Cuentos al calor de la chimenea

Cuentos al calor de la chimenea

J. A. Gómez

11/03/2022

Érase que se era un reino muy lejano donde un reloj mágico se negaba a marcar las horas. Reinos cercanos y otros allende los mares sabían de las mágicas atribulaciones del reloj que por voluntad propia detuviera sus agujas a las doce en punto del mediodía. Y desde entonces el tiempo, como tal, había dejado de existir.

Llegaron personajes sabios, aventureros, hombres de armas, hechiceros, excéntricos y un largo etcétera. Llegaron a pie, en carruaje o a caballo y procedían de cuanto reino existía en el mundo. Ansiaban ver con sus propios ojos aquel despropósito para tratar de darle pronta solución. Ninguno lo consiguió, el terco artilugio manteníase firme en su determinación y ni reyes ni plebeyos parecían estar a la altura del reto.

El rey y la reina explotaban rabiosos. Alcanzaba tal magnitud su ira que redactaron un bando real por el cual en el plazo máximo de dos semanas el reloj debería retomar su labor. De no ser así sería desmontado pieza a pieza y arrojado al foso del castillo.

Ni con ese ultimátum mostraba intención alguna de marcar horas, minutos y segundos. Y lo peor estaba por venir cuando nada cumplía su ciclo natural en aquel lejano reino. El tiempo como tal habíase esfumado y con él las estaciones. Tampoco anochecía, días y semanas no caminaban de la mano, plantaciones de maíz y patatas habían dejado de madurar y el aire de circular.

Para cuando Sus Majestades quisieron percatarse de lo verdaderamente grave de la situación habíaseles ido el control del reino. Antaño próspero como pocos a ambos lados del océano empero actualmente congelado en un punto irreversible del tiempo. El ambiente se caldeaba por momentos, mascándose en el aire una revuelta del populacho.

Allí estaba el culpable insidioso, presidiendo el salón real. Nadie se atrevía a tocarlo ni a mirarlo fijamente. El gran reloj imperial. Todo parecía condenado al desastre y sin visos de solución sólo restaba esperar por la anarquía.

Sin embargo entre los adoquines que llevaban al castillo emergió la figura de un desgarbado y rubicundo niño que, hablando a gritos con los soldados del torreón, pidió audiencia empero no ante los reyes sino ante el reloj de relojes.

El que más y el que menos quedó sorprendido ante los arrojos del chaval que apenas levantaba un par de palmos del suelo. Sin nada que perder fue conducido primeramente ante el rey. Éste lo escuchó como antes había hecho con otros muchos aventureros venidos de los cuatro puntos cardinales.

Tras entablar una breve plática el infante, con sus cosas de niño, convenció al monarca. Bueno, realmente nada se perdía por probar así que sin más perdida de tiempo fue conducido al salón real. A petición propia fue dejado solo ante aquella máquina de precisión.

Se sentó frente a él, sintiendo en las nalgas la fría piedra del suelo. Se limitó a observarlo largo tiempo, sin hacer ni decir nada. Así pasaron algunas horas; sin saber cuantas o si realmente pasaron pues no existía tiempo físico. Fuere como fuese el crío seguía en sus trece, sentado y prístino. Finalmente le habló:

-¿Acaso eres consciente de lo que tu actitud nos acarrea? ¿Te has parado a pensar, por un momento, en los demás? Acá siempre son las doce del mediodía pero eso tú ya lo sabes porque tú mismo lo decidiste, unilateralmente. Ya nunca anochece ¿lo sabes también verdad? No podemos ver la luna ni las estrellas; las cosechas no crecen, mis padres lloran de impotencia porque los animales están petrificados y no pueden ayudar en el campo. No siento el viento en la cara, la mar no rompe contra la costa y el humo de las chimeneas no sube al cielo. Pero ¿sabes? Hay algo todavía más hiriente, me estás quitando mi derecho a crecer, a aprender de mis errores y a crear, algún día, mi propia familia. Sin tiempo que transcurra libre ¡niño soy y niño me quedaré!. ¿Cómo puedes ser tan egoísta? ¿Cuál es tu problema? ¿Puede acaso ser más grave que los nuestros?…

El niño llevado por la congoja se levantó, no sin esfuerzo por el largo rato sentado en la misma postura. Sus ojos húmedos evidenciaban en primera persona las penurias de un reino entero. Cuando se disponía a abandonar el salón real se giró; primero secó las lágrimas y después le dirigió unas últimas palabras:

-Dicen de ti que eres de naturaleza mágica. ¿Dónde está pues esa magia? Ella es para los que sueñan y todos necesitamos soñar. Yo soy solo un niño, sé que no me tomarás en serio tal cual has hecho con muchos otros que hasta aquí han venido a suplicarte. Pero ¿sabes? lo único que veo frente a mí es a un viejo trasto de oro y plata que bien ha dejado de funcionar o bien su vanidad no le permite ver que cualquier ausencia de tiempo también le afectará a él mismo… ¿Qué sentido tiene un reloj inútil?…

El jovenzuelo, cabizbajo, abandonó el castillo tal cual había llegado, sin pompas ni multitudes. Sin embargo mientras se alejaba notó que algo comenzaba a cambiar. Primero a cuentagotas y después a borbotones. ¡Volvía a haber el tan deseado tiempo! Las nubes corrían, el día dejaba paso a la noche, el aire soplaba entre los juncos, las cosechas volvían a crecer y los animales a arar la tierra.

Desde el castillo se escucharon voces de júbilo, incredulidad y algarabía por doquier. Una voz fuerte, subida sobre una de las almenas, gritó al niño…

-Chico, no sé qué habrás hecho o qué le habrás dicho pero ha vuelto a mover sus agujas. Incluso se mueven con más encanto, gracia y salero que nunca. ¡Nos has salvado a todos! ¡Gracias! Seas quién seas ¡Gracias!

El infante sonrió aliviado. No contestó, se limitó a saludar con la mano mientras terminaba de secarse las cuatro lágrimas que se resistían a caer de sus mejillas. Entretanto sacó su pequeño reloj de bolsillo, efectivamente se movían las agujas. ¡El tiempo había retornado!

-La magia y los verdaderos magos nunca defraudamos. –Dijo en voz baja.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS