La sangre borbotea en torno a mi frente, no es que me importe mucho, mientras desaparezca el brillo.
Sí, el brillo, el brillo en mi ojo izquierdo. Nadie más se ha dado cuenta, pero ahí está, y desde hace poco, demasiado poco como para no fijarme.
Pero enseguida lo habré solucionado. En cuanto termine la trepanación desaparecerá. Si este estúpido taladro tuviese más potencia ya estaría hecho.
Se detiene en cuanto toca el cráneo y cada vez me cuesta más mantener los ojos abiertos. Las vibraciones y la sangre que me chorrea por la cara me lo impiden, el papel de periódico que he extendido por el suelo ya apenas la absorbe y, por si fuera poco, ese maldito brillo del ojo me observa burlonamente.
Son ellos, lo sé. Me observan mientras les observo observar.
Pero por poco tiempo más.
Trhsss trhsss…
Al fin ha traspasado, ya no siento esa presión que me estaba enloqueciendo. Pero me invade un mareo, un mareo intenso… que me impide ver nítidamente, escucho un leve zumbido…dentro, dentro de mi cráneo, rápido, he de sacarlo, he de…
No sé cuánto tiempo llevo tumbado en el suelo, debo haberme desmayado. Por suerte no he caído con el taladro dentro del cráneo, pero aun así he perdido mucha sangre. El papel se me ha pegado por tooodo el cuerpo y el zumbido de mi cabeza se ha aclarado, suena como voces lejanas, indistinguibles y abstractas.
Los golpes en la puerta me distraen. ¿Mamá? Suenan muy fuertes para ser ella, no creo que la silla con la que he atrancado la puerta aguante mucho.
Me levanto pesadamente y lo primero que veo en el reflejo del espejo, que casi por completo está salpicado de sangre, es el brillo, ese dichoso brillo. Pero no hay tiempo para eso, ahora el amoratado agujero de mi frente es la prioridad.
Lo tapo como puedo con las pocas gasas que aún no están empapadas con mi sangre, enseguida se impregnan. Lo hago lo suficientemente rápido como para poder coger el taladro justo antes de que los tres hombres vestidos de camilleros que acaban de entrar por la puerta se abalancen sobre mí.
Atravieso la mano de uno de ellos con la oxidada broca, pero no sirve de mucho. La pérdida de sangre me ha dejado bastante débil y enseguida me apresan, me inmovilizan y me atan a una camilla.
Me bajan por las escaleras mientras vocifero, hacia lo que parece una ambulancia. Por el rabillo del ojo logro vislumbrar una especie de médico que intenta calmar a mi madre.
Él me mira e intenta esconder una tenue sonrisa, pero lo que absorbe mi atención es ese brillo. También él lo tiene y en cuanto me doy cuenta comienzo a observar los rostros de los camilleros.
Sin excepción, todos portan ese perturbador brillo. Sonríen al darse cuenta de mi descubrimiento y empiezan a farfullar algo que no acabo de captar. No tengo claro si no lo entiendo o simplemente no alcanzo a escuchar nítidamente, son como voces lejanas.
Miro a mi alrededor y observo como, sin darme cuenta, llevo inyectado en el brazo un catéter, que filtra un blanquecino líquido hacia mi cuerpo. Mi cabeza da vueltas, seguramente sea un sedante. Quizás por eso no entendía sus palabras o quizás no.
El techo de la ambulancia se esmerila, emblanquece y distorsiona. La última imagen que me llevo conmigo es el brillo en el ojo del camillero al que he traspasado la mano, que me mira con rencor.
Recobro la consciencia entre mareos y arcadas. El olor de la habitación llena mis fosas nasales con un aroma a plástico recién estrenado. Me desagrada, pero aún más cuando me doy cuenta de donde estoy. Una sala acolchada, de un tono algo amarillento y gastado por el tiempo.
La puerta tiene una pequeña rendija. Al mirar por ella solo veo decenas de puertas iguales, marcadas con números y letras sin orden aparente. Y en aquellas en las que se asoma alguien, siempre el mismo brillo.
Sin importar el color o el sexo de a quien pertenezcan los ojos, siempre el mismo brillo. En la periferia del ojo izquierdo, burlón e insolente, me mira desde los ojos de otros.
Me retiro de la puerta mientras contengo las arcadas, que aún persisten, y caigo rendido en una de las esquinas de la habitación. No me había percatado, pero una bandeja reposa en la esquina opuesta. Gateando me acerco a ella.
Comida. No de muy buen aspecto. Un trozo de pan integral, algo de puré de un tono desagradable y unas ridículas natillas de chocolate, tan escasas que no llenarían ni a un crío. Pero también una cuchara, que es lo único que capta mi interés. La cojo arrojando todo lo demás al suelo, y ahí está…
Como me temía incluso en el vahído reflejo que proyecta la cuchara, puedo verlo, clara y nítidamente, el brillo, el maldito brillo que me atormenta y desde el cual sé que me observan.
Pero no podrán ver nada más si yo dejo de ver. ¿No es así?
Grave error por su parte dejarme la cuchara.
Creo… que empezaré por el izquierdo.
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