Cada mañana al despertar veo a alguien diferente en el espejo. Es seguro que sigo siendo yo, pero resulta extraño notar cada uno de los cambios, cada nueva microscópica característica y, dentro de cada una, el paso del tiempo, el tic tac que va martillando cada célula y variando mi rostro y mi cuerpo por completo cada seis o siete años.

Hoy me veo y se cumple el ciclo, ya pasó otro cúmulo de años. Me detengo unos segundos de más frente al espejo y en esos breves instantes lo veo todo claramente y dudo que siga siendo yo, tal vez sí, tal vez no.

Noto que mi frente ahora está más grande y que los surcos en su superficie se han profundizado, fortaleciendo mi rostro, amargándolo un poco. Noto la piel marcada por el acné mal tratado, reseca y manchada por el efecto del sol y mi desinterés por usar protector solar. Está claro que no me he tratado bien y otro indicador de ello es el gesto serio que mantengo casi siempre y que en este momento devuelve mi reflejo. Pienso que me hace falta sonreír más y eso que soy sumamente burlón, pero burlarse no es reír, para reír hace falta estar alegre y creo que mientras más se reseca mi piel menos oportunidades me doy para alegrarme. “Debo trabajar más en eso y sonreír más” me digo siempre y me repito ahora, pero de esas ocho palabras me olvido en siete segundos, seis, cinco, cuatro, tres…

La frase ya está olvidada. El reflejo me busca la mirada, me presiona para luchar y mantener la vista fija y firme. Es entonces cuando los veo, son mis ojos, al menos eso creo, porque desde hace un tiempo cada vez que digo que no tengo problemas de vista, miento. Pero sí, son mis ojos, como siempre bordeados por las ojeras heredadas a través de la sangre y no necesariamente producto del cansancio.

Ahora uso lentes, debería hacerlo, pero claramente no lo hago lo suficiente y la esclerótica de mis ojos, con su tonalidad rojiza y permanentemente irritada lo demuestra. Los lentes no me quedan mal, pero hay algo en mi que los rechaza, algo o alguien que se niega a levantarse cada mañana y colocárselos en la cara. Me pregunto porqué no los utilizo y siento que la sola pregunta debería impulsarme a usarlos, pero sucede que incluso la respuesta de siempre, “basta, que afán de descuidarte, tienes que usarlos siempre”, se me olvida también en pocos segundos, creo que voluntariamente.

En los breves instantes frente al espejo descubro también que mi cabello no crece como antes y que en volumen no volverá a ser la larga cabellera que solía dejar libre hace unos años. Espero paciente que la caída de cabello comience a notarse o que las canas invadan mi reflejo, sea uno o lo otro, es solo cuestión de tiempo, de minutos…o segundos. Mi barba sigue igual de desordenada que siempre, aunque con la diferencia de que ahora hay ciertas sombras blancas. Si me quedo quieto, me coloco los lentes y fijo la mirada, creo que puedo ver como cada bello en mi quijada va perdiendo la tonalidad, yendo del negro al castaño, del castaño al gris y del gris al blanco. Tic, tac, tic, tac, tic, tac…

Cierro un momento los ojos y siento mi espalda y al sentirla percibo el dolor, que puede llegar a ser insoportable a veces. Los estiramientos cada vez son menos efectivos para aliviar el malestar. Trato de mejorar la postura, trato de no permanecer tanto tiempo sentado, pero la rutina puede más y siento como mi cuerpo se va curvando, deformando, tomando una nueva forma más cercana a algo monstruoso que, estoy seguro, algún día me transformará en un objeto petrificado, cualquier cosa, solo diferente a alguien humanamente reconocible. Quizás sea que cargo demasiado sobre la espalda o tal vez es que pienso mucho y no muy bien.

Las articulaciones no ayudan a combatir esta idea. Por momentos en el día, cada vez más seguido y varios días por semana, cada vez más continuamente, mis articulaciones me piden alentar mi ritmo de marcha. A veces son los tobillos y a veces las rodillas las que hacen que parezca que camino contra vientos huracanados. Voy lento, muy lento, me apoyo contra la pared, decido continuar a pesar del dolor y cada paso se vuelve una tortura. Llego a mi destino, me siento un momento, descanso un poco y luego no siento nada. Mi cuerpo se olvida del dolor de pronto, solo para recordarlo en el camino de regreso. El temor me invade, no sé si podré seguirle el ritmo a mi perro por mucho tiempo más. Temo que algún día huya por algún estruendo fortuito y yo no pueda moverme al haberme, repentinamente, convertido en piedra y segundos después, hecho polvo.

Pienso en mi respiración, en la noche difícil que he pasado ayer y recuerdo que debo controlar la temperatura de los líquidos que consumo. A mitad de la noche, con los globos oculares hinchados, desperté ahogado y sintiendo algo así como una pelota en la garganta. Nunca antes había experimentado algo así y estoy seguro de que no será la última vez que suceda. También estoy seguro de que el agua caliente, los remedios caseros y medicamentos se irán volviendo cada vez más comunes antes de dormir, al despertar o a mitad de la noche. Siempre he creído que las bebidas calientes son para las personas enfermas y ahora tengo un termo en mi mesa de noche.

Abro los ojos y veo más allá del espejo, pienso en mi cabeza, en mi mente y creo que funciona bien. Lo creo solamente, no se si podría dar pruebas de ello. Creo que estoy comenzando a olvidar cosas y no de manera selectiva, sino aleatoria. Puedo percibir cómo años enteros de mi vida se van desvaneciendo, paseos, citas, relatos y momentos de todo tipo, alegres y tristes. No puedo evitarlo, nadie puede, pero mi pesimismo me empuja a creer que mi caso es peor, que no solo olvido el pasado lejano, sino también el cercano, así como el presente y el futuro. Porque sí, pienso en el futuro, pero siento que lo pierdo, que se va de mis manos, que el futuro, como el pasado, es olvido y que yo también lo soy.

No recuerdo las palabras más hermosas que me han dicho y tampoco las que puedo haber pronunciado yo, por eso esta reciente necesidad de escribir, de volver a escribir. Para que algo quede, en alguna parte, al menos para mí y no desaparecer por completo, aunque al final sea inevitable hacerlo.

Quiebro la batalla de miradas con mi reflejo y bajo la vista hacia mis manos. Noto mis dedos, mis largos, huesudos y raros dedos con las grandes y raras uñas que todos, amigos o compañeros, en cierto punto después de conocerme notan. He llegado a buscar información para ver si tienen algún significado, si hay alguna razón para su forma y sí, hay una explicación.

En todas las fuentes encuentro lo mismo, una definición de la
fibrosis pulmonar. Es una condición en la que el tejido al interior de los alvéolos pulmonares, o entre ellos, cicatriza y se vuelve más grueso y rígido, dificultando el paso del oxígeno al torrente sanguíneo, afectando la respiración de la persona, así como la funcionalidad del corazón y el cerebro. Entre los síntomas de la fibrosis se encuentran los dolores musculares y en las articulaciones, así como acropaquia o dedos en palillo de tambor, con las puntas de los dedos de las manos y los pies más grandes de lo usual y las uñas en forma curva. No existe mejor manera de caracterizar mis dedos.

He preferido dejarlo ahí. He preferido guardar esa información para cuando dentro de algunos años, al estar tendido en una cama perdida entre tantas dentro de un hospital, ahogándome, un médico me diga que tengo un severo problema de salud no diagnosticado, relacionado con los pulmones, que ya ha afectado al corazón y que ha reducido mis posibilidades de supervivencia, solo para yo responderle que ya lo sabía, que no me dice nada nuevo y que había estado esperando con ansias ese momento.

Es mejor dejar de mirar el espejo de una vez y comenzar el día, seguir con la vida, o lo que quede de ella. La fatalidad puede ocurrir en cualquier momento, en veinte años, diez, cinco, uno. En cuatro meses, tres, dos. Dentro de cinco días, cuatro o tres. O incluso hoy, sí, justo hoy que cumplo años. Treinta y cinco.

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