LA CASA DE MIS PENSAMIENTOS

LA CASA DE MIS PENSAMIENTOS

J.F. ALBERT

18/05/2021

LA CASA DE MIS PENSAMIENTOS

J.F ALBERT

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Copyright © 2021 J.F. ALBERT Los personajes y situaciones que aparecen en esta obra, excepto aquellos que se hallan claramente en el dominio público, son ficticios. Cualquier parecido con personajes reales, vivos o muertos, es pura coincidencia.

Reservados todos los derechos. Ningún fragmento de la presente publicación podrá ser reproducido, almacenado en un sistema que permita su extracción, transmitido o comunicado en ninguna forma ni por ningún medio, sin el previo consentimiento escrito del autor, ni en forma alguna comercializado o distribuido en ningún tipo de presentación o cubierta distintos de aquella en que ha sido publicada, ni sin imponer condiciones similares, incluida la presente, a cualquier adquiriente.

Registro: 1-2020-132795

Editora: Karín Rivero
Diseños: Carlos Villanueva

1ª edición, Marzo de 2021
Printed in the United States of America

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DEDICATORIA

Para mi esposa, mi compañera de viaje… de esta y las otras vidas.

Para la niña de mis ojos, dueña de este rudo corazón.

Para mis padres, por su eterno apoyo.

Para aquel que llamamos Dios; si me observas detrás de las nubes… gracias.

PRÓLOGO

Te doy la bienvenida querido lector. Gracias por aceptar mi invitación. Si me lo permites, quiero expresar unas palabras antes de entregarte el único llavero que abre todas las puertas.

Cuídalo, ya que es una parte de mí, pero también de ti. Cada llave te servirá para acceder a una única puerta. Detrás de ellas descubrirás icónicos cuentos, donde encarnarás diferentes personajes y experimentarás, en carne viva, sus conflictos internos.

Confío en que tú sabrás cuidar de ellos y apreciar su belleza. Te prometo que cada puerta será un altibajo de emociones y sobre todo de reflexiones.

Adelante te encontrarás con varias intersecciones, pero no te preocupes por el orden en el que ingresas por las puertas, lo importante es que las abras todas y aprendas de ellas.

El camino es un complejo laberinto, así que memoriza cada uno de tus pasos para que sepas cómo regresar.

Me gustaría acompañarte, pero este es un viaje individual. Yo estaré acá, esperándote con ansias y con los brazos abiertos… ¡Que tengas buen viaje!

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PUERTA #1: CREACIÓN Y DESTRUCCIÓN

—¿Qué hice para merecer esta condena? —es lo que me repetía al caminar por el desolado paisaje que dejaba a mi espalda. Cada pisada secaba la tierra y hacia polvo la vegetación sin que pudiese evitarlo.

—Estoy cansado —decía al ver las nubes en todo lo alto.

Bajé la mirada para perder mi vista en el lago que tenía frente a mí. Me senté con cautela y las rocas bajo mis pies se erosionaron por completo. Evité tocar el agua con alguna parte de mi cuerpo, no quería que los peces que nadaban fallecieran por mi culpa, solo quería verlos ir de un lado a otro y admirar su belleza.

Apoye la larga y pesada hoz sobre mis piernas. Las manos me ardían y al detallarlas pude constatar las grietas ensangrentadas entre mi carne, dejando ver mi esqueleto. Suspiré pro- fundamente, sabía que había llegado el momento de buscar a algún ser convaleciente para alargar mi tiempo en este mundo.

Nunca he podido entender por qué los más jóvenes lloran ante mi presencia y los más ancianos me reciben con los brazos abiertos. A pesar de que me siento a conversar con ellos para en- tender, a pesar de que me cuentan sus planes pendientes, a pesar de que lloran en mi hombro; a pesar de todo, sigo sin entender mi existencia.

Recuerdo que un día, de tanto deambular, llegué a un cementerio, vi muchas almas en pena que se alejaban de mí, almas que no querían cruzar a la otra vida, pero me llamó la atención un joven mortal que lloraba con mucho dolor frente a una lápida, era tan desgarrador su llanto que me sentí conmovido.

