El ojo de la cerradura

En el interior de la celda el aire estaba viciado por los vapores de la orina, el hedor de los cuerpos y el putrefacto festín que celebraban ratas danzando de aquí para allá entre las pajas esparcidas por el suelo. Cinco hombres yacían encadenados a las paredes, con los huesos rozando la piedra y las muñecas oxidándose junto con las anillas de metal doloroso.

Como no podían contar el tiempo en las sombras de su encarcelamiento permanecían adormilados como bestias hibernantes esperando la primavera tras un invierno interminable. Abrían los ojos negros cuando el carcelero arribaba y devoraban cuencos de potaje que traían el aroma del mundo: bosques de laurel, sal del mar, raíces de la tierra y sangre animal.

Durante esas breves cenas conversaban. Los gestos de masticar, probar, sorber les traía sonrisas y gratos recuerdos, como luna llena cuando despejaba las tinieblas de su mazmorra. Entonces podían hablar. Hablar de viejos recuerdos, imaginar colores y revivir las emociones de ese otro mortal que revelaba su alma. Tomaban turnos para contar, como cinco barqueros en un laberinto de canales, cada quien enseñaba su recorrido y los tristes recodos de sus huellas. Chispas mágicas saltaban de los dientes carcomidos. Pero luego subía la marea del averno y las memorias se ahogaban en recuerdos que no querían evocar. Las sombras los forzaban a sufrir los remordimientos que los hicieron terminar confinados a este castigo. Cada día volvían a perder la vida.

Hasta la tarde asfixiante en que trajeron la cena al atardecer. El convicto más cercano a la puerta, un viejo hinchado de inmundicias con barba de zarzas grises terminó su ración y estiró el cuello tanto como pudo para echar un vistazo por el ojo de la cerradura. Por fortuna, el carcelero de guardia había dejado la puerta del corredor abierta y a través de ella se podía apreciar una preciosa parte del patio de la prisión.

De la alfombra tupida de yerbas silvestres rompía el tronco fantástico de un árbol plateado y rojo, tal vez por la claridad del sol moribundo o la emoción del ojo oscuro que lo miraba. Frente a tal espectáculo al viejo se le escapó un quejido, el sonido del terrible anhelo que forcejeaba con salir de su cuerpo y tal vez matarlo si no hablaba.

—¿Qué es lo ves, viejo? Ten piedad y habla a tus hermanos de infortunio —le imploraron.

—A través de la garganta que se traga nuestro encierro veo el viejo abedul blanco que parece el cuerpo de un santo flagelado y sangrante emergiendo de su tumba mientras el sol muere.

—Ah, sí, recuerdo el árbol del funesto día que arribé a esta fortaleza, pero no puedo decir más nada de él como si la tinta de los pensamientos se me hubiese salido por la piel.

—Hace calor así que debe tener frutos —intervino otro.

—Es un abedul, te equivocas, ya debe estar sin hojas —escupió el encadenado al fondo.

—Tienes razón, sus ramas están desnudas y raquíticas como un escobón, pero tendrían que ver las postura en que se mantiene en pie, casi como estirándose de un sueño profundo.

Los atormentados saborearon por unos instantes la imagen que acababan de vislumbrar. Con cada parpadeo el hambre de la vieja pupila se desaforaba. Su ojo casi brotaba del otro lado de la herrumbrosa cerradura. Tanto tiempo llevaba vendado en el abismo que ahora ante la luz y los colores quería atrapar más detalles que un águila de mil ojos.

El guardia pasó frente a su calabozo y el viejo temió que cerrara la puerta lejana, pero en vez de eso, solo pasó de largo y alzó la voz para llamar a alguien. Luego anduvo por el patio trayendo un niño de la mano.

—¿Qué sucede ahora?

—El carcelero está con un pequeño aprendiz que al parecer quiere aprender el duro oficio del padre.

—¿Qué edad dirías que tiene?

—Me arriesgo por unos diez o nueve, sí. Usa pantaloncillos cortos bermellones, camisa blanca y chaleco azul.

—Ah, un señorito elegante.

El guardián señaló algo entre las ramas. El pequeño se tapó la cara con su manita pálida y sonrió emocionado. El anciano reo dejó que su vista vagara entre los tallos resecos y allí entre lo más intrincado entrevió formas blancas y grises revoloteando tras el telón.

—Tiene palomas nuestro abedul.

—¿Cómo dices, abuelo?

— Hablo de bellas palomas, el padre le enseña el nido y lo carga sobre los hombros para que aprecie más de cerca a la pareja.

—Ah, ¡¿qué daría yo por una buena sopa?!

—¡Calla, condenado! —le espetó otro que escuchaba al viejo retorcido sobre el agujero de la puerta—. Di, abuelo, ¿puedes ver las palomas?

—Sí, son dos, hay una blanca echada sobre el nido y bien cerca adivino alas grises e inflado pecho si mi cansada vista no me engaña.

—Ah, por supuesto, ya está avanzado el otoño, aunque haga calor. La doña está sentada sobre los huevos. Verás cómo en una estación salen los polluelos y los progenitores tendrán que poner empeño en alimentarlos.

De pronto, el anciano dio un golpe en la puerta y sus grilletes sonaron.

—Por tu vida, guarda silencio, ¿quieres que termine el espectáculo tan rápido? —le increparon, pero el viejo se aferraba a la puerta como por su vida.

—Sí, seguro que va a terminar. El gamberro la emprende a pedradas contra la madre emplumada.

—Será bellaco e indeseable. ¿Cómo es que el padre lo deja impune?

—Nadie vigilia al pequeño demonio. —El viejo hunde las uñas en la mugre de la madera—. La blanca ha dejado el nido. ¡Ángeles del cielo, piedad! ¡Os maldigo, engendro corrupto, detente te digo!

La boca del oteador se cierra sobre el cerrojo y profiere alaridos para que estos broten a chorros por el otro lado.

—¡Deteneos! ¡Al asesino! ¡Aprendedlo! —se une el coro a la mordida del abuelo.

—Son en vano nuestros gritos. —Los dedos pinchados soltaron la madera astillada de la puerta.

—¡Dinos, por la virgen santa! No te calles ahora, aunque funestas sean las nuevas —lo acosaron.

—La madre está muerta. La vi caer de un golpe, sin vida y con alas rotas.

—¿Y el padre? —titubeó el del fondo.

El viejo se iba a asomar, pero una mano invisible cerró la puerta al fondo del corredor privándolos de golpe de toda resolución o divertimento.

A partir de ese día los cautivos no olvidaron. Le rogaban al viejo que echara ojeadas por si la puerta quedaba entornada y de algo podían enterarse. Pero tal ocasión tardó meses en darse hasta una mañana cuando un sirviente colocó su balde de agua para restregar las losas del pasillo y la puerta quedó entreabierta.

—¿Cómo está el abedul?

—¿Sigue el nido ahí?

—Sí, por mi alma que sí —dijo el viejo con su voz cansada mientras su pupila se acomodaba a la luz pálida y a la distancia que iba desde ellos hasta el patio más allá del umbral—. Ahí está el nido, pero está vacío y seco, abandonado hace tiempo por aquellos que lo construyeron y no pudieron darle uso.

—Si hubiera sido mi hijo el culpable nadie lo salvaba de una saludable reprimenda con ramillas de abedul que he oído son especiales para grabar importante lecciones.

—¡Qué gusanos me coman los ojos! Ahora veo un pichón en el nido.

—¡Enhorabuena! ¡Mira tú que buen padre ese que cría solo a su hijo!

—¡Es una familia afortunada, aunque no tanto! —los gritos de alegría sonaron y reverberaron por primera vez entre aquellas paredes musgosa y frías. Los compañeros de celda rieron hasta que les brotaron lágrimas y sintieron que ese pequeño ser emplumado era también su hijo sobreviviente en el árbol. El viejo se recostó y paseó la mirada por el pedazo de mundo al que podía ir y se sorprendió al descubrir otra figura cómodamente sentada del otro lado del árbol, a la sombra de las ramas ahora tupidas en hojas y frutos.

—Te has quedado sin habla, trovador.

—Les cuento que veo una dama pintando en lienzo y caballete, guarnecida por la copa del árbol.

Esas palabras fueron como el escozor de un dulce perfume vertido sobre las heridas palpitantes. Los otros reclusos tensaron sus cadenas queriendo presenciar por ellos mismos esa visión y sin poder controlar sus voluntades.

—Es una dama joven, virgen diría yo, con rostro de porcelana y sonrisa francesa. Lleva vestido caro de encajes y vuelos blancos.

—¿Es guapa?

—Más de lo que te puedas imaginar: cabello rubio y rizado como lana de oro y los labios rosáceos como la aurora.

—Esa es de alta alcurnia. Jamás se ha sentado frente al fogón o restregado la ropa en el río —sentenció uno.

—¿Y qué está dibujando?

—Imposible saberlo. ¡Ah! Pero veo a nuestro querido padre de alas negras.

—Así que es cierto —pareció despertar el del fondo—, el maldito cuidó a su polluelo. Esa no es labor fácil para nadie, déjenme decirles.

—Está picoteando las migajas en la bandeja de la dama.

—Apuesto a que ahora va y se lo escupe al pichón.

—¡Pequeña ramera de los mil demonios! —el viejo volvió a aferrarse a los remaches oxidados de la puerta y encajó los colmillos en el reborde del picaporte. El limpia pisos miró solo por un segundo.

—¿Más desgracias? ¿Por qué nos persigue el veneno de las parcas?

—La maldita tiene un gato en el regazo.

—¡No, no, no! ¡Protégelo, nuestro señor!

— Ya vio al palomo. Lo está acechando ¡No! ¡Felino del averno! ¡Vete! ¡Vuela!

El barbudo narrador escupió virutas afiladas y sangre y no quiso acercarse más por la cerradura. Se haló de la barba mientras las cadenas, compadecidas, trataban de consolarlo para que no se hiciera más daño.

—He soñado con este final, ahora sé que ni las aves pueden hallar paz en este infierno de piedra que el hombre construye para su semejante como si fuera dios y demonio a la vez —así habló la sombra que era el hombre del fondo.

Los otros amigos se voltearon hacia el viejo sufriente y no se atrevieron a pedirle que relatara más. Así, poco a poco fueron hundiéndose en sus infiernos personales como solían hacer cuando subía la marea oscura de los pensamientos. Pronto el dolor de la pérdida se mezcló a los otros incontables recuerdos de sus vidas acostumbradas a perderlo todo y vivir en el suplicio.

Las estaciones se sucedieron, pero el viejo ya no se asomaba a la cerradura y nadie le pedía que lo hiciera. Hasta una noche helada de inmisericorde invierno en que trajeron un nuevo prisionero que gritaba como un enfermo. El viejo al espiar vio como lo llevaban amordazado y sujeto entre dos hombres, pues era un tipo robusto de cara bulbosa. En medio del alboroto el carcelero había olvidado cerrar la puerta del patio. Las antorchas ardían en las columnas del atrio y en medio de los fuegos se alzaba el árbol. Pero el césped estaba blanco, cubierto de nieve y el abedul había perdido todas sus hojas. Sus ramas esqueléticas se estiraban a la luna como los restos de un suplicante de muchos brazos.

—Eso es todo lo que queda, la fría muerte y la noche eterna.

Los demás no se movieron, pero él sabía que le estaban escuchando. Entonces, del corazón hueco del árbol brotó una criatura. Voló entre sus dedos engarrotados como riéndose de la muerte y se posó en el punto más alto donde el resplandor lunar dejaba ver a la perfección sus plumas azules como acero de Damasco.

—¡Viva el pájaro de acero! —exclamó su voz de lo profundo de su ser.

—¿Qué dices?

— ¡Sobrevivió, el pequeño malandrín! ¡Qué bello!

—Cierra tu inmunda boca y no perturbes el sueño de los más desgraciados con tus molestas historias de mala suerte y perdición —le soltó el del fondo.

Los otros también lo amenazaron con que no soltara una palabra más aquella noche. El viejo acercó la cara a la cerradura que brillaba con luz de plata. La paloma gris se balanceaba en la cima del árbol como una veleta viva.

—Huye de aquí, pequeño inmortal, que tus alas te conduzcan a la libertad que nunca gozaremos. Vive feliz y no olvides a estos que una vez te amaron —conjuró tan bajo que nadie le pudo haber oído. El ojo de la cerradura lloró una lágrima mugrienta.

Sus palabras fueron un último aliento, pero la veleta de plata pareció sentir la brisa. Saltó de rama en rama y quedó frente a la boca abierta de la oscura prisión. Luego agitó sus alas y voló al cielo. El anciano volvió a recostarse en su rincón y la última gota de esperanza drenó de sus miembros. Ya no quedaba luz y nadie lo recordaría, eso era estar muerto y aún seguir respirando. Alzó su barba de arbusto y rogó porque le enviaran al ángel de la hoz. Observó el pedazo de cielo que se colaba por la alta ventana del torreón y una forma sombría dibujó sus alas negras sobre ellos. El miedo recorrió sus carnes. Algo traspasó en silencio los barrotes y se posó en medio de ellos cinco. El festejo de las ratas calló. El leve aleteo despertó a los otros que ni siquiera se atrevieron a mover sus cadenas. El ave se daba un banquete con los gusanos y las garrapatas de la celda. El viejo agarró su cuenco y se lo acercó lentamente con el pie. Los demás también lo imitaron. La joven paloma hambrienta llenó su pecho con suficiente comida como para todo el invierno, además, tomó unos tallitos de paja y voló de nuevo a la ventana. El círculo de momias encadenadas dijo adiós con sus manos cargadas de grilletes y rostros demacrados. El ave hizo una reverencia y escapó finalmente al aire llevándose también sus vidas.

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