Cuentos al calor de la chimenea

Cuentos al calor de la chimenea

J. A. Gómez

05/03/2022

Ratoncito Belicoso farfullaba palabras de arenga. Sin embargo sus argumentos eran tan temerarios como descabellados. Había que tomar el queso al asalto, sin dilaciones y con todo el peso de la fuerza ratonil allí presente. Estaba molesto con la actitud que mostraban sus compañeros, ratones como él, empero mucho más cobardicas.

Parte de la comunidad estaba reunida alrededor de aquella trampa de gran impacto para ratones. Cuanto más observaban su simple pero letal mecanismo más terror invadía sus pequeñitos cuerpos. Aquel cónclave ratonil debatía sobre cómo acceder al manjar sin morir en el intento. ¿Qué podían hacer? ¡Qué gran dilema para sus diminutos cerebros!

La palabra la tomó, llegado el momento, Ratoncito Cauto. Para nada de acuerdo con Belicoso en eso de tomar el oloroso trozo de queso al asalto. Tal acción podría causar alguna baja entre los roedores que, nerviosos, atendían a sus cabales palabras. Mejor esperar, la paciencia sería su mejor arma pues alguien o algo, antes o después, por olvido, accidente o despiste desarmaría la trampa. Y evidentemente el pedazo de queso quedaría libre. Para los más finos paladares no tan fresco como sería deseable pero perfectamente comestible.

Podía ser buena argucia mas tenía una laguna. Los malvados gigantes de dos piernas volverían armarla con prontitud, es más, quizás ni dispusieran del tiempo necesario para sacar el queso del lugar. En conclusión la alegría y los vítores iniciales se esfumaron rápidamente. No parecía posible hallar solución a tan problemático asunto.

Tomó turno de réplica Ratoncillo Filósofo, al cual lo que más le gustaba, incluso más que oler y saborear queso, era filosofar. Comenzó con una letanía sobre la particularidad del exceso de formas redondas en la naturaleza. Luego el monólogo pegó un giro hacia la naturaleza inhumana del ser humano; gigantes de dos piernas y dos brazos enemigos acérrimos de los roedores. Un pozo, según sus palabras, donde quien terminaba dentro nunca encontraría su fin porque nada finalizaba sin haberse creado antes.

Los ratoncillos permanecían callados y estupefactos. Para cuando Filósofo hubo terminado su particular enfoque del pensamiento profundo ya todos, al unísono, pasaran al siguiente ratoncillo para ver si podía aportar algo más concreto y sobre todo útil. Se trataba de Don Tres Patas, curtido veterano en mil batallas y experimentado rastreador. A decir verdad no se le ocurrió nada que no entrañase aún más peligro que las ideas de Belicoso.

A continuación habló Ratón Manitas, tan capacitado para arreglar un grifo con goteras como para enmendar dos cables cortocircuitados. A primera vista su plan parecía simple si bien no carecía de riesgos. La ocurrencia pasaba por hacerse con algún objeto de cierto peso, acercarlo hasta la trampa y entre varios lanzarlo al mismo centro, justo allí donde estaba el disparador. Hecho este que haría, con suerte, saltar el mecanismo, dejando inutilizada la misma. Ya sólo quedaría tomar el queso, sin peligro alguno.

No obstante la idea también tenía una pega. Maese Ratón Abuelo, el más viejo y sabio de todos los ratoncillos había dado con la clave que podría hacer fracasar la idea de Ratón Manitas. Según su amplia experiencia tras saltar la trampa saltarían, valga la redundancia, las alarmas de la casa. Sus malvados ocupantes acudirían raudos para ver lo sucedido. Más pronto que tarde volverían a armar la trampa, puede que incluso cambiasen el trozo de queso por otro más fresco. Ello los devolvía a la casilla de salida…

Ratona Morada, coqueta como ella sola, gustaba de usar mucho ese color. Empezó a llorar desconsolada tras escuchar a Maese Ratón Abuelo. Tan cerca de aquel oloroso maná y al mismo tiempo tan lejos. Nunca serían capaces de dar con una solución y ello la entristecía sobremanera. Esa pena suya no solamente suya era sino que hacíase extensible a cuantos allí permanecían expectantes. Querían, no, morían de ganas por saborear aquel trozo de queso, aunque fuese un pedacito tan pequeño como para entrar por la cabeza de una aguja. Lo malo era que nadie aportaba una solución para llegar hasta él sin perder la vida.