Me acerqué con cautela y me senté a unos pasos de él para escucharlo leer aquella carta que llevaba entre sus manos. Me sentí cautivado con cada párrafo, con cada sentimiento que transmitía su voz, sentimientos que aún no lograba comprender del todo.

Una joven, con un hermoso vestido azul, se paró a mi lado y me preguntó si podía acompañarme a escuchar a aquel joven. Al principio me sentí confundido, nadie se acercaba tanto a mí sin aterrarse o correr despavorido; sin embargo, con el pasar de los minutos, fui comprendiendo que quizás sí tenía miedo, vi sus manos temblar, pero a pesar de eso mantuvo la vista puesta en el joven y escuchó entre lágrimas la carta dedicada a ella.

Los años pasaron y acudí al llamado de aquel joven. Era una hermosa plaza con muchos árboles y centenares de aves en los alrededores. En seguida reconocí al anciano sentado frente a

la iglesia. Sus ojos no habían cambiado desde aquel entonces, al igual que las ansias de su amada por poder abrazarlo.

Si les soy sincero, sentí que algo recorrió mi cuerpo al ver- los cruzar juntos a la otra vida; me hizo replantear nuevamente quien era, y salí de ahí corriendo con la esperanza de conseguir alguna respuesta.

Deambulé mucho tiempo por implacables desiertos, y caminé sobre imponentes océanos sin saber lo que estaba bus- cando. Mis pies ya no marchitaban el suelo que pisaba y mi carne no era más que un cuento del pasado. Fui incapaz de re- conocer mi reflejo en el agua; mi túnica ya no era blanca, estaba cubierta de mugre y polvo. Dentro de ella se hallaba una cala- vera que carecía de ojos y nariz; un cuerpo esquelético ausente de sentimientos, ausente de expresiones y sobre todo ausente de existencia.

El no tomar el tiempo de aquellas personas que debían cruzar a su segunda vida estaba causando el final de la mía.

Las almas de todo lo viviente deambulaban sin saber a dónde ir; me sentí identificado con ellos, me sentí aliviado de no ser el único perdido en este mundo.

Sin darme cuenta llegué a un bosque exuberante con árboles tan altos que por poco acariciaban las nubes. Los pocos seres vivos que se percataron de mi presencia se alejaron sin

disimularlo; ya eso no me afectaba, o más bien me había con- vencido de que no lo hacía.

Me senté y apoyé la espalda en un gran árbol que daba la impresión de ser el más antiguo del lugar. Me quedé admirando por unos minutos el paisaje y escuchando el particular sonido de las aves que volaban en todo lo alto.

Quizás pensarán, «¿Cómo puede oír? ¿Cómo puede ver?». Yo también quisiera saberlo, pero no hay respuesta… es lo irónico de esta maldición.

Sin previo aviso un temblor se hizo presente y las aves volaron en sentido contrario del epicentro. La tierra se movió con brusquedad y con esfuerzo me coloqué de pie. Una adulta y desorientada ave sobrevoló en todo lo alto, chocando fuertemente contra el árbol del cual me recosté segundos atrás. Se precipitó sobre el suelo y revoloteó sus alas expresando un gran dolor. Su cuello estaba torcido y el sufrimiento se plasmó por completo en sus ojos.

Me acerqué y me puse de rodillas frente a ella; aproximé mi mano derecha y posé mi dedo índice sobre su cabeza. Sus ojos se cerraron, su cuerpo terrenal se desplomó ante la gravedad y con mi ayuda logró llegar al otro lado.

El temblor se marchó tras unos segundos de gran revuelo. Caminé por el bosque buscando rastros del origen de aquel

fenómeno. Con cada paso fui descubriendo grandes árboles que yacían incómodamente en el suelo; una mancha oscura era notable en las puntas de los troncos, como si se hubiesen podrido desde adentro y, por consiguiente, se desplomaron sobre el suelo.

Seguí caminando hasta llegar a una majestuosa laguna. El agua reflejaba el cielo como un gigantesco espejo y el aire que se respiraba tenía un particular e hipnótico aroma a flores.

