Huella borrada

Una tarde de octubre caminaba a escasas calles de casa cuando tropecé con unos pedazos de papel tamizado esparcidos sobre la acera que se entremezclaban con la hojarasca seca. Rápidamente supe que alguien había rasgado una fotografía. La curiosidad me impulsó a recogerlos. Los fui guardando en el bolsillo de mi sudadera. Mientras los apilaba pude observar lo suficiente como para saber que era la imagen rota de una reunión. Completé mi paseo jugando a imaginar la historia que guardaba, acelerando el paso en el regreso sin darme apenas cuenta.

Esparcí sobre mi escritorio los pequeños trozos que fui repartiendo por el plano de madera, aproximando cada pedazo por las semejanzas de fondo y por la forma de la rotura. Logré recomponerla sin lograr completarla pues faltaban algunas porciones. La visión global me dejó paralizado. Descubrí, incrédulo, que una de las miradas que posaba era la mía propia. No reconocía, sin embargo, a ninguno de mis acompañantes. Detuve mi atención en cada rostro. Me observé triste, ausente. Ninguno era amigo, ni familiar, ni tan siquiera vecino. Había conmigo otros cuatro varones, uno de los cuales, más alto que yo, apoyaba su mano sobre mi hombro derecho. El salón me resultaba extrañamente conocido. La única certeza era que aquel era mi peinado, que aquellas eran mis gafas de lectura, que aquella era mi camisa blanca, que aquella era mi barba descuidada, y que aquella era mi cicatriz en la ceja izquierda, rastro imborrable de mis primeros pedaleos.

Fui uniendo cuidadosamente todas las partes. Mientras lo hacía pensé si alguien podía haber agregado mi silueta de alguno de mis perfiles de redes sociales, aunque no creía demasiado en tal posibilidad. Busqué entre mis contactos, obligué a trabajar a mi memoria intentando recordar lugares a los que hubiese viajado, estudiado o trabajado. Pero todo esfuerzo resultó infructuoso, nada explicaba mi presencia en aquella fotografía. Pasado un tiempo sin respuestas dejé de buscar. Decidí guardar la composición en mi carpeta de documentos y me olvidé del asunto.

Una nueva casualidad hizo que, unos meses después, mis pasos me llevaran a reconocer uno de los rostros de la fotografía. No lo supe al momento, pero en seguida se me desveló. Acudía a una exposición de pintura en una sala del centro cuando, a la entrada, el pequeño hombre que controlaba el acceso detuvo su mirada sobre la mía. Su cara arrugada y sus grandes lentes me llevaron a reconocerlo en el grupo fotografiado. Aquella coincidencia me quitó el sueño. Pensé sobre lo sucedido largamente y aquella misma noche recuperé la fotografía. Observándola supe que había una relación, aunque seguía sin poder componer la historia. Me dormí y desperté alterado. Como en sueños acudió a mi mente la cena de celebración que acabó en acalorada discusión. Nunca se pudo recomponer aquella amistad ni evitar la posterior ruptura, la cual me empujó a romper, airado, la captura en mil pedazos.

Las lagunas frecuentaban cada vez con más insistencia mi mente, alejándome de mis recuerdos. No volví a mirar la fotografía hasta transcurridos unos meses. Lo hice una madrugada, sin motivo aparente. Verla me hizo sentir triste y vacío. Los trozos pegados eran una excelente metáfora. De manera impulsiva comencé a recopilar todas las fotografías que conservaba en dos viejas cajas de zapatos. Una vez reunidas, las fui rompiendo una a una. Esta vez procuraría tirar los restos muy lejos de casa.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS