Mi estómago empezó a gritar con su voz ronca. Agitando mis entrañas haciendo un
ademán ¿De qué? No lo sé, ya comió el maldito. Me encuentro sentado en la silla de
una habitación del hospital. A mi lado se encuentra mi padre. Está lívido, producto de
su ardua batalla contra la incurable enfermedad de la vejez. Estos últimos días su
situación, como lo calificaron los médicos y cito textualmente: Es crítica.

Desde que esas palabras salieron de la boca del doctor, no existió persona, lugar o
situación que me pudieran separar de él. Todo el tiempo que está despierto converso con
mi moribundo padre y, cuando se echa una siesta, me tomo el tiempo de intentar
contactar a alguno de mis hermanastros. Que, por cierto, les interesa un bledo nuestro
padre. Muchos no contestan, otros dicen estar muy ocupados y unos cuantos prometen
venir la semana que viene. Si tan solo vieran a mi padre, sabrían el milagro que es, para
él, poder ver el alba otra vez. Solo estábamos mi padre y yo en aquella habitación de
hospital. Mi madre, al igual que mis hermanos, no estaban presentes, ni ninguna de las
otras mujeres de mi lánguido padre. No sé cuántas mujeres habrá tenido, tampoco sé
cuántas veces se separó. Mis tías bromeaban diciendo que el perro faldero de mi padre
se había divorciado más veces de las que se casó y que su primer divorcio fue con su
honra y decencia. Recuerdo que, cuando decían aquella broma, sin gracia, solo hacía
ademán de una pequeña sonrisa nerviosa, de las que te regala un niño al no saber que
responder.

Yo nunca pensé mal de mi padre. No era como mis tías que, al verlo, sus rostros se
convertían en un teatro de gestos de repudio. Es cierto que mi viejo no fue el mejor de
los hombres, no fue de los más fieles, ni de los más cuerdos, pero fue mi padre. El
mismo que, a pesar de sus innumerables hijos, nunca se olvidaba de mi cumpleaños. El
que venía a casa cada cierto tiempo para pasar un rato conmigo y contarme historias que
tan solo a un novelista perteneciente a la pléyade de la literatura se le hubiera ocurrido.
Y no solo me visitaba a mí, también lo hacía con cada uno de mis hermanastros. Los
cuales no están aquí.

Estoy sentado en la silla de una habitación del hospital. A mi lado se encuentra mi
padre, aún dormido. Me levanto y, con pasos casi mudos, me dirijo al baño para orinar.
El sonido del fluido vertiéndose en la taza del baño era como una dulce y satisfactoria
melodía para mis oídos. Me levanté el cierre del pantalón y salí del baño. Al ver la
camilla noté que mi padre había despertado.

– ¿Hice mucho ruido? – Pregunté con una sonrisa en el rostro.

-No- contestó mi padre- me desperté sin motivo.

-Entiendo ¿Sigues con sueño?

-Ya se me fue de las manos, la verdad. Seguro ahora caigo rendido ante el cansancio o
el canto de los grillos.

-Está bien. Intenta descansar.

Pasaron veinte minutos donde el silencio estaba presente y el sueño ausente.

-Sabes, últimamente estuve pensando bastante en tus hermanos ¿Sabes algo de ellos? –
preguntó mi padre, rompiendo el silencio.

Guardé silencio, intentando pensar en alguna respuesta y calculando mis palabras.
-Están en camino- Solté finalmente con poca convicción.

-Hijo, seré viejo, pero no ingenuo, dime la verdad.

Lo pensé varios segundos, intentando encontrar algún otro escape de aquella situación.
Miré el rostro arrugado de mi padre, sentí que cada arruga que tenía era una docena de
mentiras que le prometieron como verdades. No quería darle una más.

-No, no contestan- dije finalmente.

-Ya veo- dijo mi padre dirigiendo su vista a la ventana de la habitación y perdiéndose en
el mortecino cielo.

-Pero seguro ven mi llamada y la devolverán hoy o mañana- dije intentando animarlo.