Me acerqué al borde de la laguna y miré mi irreconocible rostro; hilos musculares y algunas membranas cubrían parte de él. Al reflexionarlo comprendí que había tomado el tiempo sobrante de aquella ave. Levanté la mirada y miré hacia atrás, fue confuso ver esa parte del bosque destrozada a mi espalda y tener tal magnificencia en frente.

Al otro lado de la laguna, mi vista divisó a una persona en la orilla. Algo dentro de mí se encendió, no podía explicarlo y mis pies iniciaron la marcha antes de razonar.

Estando cerca pude apreciar el brillo que emitía aquella persona, su aura era visible y sus colores se asemejaban a un arcoíris. Estaba de rodillas, con el cabello lleno de arena, y con la mirada perdida en el horizonte.

—¿Te encuentras bien? —pregunté al dar unos pocos pasos hacia ella.

No respondió al momento, se mantuvo ausente unos segundos para luego girarse hacia mí.

Al verla sentí nuevamente esa llama en mi interior. Su rostro era angelical, esculpido delicadamente por los mismos dioses. Me puse nervioso, hasta tartamudeé. Sus ojos me observaron con alegría.

—No puede ser… ¿Realmente estás acá? —agregó al ponerse de pie. Levantó ambas manos y eran iguales a las mías, carentes de piel y músculos. Acercó sus dedos a mi rostro; una parte de mí quería impedir que me tocara, sabía lo que sucedería; pero la otra sentía intriga y mantuvo mi cuerpo in- móvil.

El calor que emitió al tocar mi mandíbula fue agradable y al mismo tiempo familiar. El aura alrededor de ella se tornó en un cálido amarillo y sus manos se reconstruyeron frente a mí. No podía creerlo, no podía entenderlo. Al levantar mis brazos constaté también que mi cuerpo ya no era una tétrica calavera.

—Tú no eres… Él —dio dos pasos atrás.

—¿No soy quién?

—Ya comprendo porque estuviste ausente…

—¡¿Quién eres?! —Me lleve las manos al rostro intentando no ceder ante la locura—. ¿Quién soy yo?

Ella estiró los brazos sobre mis hombros y me miró fija- mente.

—Yo soy la creación —respondió al sonreír y entrecerrar sus ojos.

Se sentó nuevamente al borde de la laguna y con su mano me indicó que la acompañara. Arrastró con ambas palmas un cúmulo de arena. Lo fue moldeando hasta darle la forma de una pequeña tortuga. Inclinó su rostro de izquierda a derecha para luego posar su mano sobre ella. La pequeña criatura fue tomando pigmentación y a la vez movimiento. Tras un corto segundo los granos de tierra quedaron atrás y la vida se hizo presente ante mis ojos.

No pude creerlo, me sentí tentado a tocar aquella tortuga para ver si era real; sin embargo, me contuve y solo fui capaz de seguirla con la vista cuando se sumergió en el agua.

—Tú eres el equilibrio de la vida —agregó ella mirándome a los ojos—. Sin ti todo lo que ves acá dejaría de existir.

—No comprendo… ¡Tú eres la creación! —gruñí señalando el lago frente a nosotros—. Yo en cambio solo causo dolor… por eso todos me temen y detestan.

—Una vida donde solo haya creación tiende a desaparecer. El tiempo pierde sentido si solo existe la eternidad.

Bajé la mirada, dejando que mi mente asimilara todo lo que me decía.

—Estuviste ausente muchas décadas y, como pudiste observar, ya estaba sufriendo los síntomas del final —meditó al

detallar su mano—. ¿Recuerdas a tu antecesor?

—No… Solo recuerdo una extraña luz y estar nadando en el mar —respondí al mirarla a los ojos—. Así como a las pobres almas que arrebaté sin saber lo que hacía.

—Ya veo. Debió ser difícil… —me dijo posando sus dedos sobre los míos.

—Lo fue, y lo sigue siendo aún.

—Es normal que todo ser viviente te tema. Ellos ignoran lo que sucederá en el segundo plano de vida; por eso se aferran a esta, pero no los culpo, así están creados y ni yo puedo cambiarlo. —Se colocó de pie—. No sé en qué momento los seres vivos asumieron que los portadores de la hoz son los verdugos de sus vidas.

Continuaba hablando. Arrojaba pequeñas piedras al lago.

—Las circunstancias que ponen fin a una vida varían entre causas y consecuencias. Tú eres quien separa el alma de la carne y la dirige al otro plano.

—Si tú eres la creación, ¿Por qué no puedes cambiar el pensamiento de todas las criaturas?

—Porque se perdería la esencia de la vida misma

—respondió al señalar su corazón—. Además, no soy la única creación. Soy la de este mundo, mas no la de todos los mundos.

Y señalando al cielo aseguró:

—Los creadores de este universo plasmaron un orden que

deben seguir todos los seres vivos, un orden que les permite evolucionar, que les permite fallar, un orden que les permite tener sus propias creencias, un orden que les permite decidir entre vivir o extinguirse.

—Ya veo… —agregué al poner mi mirada en el cielo—. ¿Yo también estoy sujeto a este mundo al igual que tú?

—Todos los seres vivos de este mundo son una extensión de mí, pero también lo son de ti. Somos dos y, al mismo tiempo, uno.

—¿Soy parte de la creación?

—Claro que lo eres —dijo al pararse frente a mí—. Nosotros somos una división de la primera creación y, por con- siguiente, queda en nosotros mantener el equilibrio de este mundo.

Me puse de pie y me apoyé sobre la hoz sin decir una palabra.

—La creación puede causar destrucción —espetó al poner su vista en aquel desolado bosque—. Gracias a ti pude darme cuenta de eso.

No supe si sentirme alagado o culpable.

—Cuando me recupere por completo, te ayudaré a recobrar aquello que has olvidado.

—¿Puedes hacerlo? —pregunté sorprendido y boquiabierto.

Ella asintió con la cabeza.

—Pero antes debemos reconstruir el equilibrio del todo. Debes ayudarme a guiar a aquellos cuyo tiempo en este mundo ha culminado y evitarles sufrimiento en la nueva vida.

En ese pequeño instante sentí un tibio calor recorrer el centro de mi pecho; miré detenidamente mis manos, manos que siempre juzgué como unas asesinas en serie. Por un momento mi existencia comenzó a tener significado.

—Es hora de continuar —dijo extendiéndome su mano—.

Salvemos este mundo.

Mis dedos entrecruzaron los suyos y un aroma a flores invadió todos mis sentidos. Mi corazón retumbó con fuerza y, por primera vez, acepté quien soy en este mundo… soy la muerte.

PUERTA #5: DR. WILLIAM

Aquella noche las gotas de lluvia golpearon con fuerza la ventana de la habitación y el implacable frío se propagó lentamente por cada superficie, sin dejar rastro de calor.

Aún la cabeza me dolía tras el largo día de trabajo; y el sólo hecho de escuchar al cielo partirse en dos hizo que mi cuerpo me recordase que debía descansar, pero no era capaz, tenía este caso en particular que me urgía investigar.

Mindy contaba trece años en aquél entonces. La recuerdo cubriéndose con su manta hasta el borde de la nariz, con los ojos cerrados, como si no le agradase para nada aquel alborotado clima.

—Buenas noches, Mindy —dije con voz moderada al ingresar a la habitación.
No hubo respuesta. Continuó con los ojos cerrados y me di cuenta cómo le temblaban las manos.

—¿Me puedo sentar para que conversemos? —pregunté, arrastrando un poco la silla frente a la mesa de noche.

Ella tembló y me pidió que me fuera.

—Soy el Dr. William, vine el día de ayer. ¿Me recuerdas? —No hubo respuesta.

—Mi intención es ayudarte. —Tosí volteando la mirada—. Tus padres me contaron que las visiones siguen incrementando. ¿Me puedes decir algo al respecto?

Ella bajó lentamente la sábana y dejó ver su rostro. Abrió sus ojos, me detalló fijamente por unos segundos y soltó una irónica sonrisa.

—Nadie me ha ayudado, y usted en especial no lo hará —agregó al cerrar ambas manos.

—Estoy dispuesto a hacer todo lo que esté a mi alcance para ayudarte —le comenté, y tomé el bolígrafo para realizar apuntes—. Dime algo ¿En estos momentos tienes alguna visión?

