No es un palacio de cristal conmigo como soberano de un reino imposible, ni soy el náufrago de una isla habitada únicamente por hembras que pugnan por ser las primeras en alcanzarme para perpetuar su linaje, ni estoy en una cuita piadosa donde me ha sido concedido recuperar a mi padre del olvido de sus días, ni hay voz para Borges ahora vidente o cualquier otro personaje de mi olimpo personal; cuando me extravío en los sueños, el tema que más se repite una y otra vez es mi reencuentro con un amigo que dejé de ver desde el colegio.

Egüez y yo compartíamos un curioso vínculo arrastrado desde la cuna y es que en el salón donde estudiamos la secundaria los lugares en las carpetas estaban asignadas por orden alfabético y siendo él Egüez y yo Elías, nos tocó sentarnos en carpetas contiguas, con él por delante y yo inmediatamente detrás. Día tras día durante al menos un año de la secundaria lo tuve siempre a la distancia de un brazo y bastaba inclinarme un poco hacia adelante o él reclinar la cabeza para consultarnos la última incidencia de la clase o simplemente para divagar y hacer del tiempo un poco menos cruel de lo que era en esas mañanas y tardes eternas abatiéndose sobre nuestras cabezas con su marasmo y aburrimiento. Pero más que una mera casualidad en la secuencia natural de las letras que nos dispuso ser compañeros de carpeta, yo pretendí ver en ese orden un designio superior a nosotros mismos por encima de la voluntad de nuestras adolescencias en aquel colegio del Callao y que luego sería corroborado por otras claves.

Esta nueva señal me fue revelada ante una ventana de nuestra aula y que no cedía a mi empeño de ser abierta. Se alzó entonces el coro de burlas de mis compañeros que presenciaron cómo la manija de la ventana me dejaba en ridículo hasta que apareció el brazo diligente de Egüez hacia el obstáculo pertinaz y sin mayor esfuerzo dio paso a la brisa de aire que reclamábamos. Luego se volvió de regreso a nosotros y dando la espalda a su triunfo de cristal sentenció con histrionismo: “Dicen que nos parecemos… pero por lo visto no es así.” La anécdota sirvió para poner al descubierto mi torpeza ante el desafío de una manualidad pero también para confirmar la sospecha que yo venía entreviendo y era un cierto parecido físico entre ambos y que Egüez había tomado en cuenta para enfatizar en todo caso aquello que sí nos diferenciaba.

La tercera clave importante de esa pretendida simetría entre nuestras vidas me la dio el ajedrez. Fui yo precisamente quien lo condujo a la secta de pensantes absortos que es este juego, le anuncié la promesa redentora que le aguardaba al peón en el final del tablero y redimir su humilde condición, la magia otorgada al caballo para duplicar los saltos de aquella criatura briosa a la que representaba, la ciencia transmutada en arte de destronar al rey con la irrevocable amenaza de un jaque mate, y así, uno a uno, todos los dones de un buen ajedrecista. Los peldaños de una escalera solitaria o un ángulo despoblado de cierto muro ajeno al enjambre de siluetas plomizas en que quedaban convertidos los patios durante los recreos, fueron las aulas improvisadas de esta relación desigual de maestro discípulo a cada lado del tablero, desigualdad que la inteligencia privilegiada de Egüez se encargó con el tiempo de restablecer al empezar a ganarme tantas veces como yo a él al punto de quedar habilitado junto conmigo para formar parte de la selección de ajedrez en los torneos interescolares.

Por aquellos días yo había terminado por resolver un misterio familiar acerca de mi hermano Carlos muerto muy precozmente y a quien nunca conocí al ocurrir antes de mi nacimiento. Tan breve había sido su existencia que un puñado de frases eran suficientes para evocarlo por completo y luego nuestras propias vivencias terminaban embalsamándolo en sucesivas mortajas debajo de las cuales yacía mi hermanito sin el amparo de otra palabra que lo trajera de regreso. Así pues ya en el colegio con la edad suficiente emprendí solo la fantástica travesía de hallar aquel recóndito lugar donde reposaba el perpetuo ausente y sin más ayuda que el conocimiento de su nombre. Durante jornadas de varios días trajiné nicho por nicho los lúgubres pasadizos y fantasmagóricos cuarteles del cementerio Baquíjano extraviándome entre todos aquellos espíritus desvanecidos en lápidas herrumbrosas, hasta que tan azarosa búsqueda fue gloriosamente recompensada con el hallazgo donde yacían los restos de mi hermano. Lo había conseguido.

Entretanto aquella frenética pesquisa de mis raíces me impregnó de muchas ansias que tomaron la forma inaudita de pretender haber recuperado a mi hermano más allá de ese abandonado palmo donde aún agonizaba su calavera. Y es que en mi febril imaginación de muchacho que empezaba a rodar por el mundo, un absurdo consuelo fue prosperando hasta convertirse en una vaga certeza: si Egüez tenía un apellido tan próximo al mío, si nos parecíamos físicamente y terminé por enseñarle algo como el ajedrez que nos mantuvo íntimamente juntos por tanto tiempo, era porque de algún maravilloso modo él mismo resultaba ser aquel hermano que siempre quise y la vida me arrebató.

Desde luego tuve el pudor de abrigar esa fantasía en soledad. Fuera del ámbito del ajedrez mantuve una discreta distancia con él lo cual terminaba por reforzar su condición de representar a alguien que nunca podía ser alcanzado plenamente. Tampoco nos saludábamos con particular emoción sino que intercambiábamos miradas cómplices y gestos incomprensibles que tenían un poco de afecto noble pero otro poco de albur. No fuimos grandes amigos, nunca supe el nombre de su primer amor ni él supo del mío. Solo conocí su casa por una antojadiza maniobra del destino que se empecinaba en vincularnos y ocurrió cuando Egüez cayó derribado a la pista por el impacto de un automóvil al salir juntos del colegio. Golpeó su cabeza contra el suelo y perdió temporalmente la memoria. Subimos al auto en cuestión y la culpa de quien iba al volante lo condujo a consentir al herido en lo que pidiera y él pidió ser llevado a casa. Una vez allí bajó por sus propios medios y fortuitamente le dio el encuentro una señora rubia sin que necesitara anunciarse y ella lo llamó sin reservas “mi bebé”. Pensé entonces en mi madre y las muchas veces que me daba un trato similar. Y pensé por un momento también, ya con la fantasía desbocada, que esa señora que acurrucaba a mi pretendido hermano debía ser naturalmente mi propia mamá. Pero por sobre todo concluí que si un hallazgo me hizo descubrir dónde había ido a parar ominosamente mi hermano, otro hallazgo que debió ser obra de algún hechizo me condujo a las puertas de la casa de este hermano figurado y comprobé con silencioso júbilo y asombro que ahora vivía la vida plena que no le había tocado vivir.

Años más tarde nuestra promoción egresó del colegio San Antonio y dejé de ver a Egüez para siempre salvo por una nueva vuelta de tuerca del destino que se empecinó en hacernos coincidir brevemente en un ómnibus cualquiera. Han pasado casi treinta años desde entonces pero en verdad nunca hubo tal despedida entre nosotros puesto que como dije al inicio de este relato, si hay un sueño que ha persistido hasta el día de hoy y se repite una y otra vez en el firmamento de mis noches es el de mi reencuentro con él. Allí aparece Egüez sin ninguno de esos embustes o refinamientos con que el sueño te traiciona saboteando identidades para hacerlas aparecer con otras distintas o usurpando sus atributos a los protagonistas para conferirles otros ajenos. No. En esa brumosa realidad él surge tal cual era, hacedor de jugadas de ajedrez y con mayor habilidad que la mía frente a las ventanas reacias en abrirse. Lo que sí ocurre es que de algún modo caigo en cuenta de dos cosas con distinto grado de acierto: La primera es la conciencia de saber que este sueño no es sino otro tanto de muchos que ya he tenido con el propio Egüez y desarrollando una idéntica historia. La segunda es que esta vez no me engañan los sentidos y el reencuentro ahora sí es genuino y por tanto llegó la hora estelar tantas veces postergada de hablar él y yo desde las entrañas.

En ese sueño delirante y persecutor, diáfano y tibio, fraternal nunca mejor dicho, entre solemne y abatido revelo a Egüez la idea deliciosamente ingenua que él había sido siempre el álter ego de mi hermano fallecido de manera precoz, que lamentaba no haberle hecho esta íntima confidencia antes, que seguramente entendía que habiendo obrado de otra manera habría provocado que él iba a dejar de ser quien yo pretendía y entonces perdería a mi hermano por una segunda vez, que jamás había salido de mi boca el que su mamá lo llamó mi bebé y pierda cuidado que solo se burlarían de mí por lo torpe que era para abrir ventanas, que debí cuidarlo mejor en el accidente aquel, y qué bueno que cuando perdió la memoria no olvidara acorralar el rey como le había enseñado en los recreos y salidas sobre esos muros pensativos, lejos de todos y de todo tal como yo hubiera querido que pase si mi hermano no se hubiera marchado antes de yo poder conocerlo, y en su lugar tener que buscarlo uno a uno entre todos esos pálidos muertos de los que solo quedaba ya polvo y olvido.

Tal es pues el sueño que más veces me ha secuestrado de esta breve realidad del día a día y cuya evocación siempre ha terminado con sucesivos por qué sin respuesta. Seguramente habrán de venir otras noches en que me persuada el asistir a la irrevocable primera vez que confío a Egüez mi pudoroso secreto. O quizá ahora tras este exorcismo público de mis aflicciones sobrevenga el siguiente eslabón de este engranaje compartido al que parece estamos sujetos Egüez y yo, y surja sobre la almohada en la forma renacida de un nuevo sueño en el que ya cesen mis eternas cuitas y ahora pueda conocer su parte de la historia que él tenga por contarme. Si es así, entonces lo único que me queda por desear es: “Que tengas muy buenas noches, Egüez.”

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS