ellos y soltaba lo que parecía ser una bomba, la cual apuntaba estratégicamente al padre. La explosión se encargó de derribar el barco. Varios marineros resultaron malheridos, sólo 6 de los 15 marineros sobrevivieron y ayudaron a los hermanos y la madre a huir y hallar una isla. El hermano mayor había sido herido, pero no lo suficientemente para desangrarse en medio del mar. Uno de los marineros apenas había logrado ayudar, pues también estaba herido y su sangre ensuciaba el agua mientras nadaba.
Llegaron a una isla cercana a duras penas. El sol amenazaba con quemar a la flora del lugar. Pasaron apenas cinco días y el marinero malherido falleció debido a la herida, la escasa hidratación y el hambre. Un grave debate se formó entre los adultos. Los hermanos eran ignorantes de ello. Uno de los marineros había propuesto comer el cadáver del fallecido, a pesar de lo mucho que lo respetaban, cedieron por el hambre y lo cocinaron. Aquella noche los hermanos cenaron gustosos, aunque se sentían un poco incómodos por notar que los adultos se veían raros y hasta perturbados. La carne sólo les duró para dos días, pues el calor no cooperaba y, a pesar de estar cocinada, se terminó pudriendo. Más días pasaron. Tal vez dos más, quizá cuatro. Todos estaban perdiendo fuerzas.
El hermano de 17 años murió debido a la infección de su herida. Desesperada, la madre se negaba a comerlo. Fue entonces cuando los dos hermanos supieron lo que comieron días antes, lo que cobraba sentido al notar que faltaba un marinero. Entenderlo los enmudeció. Al final los marineros convencieron a la madre, le dijeron que era la única manera para que sus otros hijos lograsen vivir también. Aquella noche cenaron. De los supervivientes sólo se podían oír sus respiraciones y las mordidas. La familia comía perturbada y entre lágrimas.
Ninguno de los hermanos volvió a hablar.
Pasaron más días… tal vez semanas. La flora no les regalaba ni siquiera un trozo de fruta podrida. Ya algunos no sentían fuerzas para mantenerse de pie por mucho tiempo. Echado en el suelo, un incontrolable hambre lo atacó. Zuribal, el niño de 13 años se acercó a uno de los marineros más débiles y le pidió que lo acompañara, usando su voz ronca y poco usada. El marinero accedió, pues, a pesar de su estado, pensó que tal vez el pequeño necesitaba hablar y desahogarse. El niño le ayudó a levantarse y caminaron juntos lejos de los demás. Le pidió que se sentara, luego que se acostara. El hombre hizo caso, no se sentía en peligro y estaba cansado como para seguir de pie. «Por favor, cierre los ojos… Por favor» imploró con voz temblorosa. El marinero hizo caso. Cerró sus ojos. Ya no había vuelta atrás. Su corazón empezó a latir rápidamente. El jovencito tomó la roca más grande y pesada que logró levantar y se acercó al hombre, el cual no se había percatado de nada. El miedo finalmente lo atacó y quería parar, pero el hambre lo desesperaba e incentivaba. Adrenalina. Con fuerza, golpeó la cabeza del hombre con la roca. Con fuerza, la volvió a levantar. Con fuerza, repitió el acto tantas veces hasta que ya no se oyeron quejidos ni se sintieron forcejeos por parte del marinero. Adrenalina. Su visión se aclaró y pudo ver con nitidez el color rojo de la sangre que escurría del rostro desfigurado del hombre ya muerto. Sí… completamente muerto. Se quedó quieto. Sintió la sangre aún tibia resbalar de sus manos hacia la tierra. Olvidó el miedo gracias a la adrenalina. Olvidó cada temblor de su cuerpo gracias a la adrenalina. Se sentía como en shock. Una sensación genial de haber hecho algo peligroso y seguir vivo… ¿O algo así? Él mismo no se podía explicarse a sí mismo lo que sentía. La curiosidad lo invadió y acercó su mano a su rostro. El olor de la sangre era fuerte tomando en cuenta que estaba desparramada por todos lados. Lamió uno de sus dedos. El sabor era… no era del todo desagradable. Era interesante. Tenía sabor a óxido de hierro pero no era asqueroso. Mordió su labio inferior, tragó saliva y sintió un escalofrío. Quería comer. Se acercó lentamente al cadáver aún tibio y mordió ligeramente un pedacito de carne, sin llegar a arrancarlo. Era comida… Con algo de desesperación mordió con fuerza, quería tragarse un buen trozo. Estaba feliz. Al fin estaba comiendo y, aunque sus sentidos no lograsen percibir correctamente el sabor, su estómago le agradecía cada bocado. Se sentía un poco mal por no poder compartir la comida junto a su familia, pero sabía lo que hizo. Cometió un homicidio y no podía mostrarles una escena tan atroz a su madre y hermano.
Luego de comer todo lo que pudo se derrumbó. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que llegó a esa zona junto al marinero? El miedo volvió y con más fuerza, acompañado con la culpa que lo comía de la misma forma en la que él había comido al marinero. Temblando y soltando lágrimas logró levantarse e ir hacia la costa. Se desnudó y lavó su cuerpo con el agua de mar, también enjuagó su ropa para asegurarse que no hubieran rastros de sangre. No le quedó de otra que vestirse con la ropa mojada. Empezaba a sentirse mal. La carne cruda no era la mejor para el organismo humano, y eso lo supo por los mareos, las náuseas y otros malestares que sentía. Su boca llevaba un molesto sabor a carne cruda, carne humana cruda. Cuando por fin acabó, tomó camino de vuelta junto a los demás. A lo lejos vio algo que lo dejó paralizado.
Su madre, que era la más débil entre todos estaba siendo violada por los marineros. Tenía tan pocas fuerzas que ni siquiera podía gritar y sólo sollozaba y rogaba que parasen. A unos metros de ellos estaba su hermano menor tirado en el suelo, golpeado e inconsciente. Estaba asustado. Quería huir y alejarse, pero parte de él le pedía que se quedara y asimilara todo. Su corazón latiendo alarmado y sus piernas amenazándolo con hacerlo caer le hacían sentir desorientado. Un incontrolable odio llenó su mente y corrió hacia uno de los marineros, se echó sobre este y lo derribó. Notó que estaban lastimados, pero eso no pudo importarle menos. Preparado para golpear al que había derribado, entendió que eso no fue más que un error, pues habían otros tres marineros detrás suyo. Uno se acercó y golpeó al chico con la fuerza suficiente para hacerlo soltar un alarido, dejándolo tendido en el suelo. Cuando intentó levantarse, el marinero al que había derribado se le echó encima y lo inmovilizó. Los otros dos marineros seguían follando a su madre, la cual esta vez forcejeaba un poco más por vanos intentos de ayudar a su hijo.
El marinero que tenía encima intentó ahorcarlo, pero el que le había ayudado dijo: «No lo mates. Él será para después. Su hermano nos bastará hasta que se pudra, luego iremos por este mocoso. Mientras tanto… ¿por qué no lo pruebas? Se ve más lindo que el crío de su hermano». Asustado por el morbo de las palabras del marinero, intentó liberarse del agarre y huir, pero no pudo. El tipo que tenía encima sonrió de manera que le pareció repugnante, una sonrisa llena de maldad. Los otros hombres reían ante la situación. El marinero que anteriormente quería matarlo le bajó los pantalones recién lavados en agua de mar y los rasgó fácilmente, pues la tela estaba muy maltratada. Empezaron a profanarlo. Gritó tanto que su garganta empezó a doler, pero siguió gritando de todas formas. Ese hombre no paraba ni un poco y el otro marinero se acercó al niño por detrás y mordió su hombro con tal fuerza que empezó sangrar. Sentía el ardor y la sangre bajar. Dolía. Lo estaba volviendo loco. No importaba cuánto llorara, aquello no se acababa.
Le rogó de mil maneras a Dios para que aquello sólo fuera una pesadilla, pero ningún ente divino acudió a sus plegarias ni mucho menos alivió su dolor. Ahogado por el agotamiento y el malestar, perdió la consciencia. Y eso fue lo mejor que pudo pasarle en esa situación.
Cuando despertó ni siquiera hizo el intento de abrir los ojos, pues sentía que había demasiada luz en donde sea que haya aparecido. Se sentía anestesiado, perdido. Con esfuerzo intentó reconocer el lugar donde estaba. Logró asimilar algunos detalles y supo que estaba en la habitación de un hospital. Se sentó apresurado; se mareó en consecuencia. Estaba confundido y, por parte, ligeramente feliz. Al menos no estaba en la isla con esos marineros. Pero, ¿y su familia? ¿En dónde estaban? Cuando intentó salir de la cama, notó que tenía un saquito de suero a un lado y casi lo tira. Quería llamar la atención de alguien, pero no podía hablar. Tomó una gran bocanada de aire e intentó relajarse. Esperó sentado en un borde de la cama a que alguien llegara. Por suerte algunos minutos luego apareció una muchacha, la cual parecía ser una enfermera. Ella se acercó a él y le hizo algunas preguntas sobre su estado, sin embargo Zuribal no respondió a nada. La mujer, un poco impaciente, notó que el pequeño estaba incómodo. Ella entendió que él quería saber sobre su familia y fue entonces le explicó: su madre estaba consciente y aún hospitalizada al igual que su hermano menor, sólo que este estaba en coma. La enfermera no quiso dar más detalles sobre cómo los encontraron o qué pasó con los marineros. Le hizo un chequeo y se marchó.
Zuribal nunca supo cómo llegaron vivos al hospital o siquiera como salieron de la isla. Cuando les dieron de alta y su hermano despertó, su madre programó un viaje fuera del país, sólo que esta vez sería en avión. Aprovecharon que su padre había dejado exageradas cantidades de dinero en cuentas extranjeras. Fue más o menos un año después del incidente que Zuribal supo cómo salieron de la isla. Su madre le dijo que de la mafia habían salido rumores sobre el ataque aéreo que presenciaron en el barco, y que las autoridades estuvieron en busca de los sobrevivientes con las esperanzas de encontrar a su padre y encarcelarlo. Aparentemente los hallaron pocas horas luego de que los marineros se volvieran locos, y por suerte antes de que mataran a su hermano. Ellos fueron arrestados y los llevaron a un tipo de hospital psiquiátrico. Zuribal escuchaba atentamente y a cada palabra se sentía más aliviado, tanto por saber que al menos su madre y su hermano menor estaban vivos y también porque no mencionó ningún cadáver medio comido en la isla. Supo que hizo bien en alejar al marinero que mató antes de comerlo.
Cuando por fin se cumplieron dos años del incidente, Zuribal volvió a hablar poco a poco. Había seguido sus estudios en casa hasta ese momento. Estar en un nuevo país le hizo despejarse un poco del pasado, tal vez hubiera estado mejor de no ser por que cada vez que comía, vomitaba todo y se sentía más hambriento que antes, sin mencionar que la cicatriz de mordida aún estaba claramente presente en su hombro como un recordatorio. A veces pensaba que Dios lo había castigado por matar y por eso lo abandonó a su suerte con los marineros. Su familia pensaba que era bulímico y quisieron llevarlo a un psicólogo pero él se negó completamente.
Sabía perfectamente qué era ese hambre y con qué podía saciarlo. Quería carne humana. Luego de probar a ese hombre crudo, la idea de comer a alguien más lo torturaba.
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