«Nunca te mueras» le había pedido. «No moriré», me aseguró. Y entonces ese día fue suficiente. Aquel día no necesité de nada más. Testigos fueron la almohada con esa cóncava grieta donde había aplastado su último sueño, el espejo en su armario que retrató inverso nuestro abrazo infinito, la bata enfermiza que le rodaba sobre todos sus vastos años. Le oí esa certeza breve, minúscula frente a la quijada de la vida, pero entonces solo fui como el niño que había dejado hacía mucho de ser.
Desde esa vez tan tierna e irrepetible mi tía abuela Violeta* persistió en su ofrecimiento de no morir. Era septuagenaria ya cuando aplazó de forma tan resuelta a la muerte así que al menos tenía cierto ardid en el dudoso arte de aferrarse a este sensible reino en que se acuñan monedas, deudas y pesares. Su propia viudez larga como un suspiro era una acreditación de ser una sobreviviente más allá del hombro y de los labios en los que fue hembra, madre y tiempo. Y su soledad, la romántica forma de ser ella misma un recuerdo que aún respira.

Quizá esa resolución de saberse viva indefinidamente la persuadía a ser indemne a lo que dañaba al resto de los mortales y por eso temeraria cruzaba las calles empuñando por lo alto su bastón para detener la marcha de los autos en las anchas avenidas, o a conectar los enchufes a la toma de electricidad con las manos empapadas mientras yo le acercaba un inútil secador que nunca llegaba a tiempo, o era parte de su desprecio de acudir a la visita médica en donde por último hacía acopio de anécdotas en lugar de sus muchos males.

Los años iban transcurriendo no ya para alterar las cosas sino más bien fuera de ella misma, verificando apenas la sucesión bostezante de los calendarios, porque cuando se es viejo las mañanas son un largo para qué y las noches son los olvidos de esos para qué tan esforzadamente incorporados de esa cama perezosa y quejumbrosa. Así, lentamente sus hospitalarios platos de gelatina con platanito pasaron a ser solo de gelatina o solo de un platanito y luego a solamente una voz acurrucada: «Puedes servirte lo que quieras» y fueron pasando un día tras otro, se amontonaron todas esas mañanas con sus para qué inconclusos hasta que con un cumpleaños decisivo el destino la hizo octogenaria.

En verdad, Violeta estaba determinada a cumplir su fabulosa promesa.

Desde luego su salud no era de las mejores. Dicen que puede saberse lo más importante en la vida viendo lo que está más al alcance con solo alargar el brazo desde tu cama y en el caso de ella andaba a un paso de analgésicos, gotas para los ojos, inhaladores, ungüentos que desterraban la alergia, y otros varios medicamentos que daban cuenta del mal funcionamiento de cada órgano de su fatigado cuerpo. En cualquier caso la engañosa miniatura de las pastillas disimulaba en algo lo estruendoso de sus problemas de salud pero esa precaria apariencia fue disuelta con la irrupción de un esbelto balón de oxígeno que desde el piso asomaba muy por encima de la cabecera de su cama y en su fiereza de metal resguardaba el delicado aliento imprescindible para que ella pueda respirar.
Obstinada como ella sola, mi tía abuela Violeta se rehusó a recibir cualquier ayuda fuera de su casa. Siempre dijo que si iba a morir no lo haría en una ajena cama de hospital sino rodeada de los suyos, y los suyos eran ya a su avanzada edad las reliquias de los parientes y amigos más queridos que desde alguna fotografía enmarcada y colgada en la pared le echaban una mirada que acaso en su precaria condición era más de piedad que nostalgia de lo vivido. Y sin embargo esa determinación, esa forma tan suya de ser heroica, desafiaba el cumplimiento de la promesa tan acariciada en estas líneas. ¿Qué iba a suceder al final de todo?

Detrás de la mascarilla conectada a ese extraño gendarme en que se había convertido el balón de oxígeno, podía vérsele envuelta en esa niebla que huía por los lados del artefacto aplastado contra su rostro y la voz, si acaso era voz aquella resonancia, nombraba esas palabras que iban abandonándola también. La agonía hizo de ella una vela en el viento que se asoma trémula cuando parece extinguirse. Primero su casa de donde ya no pudo salir, enseguida las paredes de su cuarto, luego la estrechez de su cama, después ese lado específico de la cama, la grieta en la almohada que acogió el rictus postrero, finalmente había ido cediendo palmo a palmo a la muerte que venía por ella. No lo supe entonces pero después comprendí que batalló hasta el último instante para dilatar todo lo que pudo esa irremediable falta a su palabra.

* Violeta Carnero Hoke Viuda de Valcárcel (1923-2010)

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