Desde pequeño acostumbraba salir a caminar, todos los días regresaba de la escuela a pie para ahorrarse el dinero del pasaje para ir los sábados a las maquinitas de la Plaza Vivar, donde también llegaba caminando. Caminaba con su grupo de amigos por las noches, de una colonia a otra hasta que su mamá salía a buscarlo; cada septiembre iban a pie hasta la zona 1 para ver pasar a las batonistas en el desfile de bandas de las fiestas patrias. Tras graduarse de diversificado, solía caminar todas las mañanas, entregando papelería de una empresa a otra, buscando alguna fuente de ingresos para continuar sus estudios en la universidad y aportar algo a la casa.
Con el tiempo, Elí dejó de caminar con la misma frecuencia de antes; varias horas de su vida las pasaba en el Transmetro, buses rojos y mototaxis que le servían para movilizarse de la casa al trabajo, del trabajo a la universidad y de la universidad a su casa en un monótono ciclo de tráfico, insultos, humo de camioneta y asaltos ocasionales.
Nunca compró la bicicleta que dijo que serviría para movilizarse y cuidar el medioambiente, tampoco compró la moto que le ahorraría tiempo y dinero. Conservaba hasta hace poco la idea de comprar un carro, uno usado y a buen precio, que «sacara la tarea» mientras ahorraba con Eli para uno de modelo más reciente. ─Entre los dos sí se puede.─ le decía Eli entusiasmada a Elí. El famoso carro nunca llegó y de golpe se fueron los Transmetros y los buses rojos; los mototaxis eran escasos, más caros y más mortales que antes, de aquella rutina que mutó en un pestañeo solo quedaban los asaltos ocasionales. No tuvo más opción que volver a caminar, de la casa al trabajo, del trabajo a la casa…
Tres de la tarde, con uno, dos, cinco minutos. Salida. Mientras caminaba a la puerta, sus compañeros lo miraban de reojo, se hacían a un lado cuando pasaba y aguantaban las ganas de hacerle preguntas,. A pesar de las dos pruebas y los quince días de «vacaciones» obligatorias sin goce de salario que le dieron en la empresa donde trabajaba y una tercer prueba (que él mismo tuvo que costear) por si las moscas, sus compañeros seguían manteniendo su distancia, más por desconfianza que por responsabilidad o discreción, murmuraban a sus espaldas y preferían usar las gradas que compartir el elevador con él.
Cada tarde al salir del trabajo, con cada paso, Elí pensaba en Eli, en otro tiempo hubieran caminado juntos, o quizás ya habrían juntado para el famoso carrito, quién sabe, era algo que jamás descubriría. Su mente divagaba y recordaba la noche en la Antigua con Eli, cuando se puso de rodillas y torpemente le dijo bajo el Arco de Santa Catalina lo que por un mes ensayó. Un «sí» trémulo como respuesta a su proposición le bastó para hacerlo feliz.
El salón del hotel donde por necedad de doña Elizabeth debía celebrarse la ceremonia solo estaba disponible el 13 de marzo, un viernes 13 de marzo, afortunadamente ni Eli ni Elí eran supersticiosos y la señora estaba dispuesta a auspiciar todo, más por orgullo que por alegría, entonces esa fue la fecha fijada y el lunes 15 se irían a Izabal donde seguramente caminarían hasta el cansancio sobre la blanca arena de la playa, se subirían a una lancha, viajarían al Castillo de San Felipe, comerían toda clase de pescados y mariscos hasta quedar indigestos, tomarían toda clase de bebidas exóticas, caminarían de nuevo en la playa, esperarían juntos el ocaso, de la mano, quizás abrazados…
El sonido de una ambulancia lo sacó de su abstracción. No sintió pasar el tiempo, ya eran casi las cinco de la tarde, ya era casi la hora del toque de queda… ─Ni modo ─ se dijo ─, tocará pedirle posada a doña Elizabeth. Estando en la colonia vio la casa a lo lejos: blanca, de dos pisos, con un árbol en frente; recordó la primera vez que la vio, una tarde de sábado de 2018, su mente lo llevó a aquella vez que fueron al cine y sin darse cuenta se gastaron lo de su pasaje.
─¿Y ahora?
