“Uno se conoce a sí mismo y sabe lo fácil que es resultar herido, sobre todo si uno se emplea a fondo. A mí me gusta comer de verdad, beber de verdad, besar de verdad, hablar de verdad, enamorarme de verdad y cuando pones tanto en todas esas cosas lo más normal es que salgas lleno de cicatrices. Son pruebas de que has vivido” -Joaquín Sabina.

Ah, la enfermedad…

La condición anormal que altera un organismo
a causa interna o externa, que condena al abismo;
algo que perturba moral o espiritualmente,
a lo que llaman alma, al cuerpo o a la mente.

Algunos metaforizan un fruto como consecuencia
a una acción, a un gusto, a una culpa, a la fe.
Unos otros, aquellos seguidores de la ciencia,
igual empleamos el tiempo en saber como fue.

Todos hemos estado enfermos más de una vez,
porque disfrutamos de verdad, porque valió la pena,
a raíz del contagio durante una maldita pandemia,
a los sentimientos que dedicas un infame poema.

Pero yo, corazón, estoy dispuesto a enfermarme
una y otra vez; estoy dispuesto a ser consecuente
de la cabeza a los pies, de mi alma y de mi mente
a la espera de lo que tenga que enfrentarme.

A hundirme en la profundidad de eso que amo,
a quemarme en la llama de lo que me apasiona,
ignorando cualquier chantaje, queja o reclamo
y morir por un gusto, un placer o una persona.

Intensamente entregarme a lo que es vivir
sin importarme lo que tengan que decir.
Condenarme libremente a querer o despreciar,
a maldecir o bendecir, a ignorar, atender y sentir.

Quiero enfermarme de amor, y ver sus frutos
estoy dispuesto con premeditación y alevosía
a llenarme de alegrías, tristezas, heridas y lutos; 
y acúsenme de loco, porque no lo discuto.

Quiero comer, brindar, llorar y reír con cualquiera,
no pensar si te pagan o no con la misma moneda.
Incluso de la forma más egoísta, pagando el precio,
hacerlo por mí, quizás no por ellos, hacerlo por necio.

Añoro sentir de nuevo como se parte mi corazón
porque detrás de todo fracaso, decepción o desilusión
quedaron cenizas del pasado, uno añorado, recordado
pero no enmendado, sin querer regresar por resignación.

Ignorar el lado derecho de la carta en el restaurante
y pagar lo que cuesten sus caprichos y desplantes.
Embriagarme entre sus piernas y compartir su placer,
caer en sus besos de hiel, en sus mentiras de mujer.

Y, ¡hay de mí! si llega el día que me raje,
que de un paso atrás o que diga «ya no más»
que no juegue con el placer y el chantaje,
que no pueda encontrarle sentido a mi viaje,
que desperdicie mi vida entre miedos y ultrajes.

Quiero enfermarme de amor, enfermarme de valor
enfermarme de miedo, enfermarme de temor,
mentalmente, porque así tuvo que ser, porque así se dio,
aunque no pueda curarme y en el fin anuncien:
«Así murió, aquel muchacho, que a su manera vivió».

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