-No lo creo -sentenció fríamente mi viejo, quién no perdía de vista el cielo – Hijo, si
algo aprendí en estos noventa y cuatro longevos años que me cargo, es que, si un
hombre quisiera reunir a todas las personas que alguna vez le dijeron “Te amo” durante
toda su vida necesitaría de un estadio entero, tal vez más. Pero si quisiera juntar a todas
aquellas que de verdad lo aman, solo necesitaría de una buena mesa de roble y un juego
de tazas para tomar un café. En mi caso, solo necesito una camilla y una silla- dijo
quitando la vista de la ventana y dirigiéndola hacia mí mientras sonreía.

Le acaricié los escasos cabellos plateados que, por gracia divina, aún no se le caían.
Después de ello, por fin llegó el sueño y ambos nos quedamos dormidos durante varias
horas.

Cuando desperté, él aún se encontraba dormido. El cielo sombrío de la noche seguía
presente, sin advertir el alba. De pronto, atisbo entre la oscuridad de la habitación la
silueta de una persona.

– ¿Enfermera? – pregunto intentando adivinar quién se ocultaba tras la lúgubre sombra.
El ente da unos pasos hacia adelante.

-Lucas- me llamó aquella sombra. Iba a proseguir, pero lo interrumpí.

– ¿Cómo sabes mi nombre? – pregunté.

-Perdón por esta aparición tan inesperada. Me presento, mi nombre es Sacul- Dijo la
silueta mientras se destapaba de las sombras y exponía su rostro a la mortecina luz de
luna.

Él era una réplica de mí, la única diferencia era que sus ojos no mostraban rastros de
pupila o iris. Portaba una túnica azul que le cubría todo el cuerpo, sus pies desnudos
solo traían unas sandalias y, en su cabeza, llevaba una corona de espinas.

– ¿Quién eres?

-Lucas, soy tu ángel de la guarda – Declaró.

Estaba intentando de analizar lo que estaba pasando, lo que me dijo. Por un momento
pensé que era una especie de broma de mal gusto, pero lo descarté al instante, no era
posible. Mi segunda idea fue que era un sueño, solo eso.

-Sí, Lucas, estás en un sueño- dijo leyéndome el pensamiento y prosiguió- Pero no el
tipo de sueño en los que vas a despertar y nada de lo sucedido influya en tu vida. Estás
en el sueño más profundo, el que está a tan solo un paso de la muerte.

– Pero ¿qué estás diciendo? ¿Qué estoy al borde de la muerte? ¿Por qué? ¿Acaso estoy
muriendo? – Bombardeé de preguntas a mi ángel, entrando en pánico.

-No te asustes- dijo Sacul- Yo te traje aquí.
Quería decir algo, pero no podía articular palabra.

-Te explicaré todo- Tomó una pequeña pausa esperando mi confirmación. Apenas
asentí, continuó- Te traje aquí porque necesitas ayudar a tu padre. Sé lo mucho que te
importa y, en este momento, su alma corre el riesgo de caer en una tortura eterna. Su
fallecimiento es próximo y, si llega la hora, será juzgado por sus acciones e
inmediatamente transportado a los confines más oscuros de lo que ustedes conocen
como infierno.

Hubo un pequeño silencio. No podía creer lo que estaba pasando. Seguía creyendo que
era una broma.

-No, Lucas, no es una broma- Me leyó el pensamiento otra vez.
Un miedo profundo entró en mi ser y recorrió todo mi cuerpo en forma de escalofrío.

-Y ¿Qué me dices del ángel de mi padre? ¿Él no podría, de alguna manera, sacarlo? –
Pregunté esperanzado de librarme de aquella pesadilla.

-El ángel de tu padre ya no existe. Tu padre cometió tantos pecados que desde hace
mucho tiempo ya tenía la pena máxima. Y, su ángel, decidió dar su vida, por el perdón
de todas sus acciones. De igual forma, las malas decisiones a lo largo de su vida lo
condenaron nuevamente.

