Espeluznante -noveno acto-

Espeluznante -noveno acto-

J. A. Gómez

11/11/2021

Intentaba hacer memoria condensando puñado y tres cuartos de recuerdos apelotonados en su cabeza. Trataba de recordar el cómo y el porqué de tan precaria situación mas su sesera permanecía cerrada como una ostra. Tal vez fuese así para evitar daños mayores porque ocasionalmente el olvido es la verdadera medicina. Podría decirse que es como un telar tupido, grueso y pesado estirado hasta dar de sí, separando entre sus hebras nuestra cordura de nuestras pesadillas.

 Tampoco recordaba cómo había llegado hasta allí. Objetivamente desde el día antes no recordaba nada. Confundida y asustada su pronta biografía, escrita de su puño y letra, hablaba de cierta señorita y sus peculiares circunstancias personales. De ninguna manera podía tratarse de ella y muy a pesar de los pesares así era…

 Encuclillada en aquel destartalado bote miraba la vía de agua ubicada en popa. ¿Cómo narices había llegado hasta allí? Lo único claro dado lo evidente de la cuestión era que a su alrededor todo era océano. Sola a su suerte, desorientada y sin protección solar. El astro rey no sólo clavaba la luz en ella sino también en las profundidades marinas. Pero había otra cuestión, si cabe, más acuciante ¿rondarían tiburones por las cercanías?…

 Con manos de alcurnia y manicura perfecta achicaba agua con diligencia. Ponía los cuatro sentidos en no volcar el puñetero bote que no cesaba de tambalearse a babor y estribor. Talmente artistas callejeros mañosos subidos a una tabla que a su vez descansa sobre un cilindro. Sin embargo tanto sobreesfuerzo no parecía suficiente, arremolinándose bajo sus pies más y más agua. Aunque el bote no se escorase terminaría hundiéndose, de hecho no tardaría en hacerlo. Sea como fuere cualquiera de las dos posibilidades auguraba la misma hecatombe.

 Lo comprendió enseguida así que desistió. Los brazos acalambrados le ardían del puro esfuerzo y mientras los masajeaba oteó al cielo, evitando mirar al océano ya que éste estaba listo y preparado para tragarla de una pieza. Pero no pasó porque un estruendo cósmico sacudió las aguas, quedando instantáneamente cristalizadas como arena sometida a enormes temperaturas…

 Ya no estaba en el bote sino en una corroída jaula de largos y gruesos barrotes. Frotó los ojos para verificar una y otra vez que sí, ni barca ni océano. Su corazón latía con tal virulencia que no sería extraño verlo salir por la boca. Frente a ella un león de tupida melena enmarañada. Bostezaba el felino mostrando sus incisivos amarillentos y entre bostezo y bostezo sacaba la lengua, lamiéndose la nariz. Permanecía tumbado, holgazaneando sin reparos empero sin dejar de observarla con recelo.

 El animal se incorporó, empujando por sus tullidos cuartos traseros. Evidentemente sus tiempos de rey de la selva quedaban muy atrás. Se fue acercando con alguna que otra dificultad al tiempo que ella, agarrada a los barrotes, buscaba cómo salir de la jaula. El carnívoro rugió amenazador, dispuesto a abalanzarse sobre ella porque a fin de cuentas carne es carne y no importa de dónde venga…

 Gritó con tanta fuerza que el animal dudó. De forma instintiva la mujer cruzó los brazos sobre la cabeza, cerrando tan prietamente los ojos que a través de los párpados ascendían y descendían multitud de puntos blancos. Al abrirlos pausadamente ni bote, ni océano, ni jaula, ni león de melena enmarañada…

 Pobre dama prendada de la buena vida, viviendo a cuenta de los demás. Siempre por encima de todos y todos debajo de sus zapatos negros de tacón. Ella, perfumada en jazmín y azahar; tarjetas de crédito ilimitadas y hoteles cinco estrellas. Ella y no otra cualquiera porque no cualquiera otra puede ser ella…

 Yacía desnuda como Dios la trajo al mundo, golpeada, violada y tirada cuan bolsa de basura en una denostada nave de la periferia. Rondaban las tres o cuatro de la madrugada. La luna iluminaba áreas cercanas con sus haces blanquecinos, filtrados a través de las grietas de la techumbre. Sobre hormigón rajado frío descarnado, éste se le había metido dentro y no podía sacudírselo. Le dolían las piernas, los brazos y el sangrante bajo vientre. Su boca seca como alpargatas apenas podía intentar el ejercicio de pedir ayuda. En derredor piedras de diferentes tamaños; maleza cortante y urticante, agujeros como cabezas en los bloques del cierre y un gran graffiti en torno al infierno de Dante.

 ¿De qué clase de alucinaciones era mártir? Y ¿qué clase de ilustración provechosa podría sacar de todo aquello? Las contestaciones resplandecían por su ausencia y ciertamente ello era el menor de sus problemas. Lo inmediato resultaba crucial además de nada servía formularse cuestiones para luego buscar explicaciones a las primeras. Poco a poco los párpados le pesaban y su cuerpo a duras penas respondía así que optó por cerrar los ojos para descansar. El gélido aire de antes y el frío hormigón pasaran a la historia siendo probablemente este detalle el que la hizo despertarse. Alzó los párpados y sus pupilas enfocaron un páramo desértico. Cactus gigantes desfilaban en inquebrantable procesión bajo un sol de justicia. Hallábase sobre la vía del tren; amordazada, maniatada en la caja, percibiendo las vibraciones y el traqueteo inconfundible del tren acercándose…

 El viento arrastraba pequeños matorrales de aquí para allá, llamando la atención de las lagartijas. Escuchaba el sonido de la pesada máquina arrastrando sus patas de hierro sobre vías de hierro y gruesos maderos. La caldera, acertadamente endemoniada, ardía regurgitando a través de la chimenea columnas de humo negruzco. Ella sentía cada vibración clavándosele en la espalda, advirtiéndole de su condición mortal. Se le venían encima cielo y tierra, devorando los kilómetros dispuestos entre ellos ¡a toda máquina!

 Pronto el silbato alertó, con tono largo, del peligro acechador. Antes o después el mismo cielo sería surcado por buitres leonados y la tierra por hienas manchadas. Chilló pidiendo socorro de cero recorrido; pataleó como una consumada karateca e inclusive afiló los dientes lista para roer las ataduras. Mas cualquier síntoma de liberación raudo desertaba sobrecogido por el yugo del destino. Afortunadamente no debió aguardar al trágico final porque un vasto estruendo, provocado por el desplome del cielo sobre la tierra, volvió a cambiarlo todo. Retumbó en miles de kilómetros a la redonda para a la velocidad del fotón barrer los cuatro puntos cardinales. La mujer recibió de lleno la onda expansiva, perdiendo el sentido.

 Al final del sendero se eleva a duras penas una mansión de estilo gótico. Centenares de árboles secos lindan a los márgenes de un camino adornado, aproximadamente cada diez metros, con repelentes efigies tamizadas en la base por una fina neblina.

 Tornó por recuperar la cabeza, asentándose de a pocos la nueva situación pero quizás hubiese sido mejor no haberlo hecho pues, sin recordar cómo, estaba atrapada en un lodazal que la engullía sin remisión. ¡Qué broma tan macabra del sino! Pintaba mal la cosa y aún así escuchaba, en modo súper oído, los hierbajos mecidos por el viento, el aleteo de los cuervos y su propia e intransferible agonía. Indescriptible horror, sobre todo al quedársele las vías respiratorias bloqueadas por aquella pasta nauseabunda.

 Entonces la noche entró, ocupando el último acto. Cerca de bajarse el telón recobró decisivamente sus facultades. La boca le sabía a lodo y fuertes pinchazos sacudían su cabeza de mujer pintarrajeada. Enseguida se percató de que estaba echada a un lado de la carretera. El frontal del coche, empotrado contra un roble centenario, no era más que un completo amasijo de hierros y chapa esparcidos por la carretera. Roble sin robledal y mujer de pálida presencia; empoderada en noche de gatas. De nombre rumboso, de oficio su oficio y autosuficiente para cualquier cosa que no tuviese que ver con la llave de su vida.

 Siempre hay más debajo de lo que se rasca y este caso concreto no iba a ser la excepción que confirma la regla. Comenzó con intenso olor a salitre, preludio de lo trascendental. Vino cuan extraña cadena de sucesos; volvía a repetirse, volvía a comenzar, volvía a no terminar. Litros incalculables de agua salada se filtraban por el cristal trasero, rajado a causa del accidente. Quiso moverse empero sus piernas estaban atrapadas entre los hierros. Presentaba numerosos moratones y cortes en los brazos y en el pecho no obstante sus extremidades inferiores eran las que peor suerte habían corrido. La tela del pantalón y la carne bajo ésta habíanse vuelto una masa sanguinolenta tomada por múltiples cortes y desgarros. Y bajo sus pies un cenagal pantanoso en miniatura, cubriendo pedales y alfombrillas. Maloliente, espeso y vomitivo se le agarraba a los tobillos para desde ahí escalar hacia arriba. Fuera del coche gorjeos de aves huidizas, buitres revoloteando e hienas manchadas olisqueando…

 A lo lejos el silbato del tren, se acercaba desde el otro lado del bosque. Tal vez ya había dejado atrás aquella vieja y derruida mansión gótica. Las desdichas parecían atesorarse a montones. Exasperada gritó, gritó y volvió a gritar hasta perder aliento. Giró la cabeza a derecha e izquierda, a izquierda y derecha. Nadie la escuchaba, posiblemente nadie quisiese hacerlo, puede que tampoco brindarle ayuda… ¡Cuánto le pesaban los párpados!

 Las ventanillas enlucidas con rejas incorpóreas permitían ver lo distante en lo próximo. Empujó la puerta y golpeó el volante; se agitó antes de usarse, admiró el par motor de su vida e incluso maldijo en arameo. Fue entonces cuando a través del retrovisor interior vio, holgazaneando en los asientos traseros, a un enorme león de melena enmarañada. Tenía hambre y se sació…

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