Silvia descubre la muerte

“Debe ser casi un millón de personas”, piensa Silvia. Llegan buses y más buses colmados de gente y aunque no es capaz de calcular el número exacto de personas que llegan a su casa, considera probable que sean cerca de un millón. Exagera, son alrededor de doscientas personas en realidad. Eso muestran las fotos, eso dicen los familiares que tienen mejor memoria de los hechos. Pero Silvia, en este momento, con sus inmensos ojos llorosos, baja estatura, con la tristeza en la piel, con sus problemas de vista y a través de sus tempranos seis años, ve que son casi un millón las personas que han llegado al velorio de su abuelo.

Entiende que su abuelo no está. Entiende que no lo volverá a ver. Pero no entiende la magnitud de su propia tristeza ni como será capaz de superarla. Silvia amaba a su abuelo, siente que lo ama aún, pero no entiende cómo puede amar a alguien que ya no está, que ya no existe, que no volverá a despertar para ir al mercado y traer langostinos sin tener dinero. Ese era un acto de magia, piensa Silvia, y se pregunta, mientras ve a las demás personas llegar al velorio, si alguna de ellas será capaz de esa magia también. No, nadie más que él es capaz, se responde la pequeña y la esperanza de la niñez comienza a desvanecerse.

Silvia trata de recordar el rostro de su abuelo, su piel negra y su pelo corto y blanco. Trata de ver en su mente aquella cara de noventa años sin arrugas, con los parpados caídos y la mirada cansada. Piensa que hoy puede recordar su rostro, pero no sabe si podrá hacerlo mañana o pasado mañana y eso le asusta. A duras penas es capaz de recordar el mandado cada vez que va a la tienda y no sabe si podrá recordar su rostro una vez que cierren el cajón en el que se encuentra ahora. Sabe que existen las fotos, pero sabe también que un recuerdo es más real y que es el que llevará consigo por el resto de su vida. Por eso teme, porque en este preciso momento, mientras trata de recordarlo, ya aparece una nube luminosa allá arriba en donde se encuentra su rostro. Sabe que es él, pero no tiene forma de comprobarlo.

Las millones de personas que llegan al velorio se amontonan alrededor del féretro y Silvia se esfuerza por pasar entre las piernas de todos para ver a su abuelo una vez más. Su estatura le facilita la tarea, pero la misma le impide llegar lo suficientemente alto para ver a través del vidrio y reforzar su recuerdo. No hay quien la levante, nadie tiene la intención de hacerlo. Silvia recuerda que era su abuelo quien siempre compensaba los centímetros que a ella le faltaban y que su visión de las cosas, de la realidad, cambiaba por completo cuando estaba sobre sus hombros. Al ver que nadie le cargaba, Silvia se resignó a ver las cosas desde su altura, desde abajo y desde allí, ciertamente, todo comienza a verse descomunal.

Se da cuenta de que, a diferencia del rostro de su abuelo en su mente, siempre brillante, desde abajo solo ve sombras en las caras de la gente. Tiene dificultad para distinguir a sus familiares o conocidos y se asusta porque no sabe a quién acercarse por ayuda o cómo hacerlo. Desde abajo, ve que las piernas de todos son largas en comparación a las suyas, que son muy cortas, y tiene miedo de no llegar a ninguna parte con ellas por mucho que camine o corra. Ese temor le acompañará el resto de su vida.

Silvia ve a todos llorar y puede oír como cada lágrima retumba al tocar el suelo, inundándolo poco a poco. Teme ahogarse entre tanta tristeza que siente suya también. Sus enormes ojos se vuelven a inundar y ahora solo su diminuta nariz y boca sobresalen del mar negro. No sabe nadar y aun así se mantiene a flote con una idea fija en su cabeza “Si mi abuelo estuviera, me alzaría en brazos y me llevaría a cualquier parte, lejos del mar”.

Ya es algo más tarde y la costumbre indica que se sirva algo de comer. Silvia seca sus lágrimas y piensa en los millones de platos que van a tener que servir y que ella tendrá que ayudar a llevar a cada uno de los presentes. Su pequeñez no es impedimento para ayudar. Uno, dos, tres, mil platos y muchos más son los que lleva Silvia mientras piensa “mi abuelo también hubiera ayudado y si no, hubiera querido que yo ayude”. Esa idea le impulsa a continuar y, si lo recuerda en el futuro, determinará su forma de actuar por el resto de su vida.

Tras terminar de servir, Silvia piensa en su propia muerte y en cómo será su velorio, “¿Vendrá tanta gente?”
Se pregunta. Cree que no conoce a tantas personas y no entiende cómo hizo su abuelo para tener tantos amigos y conocidos. Tal vez además de la magia de los langostinos tenía la capacidad de estar en varios lugares a la vez. Para Silvia eso debía ser, pero no era suficiente. Se imagina a su abuelo en muchos lugares y se dice a sí misma “Para conocer gente y ser querido no es suficiente estar en varios lugares al mismo tiempo, algo a cambio hay que ofrecer”. Esta idea, de mantenerse fija en su cabeza, determinará su muerte.

Ya la gente está sentada y son pocos los que permanecen alrededor del féretro. Sin que nadie se dé cuenta, Silvia toma una silla, la coloca junto al cajón y se sube sobre ella para ver el rostro de su abuelo una vez más. Se detiene fijamente a mirarlo, observa sus párpados hundidos y se da cuenta de que ya no tiene ojos. Continúa inspeccionando el cadáver y descubre que, además de tener el cabello blanco, tenía ya muy poco pelo. Puede ver también que su piel ya no es precisamente negra, que le han robado el color y ahora se ve cetrino. Se fija en su vestimenta, un terno que él jamás usaría y no la clásica guayabera de siempre. Piensa que se ha quedado ya sin ropa y se dice “Les dio todo a todos, con razón tiene tantos amigos, con razón tanta la gente lo quiere”. Este pensamiento, al aparecer y persistir, determinó sus siguientes acciones.

Silvia, a quien nadie vigila en este momento, se dirige a la cocina camuflada en su pequeñez. Abre el cajón de utensilios y toma el cuchillo más afilado de todos. Desabotona su blusa, calcula la mitad de su pecho y con toda la fuerza que tiene se abre camino hacia el corazón. No siente dolor. Mete su mano izquierda dentro del espacio creado, siente el latido que le indica qué es lo que debe arrancar y con la fuerza que nunca antes ha usado y que no volverá a usar jamás, logra sacarlo de su pecho y colocarlo en la mesa, sobre una tabla de picar. Con el mismo cuchillo lo corta en dos partes de similar tamaño y luego cada parte nuevamente en dos, y así una y otra vez, hasta que tiene cientos de diminutas partes del músculo aún vivo que, incluso hecho pedazos, es su corazón.

A Silvia no le parece suficiente, entonces arranca cientos de sus ensortijados cabellos y uno a uno, amarra cada pedazo de corazón con un cabello a manera de lazo. Toma una bandeja infinita, la más grande que puede encontrar y coloca cada una de las ofrendas. Una vez que todo está listo, se dirige a la sala y cada quien comienza a tomar uno de los regalos de Silvia que, alegre y con la ropa ensangrentada piensa “Así todos me recordarán y vendrán a mi velorio, tal como al de mi abuelo”.

Tras repartir y repartir todo lo que tenía para dar, el cansancio invade a Silvia, quien ha guardado una última parte de su corazón para su abuelo. Estando todos distraídos, abre el féretro y coloca la última ofrenda que le queda sobre el pecho de su abuelo que, sin que nadie se dé cuenta, mueve el brazo y toma el regalo, manteniéndolo dentro de su puño cerrado. Todo se detiene de pronto, menos Silvia y su abuelo, quien se levanta del cajón, se para y se sienta junto a ella.

  • Silvia, nieta querida ¿Por qué me das esto a mí? – Dice el abuelo, con los ojos cerrados, pero totalmente atento al entorno.
  • Porque quiero que me recuerdes– Responde Silvia, casi sin extrañarse por la aparición del abuelo.
  • No puedo recordarte cuando me vaya, así son las cosas –
  • Porque quiero recordarte entonces– Dijo con sus últimas esperanzas Silvia.
  • No es necesario que me recuerdes. No hace falta que lo hagas. Tú eres yo y yo vivo en ti siempre– Le dijo acariciando la cabeza a su nieta, ensortijando más los cabellos que le quedaban.
  • Quiero que me quieran como te han querido a ti–
  • ¿Y por eso vas por ahí repartiendo carne? –
  • Sí, tu hiciste lo mismo–
  • Sí, pero lo hice para que tú no lo hicieras. Cuando tenía tu edad nada era para mí, el mundo no era para mí, las personas miraban a otro lado al verme. Alguien con esta piel no valía nada. Por eso un día decidí regalarles todo, les di mis ojos, mi cabello, mi ropa y hasta mis dientes. Silvia, grandes cosas te esperan en el futuro, el mundo es para ti, a tu edad no debes entregarle nada a nadie, el mundo te lo debe todo a ti.
  • Pero si no les doy nada ¿Cómo me van a querer? –
  • Porque existes y eso es más que suficiente –
  • Pero ya regalé todo –
  • Casi todo, toma, lo necesitarás más que yo– Tomó el diminuto pedazo de corazón y mágicamente lo introdujo en el pecho de Silvia, cuya herida, extrañamente, desapareció luego – Entiendo que ya regalaste el resto, verás, las cosas se pondrán difíciles, pero recuerda que, en algún rincón de tu pecho, tu propio corazón, aunque sea una pequeña parte, late por y para ti. No lo olvides jamás.
  • ¿Y será suficiente para sobrevivir? – Preguntó Silvia, como intuyendo el pesar de los futuros años.
  • No lo sé. Pero si en algún momento crees que no, acuérdate de mí y conversa conmigo. Desde algún lugar sabré hacerte llegar alguna respuesta…de algún modo…tal vez–

El abuelo le da un último abrazo a Silvia y el momento queda encerrado en una burbuja del recuerdo. Se levanta del suelo y vuelve a ocupar su lugar en el féretro. Mientras tanto, todos a su alrededor van recuperando el movimiento y comienzan a llamar a Silvia, pidiéndole que ahora reparta las bebidas, un millón de vasos para un millón de personas. La tarea ocupa ahora totalmente la atención de la niña, que ahora tiene menos cabello y solo una diminuta parte del órgano vital, y comienza a angustiarse al no saber cómo hará para cargar semejante peso, “un millón de vasos para un millón de personas, eso me tomará tiempo” piensa.

Mientras tanto, a ciento ochenta kilómetros al norte de Lima, otro niño, Martín, también se había sacado el corazón del pecho, en una escena igual de sangrienta que la vivida por nuestra protagonista, pero no tenía a nadie a quien entregárselo. Silvia no se enteraría de esto sino hasta muchos años después.

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