Bajé la mirada, no me quedaba otra opción que ayudarlo.

-No temas, yo te resguardaré aún así me cueste la existencia- dijo Sacul junto con una
sonrisa apaciguadora.

-Y ¿Qué es lo que debo hacer? – Pregunté al fin.

-Lo que debemos hacer, es llegar al infierno y adentrarnos en los rincones más
mortecinos que es donde estará tu padre. Lo tendremos que buscar entre el laberinto de
infaustos. Y, cuando lo hayamos encontrado, hay que llegar a un trato con su verdugo.

– ¿Qué clase de trato?
-Un sacrificio. Un alma pura, por un alma aciaga.
Hubo otro pequeño silencio.

-Por ello no te preocupes. Me tomé la sucia tarea de conseguir un alma pura, para el
sacrificio- dijo el ángel sacando un collar del cual colgaba el rostro metalizado de un
niño sonriente, irradiaba un aura y emanaba vapor azul.

Solo acerté a asentir.

-Debemos irnos- dijo finalmente y dirigiendo la mirada a la camilla de mi padre.
Volteo para verlo, pero noté que ya no estaba, la cama estaba vacía. Había muerto.
-No podemos ir así- dijo el ángel.

Seguido a ello, chasqueó los dedos. Observé como una niebla ligera se iba acercando
hacia nosotros y, ahora más densa, nos cubrió de cuerpo entero. Se disolvió lentamente,
cuando vi mi cuerpo tenía túnica roja sujeta con un cinturón de cuero y una hebilla de
obsidiana. Sacul iba vestido con una túnica negra, unas cadenas atadas a las muñecas
que le colgaban hasta llegar al suelo y su corona de espinas ahora goteaban sangre.
Luego, colocó el collar dentro de una pequeña bolsa de cuero.

-Ya está todo listo. No te asustes por lo que está por pasar.
– ¿Qué va a pasar exactamente?
-Iremos al infierno- dijo el ángel con una sonrisa tenebrosa.

Sacul abrió los brazos y empezó a realizar un cántico incomprensible para el oído
humano. Sonaba todo tan desordenado y rápido que pareciera que estuviera recitando
tres palabras al mismo tiempo. De pronto la habitación empieza a temblar y la
intensidad sube gradualmente. Sacul emana un destello de luz cegador y se empieza a
elevar. Las paredes se caen y de repente nos encontramos flotando en medio de un
tornado de sangre. Al pasar un rato, finalmente, nos encontrábamos en el infierno.

Al llegar, se escuchaban gritos desesperados, lejanos, sin saber exactamente de dónde
provenían. Un río de azufre se encontraba a nuestro lado y, en lugar de transmitir ese
lindo cantar del agua corriendo, se escuchaban sollozos de mujeres.

Sacul estaba a mi lado, se le veía cansado. Se arrodilló con la respiración agitada. Me
iba a acercar a ayudarlo, pero me hizo un ademán de que me quedara quieto. Se
recompuso al segundo. Mientras tanto seguía observando a mi alrededor. Solo
encontraba arenilla roja hasta donde mi vista podía alcanzar.

– ¿Qué te parece? – preguntó Sacul.

-Bastante desierto, pensé que habría algo más que tierra.

-Es que estamos en los confines del infierno común, nos ahorré bastante camino. A un
par de kilómetros de aquí empieza lo que es el purgatorio más insano que puede existir.
Y, por cierto, esto no es arenilla, son cenizas de cuerpos humanos.

No hacía falta decirle que la idea de las cenizas me dio un escalofrío, el gesto que
dibujaron esas palabras en mi rostro lo decía todo.

-Vamos, que contra menos demoremos será mejor para tu padre – Dijo el ángel
empezando a caminar entre el desierto.