─ No sé. Tal vez llamamos a alguien que nos venga a traer.
─ O podemos caminar, ¿te animás?
─¿Segura?
─¿Te da miedo?
─No, antes caminaba un montón, estoy acostumbrado, supongo…
─ ¿Pero sí quieres caminar?
─ Bien, bien. Sí quiero. Caminemos…
─ A mí me relaja. Llegamos a mi casa y te presto para tu pasaje…
Esa caminata del cine a la casa de Eli, los conduciría años más tarde a la noche del 13 de marzo, luego al frustrado viaje del 15 de marzo, de allí a las peripecias por conseguir transporte y conservar sus empleos y por último, a la noche que Eli no llegó a casa.
Hablaron por teléfono, por cada dos o tres palabras, había una pausa que se hacía eterna, eludían el tema ineludible, se preguntaban a cada momento «¿estás bien?» aun sabiendo que ninguno de los dos estaba bien. La primera de las últimas conversaciones con Eli se repetía en la mente de Elí, cada vez más frecuente y sin tregua.
Llegó Elí a la casa, solo le faltaba subir las gradas y tocar la puerta. Un paso, otro paso, cada uno se hacía más lento, más sufrido. No era que la bolsa de víveres pesara demasiado, era la carga del alma, de querer compartir una vida y que todo se fuera de golpe. Le dolía el no haber dicho adiós; el no verla una última vez lo agobiaba y cada noche su rostro era lo último que contemplaba en la soledad de la habitación que se hacía más grande a medida que él se sentía más pequeño.
Doña Elizabeth nunca lo quiso, ella tenía en mente a alguien con más clase, alguien diferente. Ella prefería un hombre con futuro y no un «mamarracho que ni para su pasaje tiene», como le dijo a su hija cuando volvieron de su primera salida al cine. Pero las opiniones de doña Elizabeth ya no le importaban, además, él sabía que ella también sufría, pero al igual que Eli, la señora apenas si exteriorizaba sus sentimientos. Aparte, Elí se sentía en deuda con ella, los 10 mil, se hicieron 20, después 50 y llegaron a 70 mil: medicamentos, las noches en el sanatorio y los gastos finales. Cuando lo poco que llevaban ahorrado para el mentado carrito se agotó, doña Elizabeth cubrió el resto. La señora gastó todos sus ahorros en medicamentos que cada día eran más caros y escasos, al igual que muchos otros cuyos familiares estaban hacinados en los hospitales públicos o en aquellos salones de la zona 9 disfrazados de «hospital temporal».
Lo menos que podía hacer Elí ahora era ir a dejarle una bolsa de víveres cada quincena. A veces doña Elizabeth ni le abría la puerta y tenía que dejar la bolsa en la entrada e irse rápido antes de que comenzara el toque de queda.
Cuando terminó el interminable ascenso por las graditas, tocó varias veces la puerta, hasta que se convenció que otra vez no le abriría, ahora debía decidir entre irse corriendo a su casa esperando no toparse con la policía o voluntariamente ir con los primeros agentes que viera, explicarles su situación y esperar clemencia, ya sea que lo dejaran ir o que lo escoltaran hasta su casa. Antes de que pudiera tomar una decisión, doña Elizabeth abrió la puerta y lo vio fijamente sin decir nada, con esa mirada de desaprobación que él ya conocía, pero esta vez con un dejo de melancolía. ─Doña Eli. ─ Le dijo, a la vez que extendió con un brazo la bolsa. La señora la recibió y masculló un «gracias» apenas audible y con un gesto de mala gana lo invitó a pasar. Elí se sentó en el sofá de la sala y la señora le llevó una taza de café. Estuvieron en silencio, dando pequeños sorbos, hasta que doña Elizabeth cobró valor y dijo:
─Usted fue el último que habló con ella… ¿Qué le dijo? ─ Elí respiró hondo, sabía que su respuesta no le gustaría, trató de improvisar algo, de inventar palabras para Eli, algo emotivo, pero creíble. No se le ocurrió nada, a Eli nunca le gustaron las despedidas ni hablar de sus sentimientos, prefería cambiar de tema o hablar de trivialidades antes que decir adiós y la señora también sabía eso.
«Hay cerrás bien la puerta». Fue lo último que me dijo.
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