Espeluznante -décimo acto-

Espeluznante -décimo acto-

J. A. Gómez

15/11/2021

Por veces la morriña me arrulla como agua que fluye por los manantiales de mi niñez. Qué lejos queda pero que cerca sus reminiscencias de tiempos convulsos. No sé si soy parte de algo más grande que yo mismo o por el contrario he tomado la mano del salvajismo más ancestral que, al igual que lo otro, también forma parte de mí. Medito mucho sobre ello y lo hago con una pizca de amargor y una pizca de excitación.

 Ante el espejo contemplo ese rostro fatigado y familiar. Le echo más años de los que seguramente tenga. Me enseña la cara, golpeada sin compasión por los puños de la mala vida. Tanto así que pueda llegar (o ya lo ha hecho) ese momento donde mi adicción a la sangre ha nublado completamente cualquier raciocino.

 Soy y yo mismo lo reconozco un demonio, pero no de esos mentados en las escrituras o exorcizados por señores con alzacuellos que terminan saliendo por la ventana. No, no, un demonio hombre gustando de vestir con traje y corbata. Metódico, destructor y asesino; hombre por rutina y bestia por costumbre.

 Me adapto al medio físico mediante zarcillos de carne y hueso. Para corazón inclemente el mío y para alma pútrida la mía también. Mis iguales encajan como pueden sus conciencias en una sociedad erguida sobre válvulas con goteras, acciones malsanas, valores deshinchados y dudosa virtud. Estoy en las antípodas de lo civilizado y despojado desde adolescente de cualquier discernimiento.

 He aquí esta ciudad distópica saludando a sus hijos antes de devorarlos. Latiendo en cada ladrillo y cada centímetro de hormigón por subsistir un día más. Calles, bloques de viviendas y callejuelas asfixiadas al calor del día y al fresco de la noche. Yo, conmigo mismo, irreverente en mis interpretaciones amorales. Yo, siempre yo, dotado del Don de la buena muerte y esto se refleja enconadamente en cada uno de mis asesinatos.

 Porque no sólo doy lo mejor de mí cada pocas noches sino que lo convierto en arte. Mis circunstancias son las que son, ni mejor ni peor que las de cualquier malnacido. Pueden pensar en mí en alguien con alas de ángel y cuernos de Mefistófeles. En realidad pueden pensarme como mejor les venga en gana, no me preocupa. Ahora bien metido en faena soy inconmovible y compacto, especialmente hábil a la hora de pasar a cuchillo las gargantas de prostitutas que hacen la calle.

 ¿Cómo lo ven? Seguro que sienten ganas de vomitar. Todos ustedes deben, es más, tienen la obligación de estar a mi lado, apoyándome, tomándome como ejemplo a seguir. Dejen llevarse por sus instintos primitivos; desean hacerlo, lo sé, mas no actúan por las ataduras ético-morales. No se disculpen más aún, ni siquiera se sientan mal por ser lo que son conteniéndolo dentro pues yo tampoco lo haré ni tampoco lo contendré…

 Sin embargo (esto resulta contradictorio y embarazoso) a veces mi vena civilizada sale a flote. Me sujeta de los brazos y comienza a aporrearme de manera sistemática. Golpes van y golpes vienen para de cada uno ir aprendiendo la lección del día. Los encajo bien y dado que es de bien nacido ser agradecido siempre doy las gracias al terminar la paliza.

 La culpa de mis pequeñas imperfecciones la tienen los demás. Las mujeres han forjado mi odio desde crío por motivos que no vienen al caso. Hoy soy hombre hecho y derecho y las encandilo con mis formas galantes y verborrea de charlatán. Es más fácil que quitarle el caramelo a un niño. Les dices lo que quieren escuchar y caen rendidas a tus pies. Luego en la intimidad las poseo violentamente antes de rajarles el gaznate. Un tajo único, profundo y limpio ¡No existe mayor placer que ver correr la sangre!…

 Aquí sigo, de pie frente al espejo. Distingo espuma en la cara, vaho, cabello mojado, vapor y una navaja de afeitar. Veo mi pecho velludo, mi piel nívea castigada por los excesos y mi mirada desangelada. No obstante lo único importante es lo que percibo desde el otro lado del cristal. Es mi reflejo puro y duro, sin aparentes artificios. La espuma de afeitar corretea bajo el agua del grifo hasta perderse por el desagüe. Examino la pila de cadáveres esparcidos por el suelo, sin orden ni concierto. Cuerpos de mujeres sin vida agarrándose a los tobillos de mi otro yo.

 Desconozco la gravedad de mi locura. ¿He dicho locura? ¿Deja uno de estarlo cuando se hace consciente de que su cabeza ha extraviado una tuerca? En cualquier supuesto no estoy más zumbado que cualquiera de ustedes. Yo mato por placer, lo reconozco sin tapujos en cambio ustedes se matan cada día para llegar a fin de mes. ¿Una alimaña hambrienta de vísceras y sedienta de sangre? ¿Un ser incivilizado capaz de devorar y devorarse? Sin la menor duda…

 Ni usted me conoce ni yo espero llegar a conocerlo. Reflejo de espejo reflejo que no miente, seguro que en eso estamos de acuerdo. Acá los claroscuros cargados de tonos rojizos destacan especialmente. A veces pienso en otros tiparracos como yo, asesinos desarbolados ávidos de experimentar con su adicción a la vida y a la muerte. Tal vez no puedan concebirlo mas esto no son situaciones surrealistas sino rotundamente realistas. Yo soy asesino de mujeres, el mismo reflejado en las dos caras del espejo.

 Aquél me escruta desde las primeras luces del alba hasta los últimos rayos del día. Parece estar disgustado por algo y me lo hace saber frunciendo el ceño, torciendo el gesto y repitiendo mis rutinas. Lo detesto, me da risa su doble moral. Como si él no supiese que ambos somos autómatas con voluntades interconectadas y fríos cuan acero blandido en las tierras del norte.

 Al verme, tras haber apurado el último trago, me observo detenidamente y cuando es él quien se observa termina viéndose tal y como es. Sinceramente nos gusta y de afirmar lo contrario mentiría como un bellaco. Gotas de sudor perlan mi frente pero también la suya. Rara vez, pero a veces me pasa, experimento en cada apretón de manos desperdicios de una vida abandonada en las cloacas. Lo conozco por su nombre de pila y él me conoce por el mío pues somos eslabones en la misma cadena.

 Mi copia de saldo aguanta de pie frente al espejo, incómodo ante mi presencia. Persiste la espuma de afeitar en su cara y la sangre en sus manos. Tal vez no asuma el porqué de lo hecho o no se vea con las fuerzas necesarias para hacerlo. Lincharía, seguro que sí, por cualquier sólida evidencia que diera con mis huesos entre rejas.

 Desliza la navaja primorosamente, desde la nuez hasta el mentón y desde éste hacia el lóbulo de la oreja derecha. Con el agua caliente del grifo limpia la hoja y sigue afeitándose. En cada pasada sanea su níveo cutis de bebé crecido. No habla más de la cuenta; platicar nunca ha sido lo suyo en cambio sí ser cómplice necesario de delitos premeditados. Si trata de huir de él mismo no acierta con la tecla porque ¿puede el viento dejar atrás sus soplidos y rebufos?…

 Lo señalo con el dedo, acusándolo y él me replica, acusándome a mí pues somos del mismo padre y de la misma madre. El piso al otro lado del espejo revela cuerpos femeninos mutilados apelotonados sobre charcos de sangre. Imposible saber qué cuerpo pertenece a cada mujer. Me alienta vislumbrar aquella montonera de carne así que comienzo a tararear una vieja canción setentera para animarme todavía más…

 Avisto la puerta entornada y el cómo la luz se filtra a través de ella. Sé que mi otro yo estará haciendo lo mismo. Su cinismo es ignominioso; su insolencia desquiciante y sus juicios de valor inadmisibles. ¿Se creerá el muy gallina inocente de sus propios crímenes?

 De vuelta a este lado del cristal la puerta entornada no es más que una puerta entornada. Encubre objetos y cosas singulares sin la menor importancia pero ojo al dato porque eso cambiará cuando por la mañana venga la de la limpieza. Yo estaré lejos.

 Me fijo en la cama amortajada, en la ropa colocada a prisa en el armario, en la navaja de afeitar a punto de caer del lavabo y en mi móvil vibrando sobre la mesita de noche. El otro fisgón clava su mirar en mi persona y me indica, con el dedo estirado, hacia la maldita puerta.

 Dentro de su mundo de vidrio el universo se ajusta al compás de cosmos menores. Lo conforman miles de millones de añicos, representados gráficamente mediante pavorosas instantáneas. Puedo ver la misma cama pero desecha; alfombras resbaladizas, paredes ensangrentadas, ropa por los suelos y sábanas sanguinolentas. Allí una desconocida reposa sobre su propio charco de sangre. ¡Qué bello maniquí de carne! Masa inerte, masa de mujer, masa desatomizada con mirada perdida, mirando sin ver. Termino de afeitarme y finaliza él. Días de ayuno, personajes de conveniencia, amistades peligrosas, moteles de carretera y gargantas rajadas. ¡Felicidad en grado máximo!

 Mis actos no entienden de finos guantes de dama ni monóculos de aristócrata. Lo que no tiene disputa dado el propio peso de la verdad que encierra es que para ese cadáver comenzó a perpetuidad el invierno. Me seco el rostro con una toalla áspera, sin dejar de observarlo atento. Tomo mi tiempo para relamerme de gusto porque damas y caballeros ¡qué trabajo tan bien hecho, pura artesanía! Mi yo, frente a mí, finge aborrecerme ¡ja! Olvida que fue él quien la degolló…

 Porfía hasta importunarme y por si no fuese suficientemente cansina esa actitud de malcriado elucubra verdades que, al salir de su boca, da por irrefutables. Esta irracional bestia cuaternaria ha venido para quedarse, disponiendo de las mujeres como mejor considere. ¿Qué mal hay en ello?…

 Sin embargo el estupor más efervescente vino a mí. De hecho me sentí indefenso, ¡endeble! ¡Espantadizo! ¿Quién me lo iba a decir? Retrocedí en un santiamén a mis tiempos de mocoso. Fui arrinconado por horrores que ni podría definir y todos llevaban matasellos de hembra. Resulta que el organismo sin vida de aquella prostituta se estaba irguiendo a trompicones. Arrastrando los pies llegó hasta su verdugo, abrazándolo efusivamente desde detrás. Sus brazos lo rodeaban apasionadamente, jugando en su pecho velludo. La desnudez femenina quedaba oculta mas no así aquel par de ojos apagados; éstos oteaban este otro lado con desprecio y rencor.

 Su garganta rajada intentaba decirme algo empero no arrancaba más que gruñidos y sonidos guturales. A continuación tanto él como ella señalaron a mi espalda. Un espasmo recorrió la mía de arriba abajo. Me giré sin dilación. ¡Por Dios santo! El cadáver de la misma mujer, pero a este lado, también habíase puesto de pie. Su desnudez podría plasmarse en cuadros abstractos, revelando sin negativo piel a rayas, rayas de cebra, rayas en cualquier caso hechas de sangre cuajada. Pálida como los vampiros pero despierta como Frankenstein tras recibir la última descarga…

 Viene despacio, asentando pie tras pie, saboreando quedamente su momento. En ocasiones se trastabilla y a ratos amaga con irse al suelo empero no se detiene ni mucho menos termina cayéndose. Extiende hacia mí sus brazos ensangrentados, bosquejando una mueca mal hecha. Perverso engendro de las tinieblas ¿quién era en vida? Anhelas corromperme y arrastrarme contigo al foso de impíos… ¡a mí!

 Sus manos glaciales rodean mi cuello mientras exhibe otra mueca mal hecha. Desea hablar y pretende hacerlo con esmero pero el tajo en su garganta se lo impide. Lo que sí puede hacer y hace con pericia es cerrar las manos sobre mi cuello. Oprime duro, mirándome fijamente con ojos vidriosos. Se hace larga esta espera e imposible comprender qué está aconteciendo aquí. Desfallezco sin remisión no obstante tengo tiempo para ver de reojo al espejo, no hay reflejo. De hecho no hay nada, únicamente oscuridad y para allá iremos los dos…

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