A Mary le temblaba el cuerpo mientras compraba en el supermercado. «Lo primordial, lo primordial. Sólo lo primordial» pensaba. Ya había hecho un listado de las cosas que necesitaría por si debía atrincherarse en su casa. El miedo que le producía el sólo hecho de pensar en lo que podría suceder si esa enfermedad llegara a su país. Sabía que era inevitable pues había visto en la noticias todo lo que sucedía en Asia y Europa. Sus amigos le habían contado sobre el panorama que estaban viviendo en aquellos continentes. Lamentaba haber perdido contacto con algunos de ellos por esa bacteria asesina.

Llegó a la caja con una ansiedad terrible. Su remera estaba sudada. Ella estaba agitada. Necesitaba imperiosamente salir allí porque la opresión en el pecho ya iba a llegar. Conocía los síntomas. La cajera la notó muy nerviosa. Ya la conocía y sabía lo que iba a suceder si no la atendía rápidamente. Ya había llamado la atención de todos los que estaban en el supermercado ya que era la única con protector facial y barbijo.

Trató de llegar a casa lo más rápido que pudo. Apenas ingresó dejó su calzado en la entrada de su casa. Dejó las bolsas a un costado de la escalera e inmediatamente entró al baño. Se desvistió y puso todo lo que usó dentro de una bolsa de residuos que había dejado ahí dentro. Ella ya había preparado todo para ducharse apenas regresara. Ya había implementado todos los recaudos necesarios por las dudas de que esa enfermedad ya estuviera ahí.

Luego de enjabonarse repetidamente cada parte de su cuerpo, de enjuagarse los ojos con solución fisiológica y cepillarse cuatro veces los dientes, pensó que ya estaba limpia. Fue entonces que decidió salir. Agarró la bolsa con la ropa sucia y la metió en el lavarropas. Se volvió a lavar las manos y limpió todo lo que había tocado y desechó la bolsa que había usado.

Se puso un par de guantes, agarró las bolsas y las llevó a la cocina. Roció las bolsas con alcohol y comenzó a disponer la mercadería sobre la mesada. Fue lavando con detergente cada producto que podía lavar. Fue desechando todas las bolsas innecesarias. Luego desinfectó todo lo que había tocado con lo que trajo desde el exterior. Y volvió a meterse al baño para darse otra ducha.

Ya se sentía mejor. Más relajada. Era momento de dejar salir a los niños de sus habitaciones así que los llamó. Puso a hervir agua mientras que abría un paquete de galletas para la media tarde.

Su casa siempre estaba impecable y ordenada. La música siempre suave. Sus hijos habían aprendido a que debían cuidar todo pues era mejor tener a mamá tranquila que escucharla gritar y convertirse en bruja mala.

Merendaron riéndose de las cosas que los niños se imaginaban. Realmente disfrutaban estar juntos. Sólo faltaba su marido que estaba trabajando en el exterior. Estaba por llegar la hora de la videollamada por lo que tenía que mandar a los chicos a bañarse y arreglarse para estar presentables.

Por la noche, ya se sentía agotada. Vio a sus angelitos dormir plácidamente. Ya era hora de que tomara su té de valeriana. El dolor de su cuerpo no la dejaba descansar. Su mente no paraba ni un momento. Era excesivamente nerviosa y detallista.

Luego de dos semanas, el presidente declaró la cuarentena obligatoria. Ella se sintió aliviada pues ya estaba preparada. Le costaba mucho llevar a sus hijos al colegio pues temía al contagio. Era una odisea llevarlos, regresar, bañarse, lavar su ropa, ir a buscarlos, regresar, bañar los niños y bañarse ella, lavar la ropa, descontaminar mochilas y todo lo que tocaron.

Pasaron los días y ella seguía con su rutina casera. Se despertaba a las seis de la mañana. Se bañaba. Desayunaba. Se cepillaba los dientes. Limpiaba toda la casa. Cada detalle dentro de ella tenía que relucir. La única excepción que la atormentaba era el haber dejado de limpiar el frente de su casa por temor a salir y contagiarse.

Disfrutaba de sus hijos todos los días, a cada instante. Su gran paciencia y dedicación había logrado que estuvieran al día con las tareas. Ella era su mentora.

La nueva rutina le parecía agradable porque le permitía no estar en contacto con las demás personas. Sólo ese detalle de su vereda sucia la hacía suspirar del enojo que le producía. Pero todo era por su bien y el de sus


criaturitas preferidas.

Cierto día notó que su marido no llamó, ni envió ningún mensaje. Ni siquiera un saludo matutino. Los chicos y ella estaban listos pero la videollamada nunca se produjo. Les pareció extraño. Fue entonces que ella les mintió diciéndoles que había olvidado que papá estaba con dolor de garganta y que no podía hablar hasta que se mejorara un poco. Los niños se pusieron a hacer dibujos para enviarle así se recuperaba pronto.

Revisó su celular varias veces al día. Llamó y envió mensajes a su esposo pero éste nunca respondió. Pasaron los días, seguía con su rutina y continuaba llamando y enviando mensajes sin respuesta alguna. Ya estaba muy preocupada. Temía lo peor pero no podía decírselo a sus hijos. Les mentía día tras día.

Así pasaron los días, las semanas, los meses. Ella sentía pavor de salir. Los niños no tenían ganas de salir de sus habitaciones. Ella ya no sentía ganas de hacer su rutina. Se sentía muy triste y solitaria. Entonces con la poca fuerza que le quedaba, puso una silla frente a la puerta principal, se sentó. Esperó y esperó. Miraba fijamente el picaporte. Los chicos no se escuchaban. El silencio reinaba dentro de la casa. Podía escuchar el latido débil de su corazón. Ya no sentía su cuerpo del cansancio extremo que tenía. Llegó a perder la noción del tiempo.

De repente se escuchó un golpe fuerte en la puerta. Luego otro y otro hasta que la derribaron. Vio que se asomaron unos desconocidos que gritaron al verla ahí sentada. Ella los observó y sintió miedo otra vez. Uno muy corajudo entró. Sus huellas se marcaron en el polvillo del piso. Mary lo escuchó decir que no había nada para comer. Luego otro se animó a entrar y subió las escaleras. Cuando bajó dijo que estaban las habitaciones sin muebles ni personas. Mientras que una mujer extraña la miraba horrorizada desde la puerta.

Se dio cuenta de que le era imposible moverse. No tenía fuerza ni para gemir. Los usurpadores sentían asco del olor a encierro que había en esa casa. El sólo hecho de ver a esa mujer solitaria aún sentada inmóvil les causaba muy mala impresión. Todos conocían el trastorno psiquiátrico de Mary. Sabían que vivía sola. Ni siquiera se fijaron que aún estaba con vida al enterrarla. ¿Cuánto tiempo habrá estado así? Su cuerpo tieso, su corazón apenas latía, su respiración era prácticamente imperceptible. Sus ojos y su piel secos por la deshidratación estaban pegados a su esqueleto. Estaba consumida. Ahora estaba cubierta de tierra. Horrorizada por no poder gritar.

FIN

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