Atrás quedan los viejos tiempos sin poder hacer nada al respecto. Es así cuando los observamos desde la atalaya del presente. El tiempo vivido se marcha solo, con o sin equivocaciones. Cuesta ceñirse a su cintura y aún más cuesta morder su cuello de jirafa.

 Pináculo cotidiano alzado de vitalidad, lucha y empuje. Sin embargo en ocasiones, no escasas, triquiñuelas de pícaro que conducen a propios y extraños a desvestir un santo para vestir a otro.

 Ahora desde la desbocada añada, desflorada día a día, las disposiciones se contemplan borrosas e incluso con ojos que para otros quisiéramos. Y a pesar de conservar buena parte del ayer éstas han perdido inexorablemente su principal virtud: la juventud.

 El anciano tejo, rechoncho y retorcido, sigue enmarañado a la verja. Lo recuerdo así desde antes de las primeras estaciones inconstantes que, presurosas, mi virginidad se llevaron. Empero ahora (tal cual mi reflejo) adolece de espíritu joven. En su lugar se ha asentado una costra de paupérrima vejez. Hojas tristes y mustias tupen el suelo de cemento quebrado, ramas marchitas y revoltosas, aura color betún y este postrero lustre que pinta su propia burbuja decadente.

 Al igual que éste que les escribe cuatro letras. Al igual que cualquier presente sin envoltorio. Ambos caminando a rastras por este largo camino sin retorno. Senda de única dirección, emperrados los dos en aferrar un pedazo de entre mil pedazos. Y es que existen ciertas líneas invisibles e indivisibles que una vez cruzadas no pueden ser deshechas: hecho queda lo que hecho ha sido.

 El tejo y yo, autores de una comedia que algún torpe e inexperto director ha tenido a bien dirigir. Allí está, árbol mudo enmarañado en la verja, moviéndose quejoso al son del viento. Enfermo de años, adoleciendo herrumbroso como si fuese una plancha de hierro a la intemperie. Ennegrecidas sus vivencias por el humo de la ciudad y yo aquí estoy, espigado autor tragicómico caído en desgracia ante los achaques propios de la edad. ¿O no hay edad para ser viejo?

 Me siento pesado como un tonel, cansado de contar y cantar las mismas fechorías. Agarrotados mis huesos y agarrotados mis músculos por puro exceso de vivir. ¡Cómo entiendo ahora el silencio inquebrantable del tejo! ¿Será entonces la vejez un estado de ánimo permanente, inalterable e incurable? ¿Será la constatación de que nada bueno puede ya venir?

 Nunca soporté la palabra resignación. Su sola pronunciación es un hervidero de bilis  acariciándome los labios por fuera y por dentro. Quizás en este momento de mi vida esa animadversión tan enconada haya mutado a “estado de ánimo”. Ello aún sin saber exactamente qué narices es tal cosa.

 Muchos veranos me han desvestido y todos los inviernos que me vistieron han servido para hacer de una palabra repugnante aquella que, ahora, resume mi día a día: ¡resignación!

 Abuelo, ¡repetirlo es terrible! ¿Qué poder esperar de la vida cuando a uno le ponen pañales como si fuese un culo pegado a un cuerpo? Abuelo de armas tomar, no lo vi llegar. Saco de huesos lleno de promesas cumplidas y algunas por cumplir. Resistente y residente de pierna quebrada y pipa quemada, boina negra gastada y largos pantalones pana gris. Vomitado desde algún lugar lejos de este lugar.

 Mis nietos hurgan en la herida mientras juegan en el jardín. En realidad no son conscientes de ello, afortunadamente. Sin embargo también a ellos les llegará el ocaso de los días y la penumbra final de la noche. Juegan con un balón que se les va por la pequeña pendiente del jardín. Corren detrás llamándolo. ¡Eh pelota, vuelve! Actúan como si aquel cuerpo esférico poseyera entendederas. Los observo sin despegar de la cara mi sonrisa, ésta parece extenderse cuan plagas de langostas por los campos.

 ¿Qué es la edad? ¿Qué debe ser? ¿Error garrafal de la evolución? ¿Agua dejada atrás por el molino? No sé, pudiera ser muchas cosas y sólo tal vez… ninguna. Bien pudiera ser como aquella leve pendiente en el jardín o como ese balón rodando y rodando sin más destino que el siguiente rebote. La hierba huele a hierba, el aire del norte achucha mis mejillas correosas y claramente no me equivocaba pues ahí están: ¡Estados de ánimo! ¡Felicidad pasajera! ¡Aves migratorias! Subrayando la redundancia; pudiera ser muchas cosas y sólo tal vez… ninguna.

 ¿Qué es en realidad la felicidad? Se ha escrito tanto sobre el tema que cada cual lo interpreta a su manera. Básicamente piel y carne porosas embriagadas merced a tan fugaz clímax. Todo concentrado en alguna que otra peculiar situación, momento o hecho que dura apenas un suspiro. Complejo y dispar, simple y concentrado. Tal vez como consecuencia de bailar bajo la lluvia, agarrados a la cintura de la noche o puede que sea el resultado de zapatear sobre el cielo encapotado hasta ver salir la luna nueva.

 El viejo tejo sabe muchas más cosas que yo, hasta sabe aquello que desconoce. Me contempla airoso y en silencio con sus ojos de mentira y su boca compuesta de corteza y telarañas. Yo lo conozco y sé que me observa a través del tapiz formado por decenas de haces de luz. Lo hace de la misma manera que yo lo hago con él, usando mis ojos cansados.

 ¿Querrá decirme algo? Él posee la capacidad de hablarme en su lenguaje de árbol y naturalmente yo entenderlo en mi lenguaje de bípedo. Lloramos, sufrimos, penamos y conversamos. Así es, platicamos el idioma de los años y la lengua de los achaques. Ello sin medias tintas ni incómodos silencios.

 ¡Ya está papá hablando solo! ¡El pobre desvaría! ¡Qué lástima, con lo que fue! Así alzan la voz mis hijos cuando creen que no escucho y a lo mejor es cierto que no lo hago o no tanto como debiera. Sangre de mi sangre y carne de mi carne. Sus éxitos y sus fracasos también son los míos… ¿habré sido buen padre?

 Utilizan conmigo láminas escritas de otra era aflorando en mí lo duro de mi largo caminar. ¡Hoy estás mejor papá! ¡Qué buen aspecto! ¡Los años no pasan por ti! Mis atribuladas orejas oyen sin escuchar ¡claman silencio sepulcral! a la par que mis pupilas de mentira se pierden en aquel maravilloso árbol que cuando me habla no tira de eufemismos.

 Él me narra historias vividas intensamente, capaces de despertar a los dioses del Olimpo para sentarse a escucharlas. Historias de aventuras imposibles, ésas que únicamente pueden acabar mal… ¿Quién demonios querría escucharlas? ¡Y lo hacemos! Porque necesitamos hacerlo, convencernos de que otro final es posible.

 Me hace partícipe de sus extensos años acunados encima de aquella vieja reja mientras fauna y flora crecen en derredor. Él también se hizo grande a fuerza de duros inviernos y calurosos veranos, perseverando en su innata condición de tenaz guardián.

 Nunca se rindió, ni siquiera aquel año cuando una fuerte borrasca cercenó parte de su cuerpo entroncado. Al compás estridente de un golpe ventoso habíase quedado desnudo, retorcido y mutilado. Y así quedaron visibles desde entonces las muchas cicatrices de su corteza.

 Mis nietos ríen y corren, sin cansarse, tras una pelota que no se detiene. Mis hijos siguen de parloteo con su retórica que tanto llega a agotarme. Les sonrío de vez en cuando como si así pudiese defenderme sin necesidad de hacer más de lo necesario.

 Una visita o dos al mes me permiten ver como crecen mis nietos. Para ellos el tiempo no corre ni transcurre como para los adultos. Éste se desliza bajo sus pequeños pies y se escurre entre sus pequeños dedos de forma casual, hoy sin prisas.

 Dos visitas o una al mes me permiten ver como se han hecho hombres mis vástagos, abriéndose camino en el rugoso asfalto de la vida. Pero siempre se van, unos y otros. Es inevitable pues también parten las aves migratorias sin que nadie se lo indique. Ellas mejor que nadie saben cuando alzar vuelo en busca de parajes más propicios.

 Sus palabras vacías zozobran antes de hundirse y su hablar por hablar tres cuartos de lo mismo; tal cual fuésemos desconocidos subidos al mismo tren. Por lo tanto al verse en la disyuntiva de hablar con base y fundamento suelen darse cuenta de que, tristemente, poco es lo que tenemos que decirnos.

 Al irse me saludan antes de cruzar la puerta. Les devuelvo el gesto, asintiendo con mi cabeza teñida de canas. Seguidamente me giro hacia el tejo y ambos nos ponemos de acuerdo en formular la misma pregunta y en contar la misma historia después: ¿Dónde habíamos quedado? ¡Vayamos a cosas verdaderamente importantes! Cuéntame, amigo tejo, cuéntame aquella historia del anciano que no quería envejecer…

Etiquetas: relatos cortos

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