Yo iba atrás de él, seguimos río abajo durante treinta minutos, nadie cruzó palabra.
Apenas llegamos a la frontera, se notaba el cambio. El aire tenía una peste a piel y
cabello quemado; el cielo se tornó oscuro y la temperatura del viento era lo
suficientemente fuerte para rostizar un pollo. Dentro de unos cinco minutos más de
caminata encontramos una pequeña ciudadela. Estaba rodeada de un gran muro de
piedra y había un gran pórtico que te permitía el acceso a ella. Al acercarnos
encontramos a dos guardias esqueletos custodiando el portal. Cuando nos vieron, se
arrodillaron ante nosotros en señal de devoción.

– ¿Y eso? – Me pregunté en voz baja.

Al entrar, una enorme ciudadela se abrió a mi paso.

– ¿Te dio intriga la reverencia de la entrada? – Dijo Sacul.
-Pues sí, un poco – contesté.

-Déjame explicarte. En este mundo hay una pirámide de rangos bastante pequeña. En la
base, están los pecadores, las almas en condena, los reconocerás fácilmente porque
están semidesnudos si no fuera por la hoja casi marchita que les cubren los genitales.
Un escalón más arriba se encuentran los sirvientes, que se dividen en tres: Diantres,
esqueletos y gárgolas. Ellos se encargan del trabajo sucio del verdugo.

– ¿Y ellos son…? – Interrumpí.

-La punta de la pirámide – respondió – Todos visten una túnica negra, también son
fáciles de reconocer, por ello la reverencia. Yo estoy vestido de uno y tú eres mi
sirviente, así pasamos desapercibidos.

-Y ¿Por qué yo soy el sirviente? – Dije algo fastidiado al sentir la superioridad de mi
ángel.

-Porque si ven a dos verdugos merodeando juntos por ahí, habrá sospechas. Muy aparte
de que tú no hablas en el mismo idioma que los de aquí. Si te descubren, lo más posible
es que te coman vivo y te condenen a pasar la eternidad en alguno de sus calabozos. Y
no son lindos, por cierto.

Me puse pálido, tal vez más que mi padre cuando estaba moribundo.

-Así que, si alguien se nos acerca déjame hablar a mí, tú solo mantén la mirada baja y
colócate la capucha. Tampoco pueden ver carne humana. Yo me encargaré del resto.
Empezamos a merodear por las entrañas de la ciudadela, manteniendo siempre un perfil
bajo. Yo observaba con asombro y pavor las horribles torturas a las que eran sometidos
los pecadores. Desde gente rostizándose lentamente en un fuego que, según lo que me
contó Sacul, era infinito. Hasta la desmembración de las articulaciones, calculado para
que el dolor sea prolongado y lo más doloroso que se pueda observar.

Entre todas las trampas, horcas y hogueras, había una pequeña edificación hecha de
piedra. Portaba en lo alto un enorme cartel que decía: BAR. Sacul debió notar que
observaba el lugar, porque al instante dijo.

-Ese es el bar de los lamentos. Todas las almas arrepentidas buscan un castigo para ellas
ahí. Nadie es obligado a entrar, quien desee hacerlo, solo tiene que abrir la puerta, pero,
eso sí, ya no habrá retorno. Apenas se cierra la puerta, ya no podrás salir. Solo hay una
forma, que es desapareciendo, matando tu alma.

Cada que Sacul me cuenta algo, creo no poder estar más sorprendido o perturbado, pero
siempre logra superar mis expectativas.

Luego de diez minutos de búsqueda, sin éxito, encontramos a varios verdugos junto con
sus lacayos caminando en sentido contrario hacia nosotros. Sentía que se me paraba el
corazón. Empecé a sudar, pero el calor evaporaba mi secreción. Todos pasaron de largo,
todos excepto uno, que se detuvo a nuestro lado. Intentamos seguir de largo, pero vi
como Sacul me puso la mano para que no siga caminando. El verdugo dijo algo, yo no
lograba a entender. Mi ángel, me hizo un ademán de que lo siguiera. Me coloqué a su
lado mientras él y el verdugo conversaban. Él no estaba solo, traía a una gárgola
consigo. Sentía como aleteaba cerca de mí. Empecé a temblar.

Sacul y el verdugo seguía conversando. Era imposible saber si estaban hablando,
preguntado o exclamando. Todo era en un tono tan neutral, ni tan fuerte ni tan alto. De
repente Sacul me agarra del brazo y me grita.

– ¡Corre!

Alcé la mirada y vi en cámara lenta como la gárgola venía volando en picada hacia mí.
Abrió su hocico de tal manera que pude observar cada uno de sus dientes y la sangre
que corría por ellos. Yo me quedé paralizado. Cerré los ojos y apreté fuerte la
mandíbula, aceptando lo que viniese. Abrí los ojos un pequeño instante, vi como Sacul
la degolló en el aire con una espada negra como su túnica.

– ¡Corre, pero ya! – Repitió con tono desesperado.

Mis piernas automáticamente empezaron a correr en cualquier dirección. Me acercaba
poco a poco hacia el bar, no sabía a dónde más ir. Cuando miré atrás, noté la silueta del
verdugo, venía corriendo a una alta velocidad. Sus pupilas rojas brillaban como luna en
la oscura noche. En un abrir y cerrar de ojos me logró derribar. Se coloca encima de mí
y de un mordisco me arrancó la oreja derecha. El dolor que sentí fue indescriptible.
Estaba a punto de perder la conciencia. Mis gritos de agonía se alzaron hacia su auge y
poco a poco, junto con mi conciencia, se desvanecieron. Las últimas imágenes que pude
captar fueron las de Sacul peleando contra el verdugo, terminándolo por arrojar al bar
de los lamentos y encerrándolo para la eternidad. Se acercó a mí y me cargó. No
recuerdo más.

Cuando desperté estábamos dentro de una cueva. El dolor había desaparecido. Sacul se
encontraba mirando la ciudadela, con una mirada impenetrable. Intenté decir algo, pero
un gemido apagado fue lo único que pude escupir de mi cuerpo.

-Ya despertaste – Dijo Sacul – Hice lo que pude para parar el sangrado y sellar la
herida. El dolor debió desaparecer también, yo me encargué de ello – Tomó una
pequeña pausa y siguió – Tu oreja no la pude salvar.

Me palpé el lado derecho de mi cabeza, sentía la herida recién cicatrizada y la ausencia
de mi oreja. Empecé a llorar.

– ¡Me quiero ir de aquí! – Dije entre sollozos repetidas veces.

Sacul me miraba con ojos melancólicos.

– ¡Esto debe ser un sueño! ¡Quiero que sea un sueño!

Empecé a llorar como un niño haciendo pataleta por un caramelo que no obtendrá.

-Lo sé – Dijo Sacul cabizbajo – Pero tienes que sacar a tu padre, ya no falta mucho. Sé
que lo amas y cualquier cosa que digas en contra de este propósito será una vil mentira.
Y si no lo haces, sé muy bien que te arrepentirás durante el resto de tu vida.

Maldije el hecho de que tuviera razón, tenía que salvarlo.

-Hay que apurarnos, ya perdimos mucho tiempo- Agregó Sacul.
– ¿Cuánto tiempo llevo dormido? – Pregunté.

-Tres días – Contestó.

Apenas me pude recomponer, salimos de nuevo. Sentía un palpitar en la herida cada que
me agitaba y me empezaba a doler la cabeza. Por ello tuvimos que ir a paso lento.
Revisamos cada rincón de la ciudadela, no lo encontramos por ningún lado. De pronto
atisbamos a lo lejos un monte, con varias cruces en la cima. Nos dirigimos ahí a toda
prisa. Al subir a la colina, por fin lo habíamos hallado. Estaba crucificado. Solo se
encontraba su verdugo, quien le armaba una hoguera a sus pies. Los gritos de mi padre,
desesperados, me hicieron derramar un par de lágrimas, evaporadas por el calor.