No quedaba más que dejarlo por imposible. Así habían hecho incontables veces. Sí, renunciar a ese tentador placer y buscar alimento en cualquier otra despensa de la casa de los gigantes. Sabían que estaba preparada para recibir a ratones glotones como ellos. Les aguardaban retos en cada estancia, tras cada agujero y tras cada esquina bañada en penumbra: bolsitas de veneno, cubos de agua con pasarela deslizable, colas pegajosas, trampas de impacto y otras muchas que ya habían sesgado la vida de algunos camaradas ratoniles. Sin embargo toda desgracia, hasta la más extrema, deja un aprendizaje. Esas muertes habíanles servido para hacerlos más cautos y precavidos.

Respiraban olor a queso, escuchaban las olas frente al mar de queso, soñaban con inmensas bolas de queso y lo inspiraban tan hondo que algunos caían de espalda. Con lágrimas en los ojos y enormemente abatidos se dispusieron a volver a sus pequeñas casitas cuando del sopetón se abrió la puerta de la alacena…

A lo primero entró la luz de la cocina y tras ella aquel monstruo horrendo, peludo y bigotudo al que habían bautizado como Ultimo Aliento. Éste se abalanzó al interior con la agilidad del viento zizageando entre árboles. Cuando iba a propinar un mortal zarpazo al despistado Filósofo, que seguía filosofeando, en esta ocasión sobre la complejidad del pronunciamiento sin vocales, fue empujado hacia un costado por Ratón Costurero. Éste demostró reflejos, valentía y agilidad a partes iguales. Seguidamente sacó del diminuto cinturón una espada para defender su vida y la de sus camaradas. Bueno, en honor a la verdad la espada no pasaba de aguja enhebrada.

El gato, pues eso era realmente aquel monstruo horrendo, peludo, bigotudo y ágil como el viento, metió accidentalmente la pata en la trampa y ésta saltó. El chasquido fue ensordecedor, aterrador, resonando en aquel cubil como si se tratase de una bomba de relojería. Habíale cogido la pata al felino. En plena confusión cada cual corrió hacia donde pudo, tropezando unos con otros. Cada agujero, cada escapatoria horadada en la madera e incluso las anchas galerías parecían haber menguado, imposibilitándoles cualquier huida.

Escuchaban voces, cada vez más cerca y más alto, sólo podían ser los gigantes. Insistentemente llamaban por Último Aliento. Éste, con los pelos erizados, bufaba de dolor. Salió de la alacena a trompicones, tirando con paquetes y bolsas allí almacenadas. Corría con la infortunada pata en el aire y la trampa aferrada a ella, sin soltarse por más que agitaba la zarpa.

Fueron los segundos más largos del día, de hecho habrían podido pasar por horas. Las voces estaban al otro lado, cerca, muy cerca y pronto más que voces tornaron gritos de asco y rabia. El tiempo apremiaba. Los ratoncillos reaccionaron, saliendo apresuradamente del escondrijo donde cada cual habíase refugiado con más o menos tino.

Para sorpresa general el pedazo de queso saliera volando. Entre varios, espoleados por Belicoso, lo agarraron para seguidamente poner pies en polvorosa, introduciéndose por una de las galerías excavada, generaciones atrás, por la cuadrilla de Ratón PicoPala.

El nuevo día sería esplendido, organizarían una fiesta para celebrar la buena nueva. Sería una verbena con el queso como protagonista. Por supuesto todos los ratones estaban invitados.

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