Cuando era muy niño y el mundo conocido era solo el largo de la cuadra donde vivía teníamos una forma propia de nombrar lo que nos rodeaba. Pellejo a la vida extra que nos inventábamos luego de la muerte infantil causada por una pelota; torito a un escarabajo volador que investigábamos con el extremo de un palo muy sádico; ñoco al agujero de la vereda donde las canicas rodaban con la avaricia de nuestros pequeños dedos. Pero siempre la casa de la derecha a la mía era la de la señora Carmen. No era la casa blanca, que luego fue crema y quizá verde ni aquella donde el jardín en su desmesura nos retaba a dar de saltos a ver si esta vez las hojas permanecían inmóviles debajo de nuestras acrobacias. Era la casa de la señora Carmen. Mi vecina de toda la vida. La señora en la que yo fui Danito siempre hasta que mi nombre no fue más un diminutivo.
Quiero contar hoy que estoy triste por ella el recuerdo dulce y casi infinito de un día en que la señora Carmen se apareció a mi puerta. Salir de su casa para llegar a la mía era apenas invadir ese pasaje que llamábamos la calle. Y seguro que cuando teníamos prohibido salir mis hermanas y yo nos excusábamos de hacerlo argumentando que solo estábamos en la puerta de la señora Carmen puesto que los niños tienen la sabiduría de llamar oportunidades lo que los adultos estropean con una regla. Nos sentíamos tan cerca que mi padre cuando quería reprocharnos por no servir su mesa completa simulaba darle las quejas en voz alta pidiendo desde la cocina a la señora Carmen le alcanzara el cubierto faltante. Y en las navidades perezosas de tener que saludar a cada vecino al filo de la medianoche resumíamos el oneroso ritual entrando casi sin avisar a su casa y en los ojos de ella y en los de su familia eso era todo menos una intrusión. De modo que aquel día de mi infancia, ese día dulce y casi infinito, la señora Carmen se apareció de pronto a mi puerta sin tener conciencia y acaso sin la culpa de estar en el umbral de lo ajeno.
Cuando eres niño la felicidad tiene muchos nombres pero ese día en especial tuvo la forma y el sabor de un budín que la señora Carmen había traído sin más en una bandeja que de seguro bastante después de que mamá la dejó limpia y escurriéndose entre nuestros platos le echaríamos una mirada que ya no era de hambre sino de auténtica gula. No, no era el budín que ella y su familia ya no podían o no querían comer como esas tortas de cumpleaños sin terminar de ser repartida. Era un budín completo con toda su redondez solo para nosotros y ese baño de caramelo derramado fuera de sus bordes como un delicioso rastro que conduce a una meta bendecida. Y la geometría desigual de las tajadas con la que mamá lo cortaría en trozos se compensaba con la fiesta de ese budín deshaciéndose dentro de la boca hasta llegar al espíritu del sabor del pan del que estaba hecho, el mismo que nos traía el panadero por las tardes en su carretilla que una corneta iba anticipando en la cuadra y llegaba así desde alguna parte de fantasía a nuestro pequeño mundo conocido.
He pensado que mientras era niño y antes de ver por mí mismo un caballo o una grúa me los presentaban el dibujo de ese caballo o de esa grúa y entonces quizá cuando en algún cuento alguna bondadosa mujer se interponía entre el árbol indefenso y el hacha de un malvado leñador, en mi mente infantil todavía con tantas cosas aún por ser imaginadas el rostro de esa bondadosa mujer entre esa hacha y el árbol lloroso debió de parecerse mucho a la señora Carmen, el mismo que vi ese día detrás de mi puerta y detrás de ese generoso budín que ella mantenía entre sus manos a una altura más alta que mi propia cabeza y se justificó a sí misma sin más palabras que diciendo: “He preparado esto para ustedes.” Aquella vez la señora Carmen salió apenas de su casa para entrar a la nuestra en esa forma tan dulce y golosa, no debió dar ni veinte pasos en ese inaudito viaje, desapareció sin pretensiones detrás de su puerta y se hizo el silencio tras ella pero entonces fue como si ese caminito hubiera quedado impregnado de su generosidad y así lo supe siempre cuando me tocaba recorrerlo y empequeñecía todavía más de lo cerca que estaba a los muros de su casa. Ahora sería imposible agradecérselo porque la vida, como los budines, se acaba con el último mordisco que te arranca el destino en esa efímera tajada que queda de ti, salvo que la de la señora Carmen me deja un sabor dulce como caramelo derretido más allá de todos los días.
* A la memoria de Carmen Rosa Nonone
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