Los silencios de Gustavo Valcárcel

Los silencios de Gustavo Valcárcel

El brazo recto como un pedestal parecía dividir en dos ese momento de mi juventud. Por encima de él reposaba un mentón apesadumbrado y daban la calma a unos ojos que no estaban allí conmigo. Por debajo del brazo, lejos de aquella irrealidad, yacía la mesa concreta que daba sustento al personaje a quien me fue revelado conocer pero estaba más bien como en una estampa de sí mismo que volvía efímeramente a la vida para darle un sorbo a ese vaso de cerveza servido al pie y al dejarlo de nuevo inmóvil sobre la mesa su naturaleza de cristal repercutiendo breve allí mismo era lo único que se imponía en ese incómodo silencio. ¿Se habrá dado cuenta por fin que yo estaba allí para conocer a Gustavo Valcárcel, el primer escritor que conocía en persona? O quizá mejor aún, ¿notaría que unos ojos tímidos lo escrutaban en busca de un oráculo y en su lugar se resignaban ante un bivirí blanco que se balanceaba inerte?

Puede ser que entonces lo llamara tío Gustavo forzando el vínculo entre nosotros cuando en realidad su esposa Violeta* era mi tía abuela. También es posible que recurriera a ella más veces de lo necesario para sobrevivir a esa parquedad con que decapitaba mis preguntas y así evitar naufragar tras la espuma de todos sus vasos de cerveza. Pero desde luego no ayudó en nada que me proclamara un abstemio frente a aquel santuario espirituoso del que él era tan devoto y me echaría una mirada suspicaz a través de ese cristal donde los hombres se dejan ver más allá de ellos mismos conmigo fuera de esa dudosa hermandad. En verdad aquella vez él fue como uno de esos libros de su alta y honda biblioteca, inescrutable para todo aquel que no se diera con la fatiga de desentrañar sus misterios hasta la última de sus páginas.

Por suerte conocí a mi elusivo personaje en una faceta más íntima. Mamá se ofreció a llevarlo en el auto familiar para acompañarlo a cobrar su pensión de jubilado y entonces dejaría de ser ese imperturbable monumento de sus propios pensamientos. Aquel día deliré en la precaria fama que tendría al accidentarnos junto a esa gloria literaria si bien al llegar a salvo a nuestro destino debió ser el único extraño viaje en que me sentí un tanto defraudado de que no nos sucediera nada perturbador. Y mientras yo no perdía detalle de su andar entre dudoso y enclenque, él hacía lo propio con su frágil bastón al que le encargaba el reto de mantenerlo en pie y no rodar de nuevo al suelo donde alguna vez sufrió una fractura decisiva. Una vez ya frente a la ventanilla de pago recuerdo haberle murmurado para envanecerlo: “Te están atendiendo rápido y eso que no saben que eres el poeta Gustavo Valcárcel” a lo cual el hacedor de versos tan profundos como: “La muerte es solo la madera que nos arroja el tiempo para comprobar el fuego de una vida” respondió con la lira esta vez discretamente enmudecida con un rotundo: “Bah.”

Hombre inaccesible al fin, lo conocí mucho más a través de sus cosas que a de él mismo. De hecho cuando murió unos pocos años más tarde y le fue legado a su viuda finalmente un departamento por sus méritos culturales a la nación peruana, yo mismo me bañé en sudor al embalar cada libro de su biblioteca en frenéticas cajas de cartón ya desde entonces aquejado de asma catapultando así ese esfuerzo de simplemente colaborativo a heroico, y en mis brazos y hombros fatigados ayudé a disponer luego todo ese patrimonio hasta su nuevo flamante hogar. Los cuadros en los que se dejó meditar, la cama donde padeció tantos insomnios de los que escuchaba en la nuca sus pisadas, su comunismo derrotado en esas efigies de yeso, la mesa para comer y la mesa de escribir que le daba para comer, el abridor de botellas en el que renovaba su lealtad a Baco y en sus bamboleantes brazos vivió una vida lejos de los pesares que no le tocó vivir en verdad, la huella de las reliquias de su destierro por los avatares políticos, y todo aquello que puede sostenerse en la palma sin pasar desapercibido lo tuve yo en aquella mudanza de otro mundo se diría donde lo único presente de él era su ubicua memoria.

Paradojas del destino, cuando Gustavo Valcárcel fue a parar a la esbelta chimenea y quedó incinerado en poesía bajo el cielo de Lima me acerqué a él todavía más. Lo hice a través de su viuda, mi tía abuela Violeta con la que compartió más de medio siglo de vida. Aquel fue más bien un círculo que terminó cerrándose porque a través de la poesía de Valcárcel me fue anticipado la “vehemencia de ola” de mi hasta entonces desconocida tía abuela, y al frecuentarla después supe en carne propia que aquella metáfora tenía como origen su propia humanidad llena de urgencias sin tregua. Y si hasta entonces leía ese motivo literario que fue Violeta a través de los poemas de Valcárcel, ahora en los muchos años de viudez que ella toleró, descubrí al hombre palpitando en esa literatura amorosa y revolucionaria que versificara: “Pero la flor de la palabra, cuando quedo solo, no puede olvidar la espina del tiempo que sufrí.”

La soledad perfecta que es la vejez fue propicia para que mi tía abuela me hiciera su confidente y se revelaron para mí tantas claves que ese brazo recto como un pedestal donde reposaban un mentón apesadumbrado y una mirada ausente mantenía en silencio inexpugnable. Sencillamente la posteridad reivindicó con creces mi curiosidad hacia el primer escritor que conocí fuera de la incógnita de los libros y tuve el privilegio de disfrutarlo de todas las formas posibles en que puede evocarse a alguien, entre el pan de la mañana que surge de la bolsa como una promesa cumplida y las plantas encaramadas en las macetas con toda su nostalgia por la tierra firme. Y Violeta, la música terrestre del poeta hasta el final de sus días persistió en ser esa sinfonía de amor para él, como aquella vez cuando con motivo de una antología para una edición póstuma de sus poemas finalmente abortada, reconociendo que algunos de ellos no lo habían inspirado su propia belleza sino la de otras mujeres desconocidas, sentenció entre divertida y celosa al más puro estilo de La Pasionaria: “Estos poemas, NO PASARÁN.”

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS