A esa hora indeterminada en que todo parece confabular para una confidencia, la soledad perfecta entre mi tía abuela Violeta y yo dio pie a que pueda enterarme de una de ellas: Me contó que siendo joven pero estando ya casada venía a visitarla un médico cercano a la familia. Al principio no se daba cuenta que llegaba casi siempre cuando estaba sola en casa pero luego confirmó las sospechas de cuáles eran sus intenciones ocultas. Con ingenio femenino trataba que no se notaran los desplantes que le hacía al impertinente doctor pero solo conseguía que fuera más audaz en sus aproximaciones. Hasta que llegó el punto en que la situación se hizo insostenible y ella tuvo que decirle que ya no podría seguir viniendo especialmente cuando su esposo no estaba en casa. Fue cuando ese hombre impetuoso se plantó muy decidido delante de ella y desenmascarándose por completo le arrojó la pregunta que recordaría toda su vida: «Por qué me tiene inquina.» Y entonces a mí tía abuela se le cambió la mirada recuperándola de esa lejanía con que se cuentan las cosas del pasado distante y la trajo de regreso a ese momento entre nosotros mirándome con más certeza.»Y yo no supe qué responderle -terminó ella diciéndome- por qué no sabía qué cosa era inquina.»
Cuando esa confidencia me fue otorgada como quien entrega un amuleto recóndito y se lo confía a otro para que lo custodie por él mi tía abuela era casi octogenaria y habiéndose casado a temprana edad, fácilmente ese episodio escabroso de su vida rondaba con poco más de medio siglo sepultado en un pudoroso silencio y ya revelado cobraba de esta forma una suerte de nueva existencia. Pero más allá de lo sórdido que parezca este conato de infidelidad a la que se vio expuesta lo que más me sorprendió fue que ella recordara esa palabra precisa con la cual fue abordada aún desconociendo su significado entonces y la perplejidad que sintió por el desafío que encerraba más que por el ímpetu del hombre que depositaba así la impotencia de verse un galán derrotado.
No cuesta mucho imaginar que luego de lo ocurrido mi todavía joven tía abuela acudió al diccionario antes que contarle lo ocurrido a su marido, si acaso tal cosa ocurrió, para arrebatarse la duda hasta quedar liberada de ella cuando dio con las palabras enlistadas en la letra I de ese oráculo impreso de significados por descifrar y supo por fin que inquina es aquella antipatía o aversión experimentada contra alguien y que le impulsa a tratarla de forma negativa o con rechazo. Y recién en ese instante pudo responder tardíamente la osada pregunta solo que no había nadie para oírla. Salvo que ese alguien tuvo que estar delante de ella poco más de medio siglo después.
Habrá transcurrido casi una década desde que mi tía abuela Violeta me confío esa intimidad hasta que el enfisema acabó con ella de la forma en que una vela se consume y agoniza en ese esbelto humo diminuto que la abandona. Y desde su partida hasta esta fecha en que escribo esto hay un número similar de años de por medio. Así, la palabra inquina, ya desprendida del azaroso contexto de donde emergió, ha resaltado en mis entrañables recuerdos desde hace unos veinte años. Soy como su custodio ahora mismo y si la vida me favorece tanto como lo hizo con mi tía abuela puede que con la debida licencia de la memoria esa palabra perdure un siglo entero entre ella y yo. Entre su pecho y el mío. Con una diferencia importante: Ahora no habrá diccionario ni sapiente manantial donde consultar el significado profundo de ese vínculo. Y desde la A hasta la Z se extenderá inútil el léxico que no podrá nombrarnos.
Es una simple palabra, ya lo sé. En nuestras dilatadas charlas intercambiamos miles de ellas. Paloma para su miríada de adornos con el atributo del vuelo arrebatado a sus alas de inútil porcelana. Foto para toda esa galería de muertos de su familia empecinándose a la vida en cada pared como una extraña enredadera sin raíz a la tierra. Cobre para el espíritu dentro de las monedas que tanto aborreció. Revolución, pastilla, pan, bastón. Todas eran como meros instrumentos con los que se dejaba entender y se valía de ellos para remediar los achaques de su vejez, acompañar su tibia soledad, endiablar de adornitos un anaquel estrecho, calumniar a un regalito llamándolo ofrenda, dilatar un recuerdo hasta hacerlo historia legendaria, abrazar con su voz al ausente. Pero entre todas esas palabras ninguna tenía esa simplicidad de bastarse ella misma para saber que representaba algo exclusivo sin necesidad de agregarle más como la palabra inquina que era para nosotros el rastro más evidente de la confidencia.
Habiendo sido atea como lo fue, sin aceptar ese soborno del cielo de una vida redimida por los buenos actos, su fe intacta debía tener algún destino. Algo más que en el bastón que la precedía para recargarse en él sin caerse, en la mano de la muchacha que le daba su remedio creyendo que de verdad lo era y no la sustancia que la mataría, en el día soleado que secaría más de prisa la ropa que a su avanzada edad ya no usaba pero hacía lavar por añoranza de otra época. Sobre todo su fe era depositada en el otro. Y aquellas veces sentados alrededor de todas esas reliquias de su vida una lámpara vieja proyectaba las sombras en el mismo sofá raído de siempre, en el candelabro herido sin uno de sus brazos en pos del techo que no alcanzaba nunca, en la muñeca gris que olvidó el rojo y el garbo, en el cenicero con su absurda cavidad sin cenizas, en ese listón que en otra vida fue adorno y ahora era el dudoso equilibrio de un portarretrato con su trozo de memoria exhibida pero a punto de renunciar a ella por el riesgo de irse de bruces sobre la mesita. Esas sombras de la lámpara vieja danzando sobre aquel pasado reclinado de tal manera, era la forma cómo el tiempo se reinventaba de nuevo en toda esa decadencia para apelar a la añoranza y a la confidencia que brotaban melancólicas en la voz de mi tía abuela y entonces el espacio que me separaba de ella era precisamente el salto de fe que depositaba no en una divinidad hechicera y superlativa sino en débiles criaturas de carne y hueso sensibles a la infamia y la traición pero también a la esperanza y al amor.
Puede que ahora yo sea una de esas criaturas traidoras por devolver con indiscreción el oro de su confianza. Pero también habrá de ser cierto que quien guarda para sí la vastedad de una sola palabra resume en ella la profunda admiración de su hacedora.
* Violeta Carnero Hoke Viuda de Valcárcel (1923-2010)
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