Nos acercamos, Sacul dijo unas palabras incomprensibles para mí. Mi padre no hacía caso a
nuestra presencia, el dolor lo cegaba. Luego de un rato de conversación, Sacul saca de la
bolsita de cuero el collar con el alma y se lo tiende al verdugo para realizar el trueque.
El verdugo toma el collar, se queda viéndolo durante unos minutos. Observé de reojo
como sacaba una sonrisa de mejilla a mejilla y como su miraba de pupilas rojas se
dirigía hacia mí. Tiró el collar, rompiendo la figura del niño y dejando escapar el alma.
Le empezó a hablar a Sacul.

– ¿Qué está diciendo? – Pensé, sabiendo que me podía escuchar.

-No aceptó el trato – dijo fríamente – Acaba de decir que para qué aceptar aquella alma
de ningún valor a comparación de lo que portaba ahora mismo – concluyó.

– ¿A qué te refieres? – Pregunté.

-Él no quiere cualquier alma, quiere la tuya – dijo por fin mi ángel con lágrimas en el
rostro.

Miré al verdugo a los ojos. Estaba sonriendo. Su rostro despellejado, sus ojos negros y
la característica pupila roja me hipnotizaron y escuchaba repetidamente la frase: Quiere
la tuya.

-Lo siento mucho- dijo Sacul – Cancelaré el trato inmediatamente.
-No- contesté con un aire de valor.

Miré a mi padre en aquella cruz, aún gritando y seguí.

-Haremos el trato.

Sacul, quien no podía procesar la noticia, le avisó al verdugo de mi decisión. Mi padre
seguía sin notar mi presencia. Me acerqué a él y le besé sus pies. A pesar de todo lo que
hizo, de ganarse el odio de mi familia, de mis hermanastros y del mismísimo Dios. Yo,
su hijo, lo perdonaba y brindaba una oportunidad más. Pensé en aquella conversación
que tuve con mi padre en el hospital: Si un hombre quisiera reunir a todas las personas
que alguna vez le dijeron “Te amo” durante toda su vida necesitaría de un estadio
entero, tal vez más. Pero si quisiera juntar a todas aquellas que de verdad lo amen, solo
necesitaría de una buena mesa de roble y un juego de tazas para tomar un café.

-Te amo padre – fueron mis últimas palabras. Seguido a ello, vino la oscuridad infinita.

El alma del padre fue liberada. Despertó en medio de un lugar desierto. No se veía nada
a kilómetros y una ligera neblina se arrastraba por el piso. De ella, apareció Sacul.

– ¿Qué tal Robert? – preguntó con una sonrisa maliciosa.
– ¿Quién eres?

-Tu salvador – respondió con un tono soberbio.

No hubo respuesta del padre. Solo el silencio.

-Sé que tienes experiencia en ciertos campos que podrían interesarme.
– ¿A qué te refieres? – preguntó Roberto.

-Escucha, yo no te hubiera liberado si es que no quisiera algo a cambio. No soy de los
que se levantan por la mañana y se proponen salvar a un mortal al azar o a todos. La
mayoría de su especie me importa un carajo. Pero tú tienes unos dones estrategas y
sanguinarios que, a mi parecer, me hizo creer que valdría la pena sacarte de aquel sucio
lugar.

Roberto se quedó pensando en su propuesta.

-Y ¿Para qué me necesitas? – precisó el hombre.

-Para una guerra – contestó junto con una sonrisa de oreja a oreja.
Hubo otro gran silencio.

– ¿Y si yo no quiero participar?

-Es simple, te devuelvo al infierno a que cumplas tu condena y, esta es la cereza del
pastel, me aseguraré de que tu castigo sea mucho más doloroso del que ya tenías. Tú
decide, te lo dejo a libertad ¿Qué me dices?

El mortal sonrió ante la amenaza, finalmente se arrodilló frente a quien era su salvador y
le tomó la mano en señal de reverencia.

-A sus órdenes mi señor – Seguido a ello le besó la mano.

-Por favor, no me trates como a un superior, puedes llamarme por mi nombre – dijo
mientras lo levantaba, dejando la reverencia.

-Y ¿Cuál es?

-Lucifer – Contestó mientras le tendió la mano y se la estrechó como a un colega.

José Carlos Edmundo Grados Pinto.

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