Ella observó los alrededores de la habitación. Fijó su vista en la esquina superior y señaló ese punto con su dedo índice. No soltó la sábana en ningún momento y dejó ver las pequeñas oscilaciones marcadas por su temblor.

Una parte de mi quería ver algo irreal; la otra, analizar su mente.

—No comprendo, ahí no hay nada —le afirmé girándome hacia ella.

Ella volteó hacia la esquina y casi inmediatamente se giró de regreso.

—Gladys dice que debes darte cuenta —agregó Mindy con la voz entrecortada.
Tomé una fugaz nota y tragué un poco de saliva.

—¿Quién es Gladys? —pregunté observando nuevamente la esquina—. ¿Qué es lo que busca de ti?

Ella me soltó una mirada de desprecio.

—Gladys no se encuentra ahí —advirtió al percatarse que yo veía la base de la cama—. Ella está allá —levantó su delgado brazo hacia el techo.

—No comprendo —comenté a la vez que apuntaba los detalles de lo que decía—. ¿Qué hace ahí arriba? ¿Qué quiere?

—A Gladys le gusta caminar de cabeza, usando el techo como su suelo —hizo una pausa—. Dice que así se siente cómoda.

Tan solo esa imagen logró que corriera un intenso frío por mi espalda.
—Ella llegó ayer al anochecer. Me pide que la lleve con sus padres, no logra encontrarlos entre tanta oscuridad.

Apunté rápido cada palabra sin importar si eran incomprensibles.
—¿Gladys es una niña?

Mindy afirmó con la cabeza.

—¿Y cómo es?

—Es… morena, tiene los ojos verdes y lleva puesto un moño azul.

Seguí apuntando con cierta emoción. En lo que iba de semana había podido sacarle pocas palabras y ahora me entregaba mucha información.

—Gladys me pregunta si usted la ayudaría a encontrar a su padre.

Detuve el bolígrafo inmediatamente, saliéndome un poco de la línea.

—¿Por qué yo? —pregunté torpemente viendo hacia el techo.

—Ella ya no se encuentra ahí. —Tomó una pausa—. Está sobre usted.

Aquella última frase hizo que la piel se me erizara y reviviera temores de la niñez.

—Está caminando en círculo alrededor de usted… dice que su rostro le es conocido, pero no recuerda de dónde.

La lluvia se intensificó y las gotas de agua se escucharon como golpes en la ventana. Al levantar la mirada observé el techo iluminarse con un tono blanco azulado por los constantes rayos.

Estaba seguro de que su problema era mental y que no sucedía algo más; aun así, no pude desprenderme de aquella extraña sensación.

—¿Hay alguien además de Gladys? —Intenté distraer mi mente.

Mindy lo negó de inmediato.

—¿Has visto a alguien más el día de hoy? —pregunté viendo de reojo el techo.

—No —respondió con la vista puesta sobre mi cabeza—. Gladys dice que no le gusta que la ignoren.

Detuve el bolígrafo y en ese momento opté por cambiar el plan de intervención.
—Gladys, me gustaría ayudarte —dije viendo hacia arriba— sin embargo, no puedo hacerlo, ya que no eres real.

La habitación se inundó de un absoluto silencio.

—Ella dice que es real, solo que usted se niega a ver.

—Cómo puede ser real si es un producto de tu mente. Debes empezar a aceptarlo e ignorar todas las visiones que se te presentan —le expliqué con un poco de fuerza en mis palabras—. Que le hables solo hace que empeore tu condición.

—Ella es real…

—No lo es, y por eso estoy acá. Quiero ayudarte a entender tu enfermedad.

—Ella es real, ella es real, ella es real —repitió varias veces—. Ella es real, ¡Ella es real!

En ese momento tres gotas cayeron sobre mi mano, tuve miedo de levantar la mirada. Esperé unos segundos, no capté nada extraño; pero, al pasar mi mano sobre la otra, noté que no estaba húmeda. «¿Había imaginado aquella sensación?»

Estos sucesos eran lo que me ataba a este caso, el enigma alrededor de Mindy y ese extraño aura que se sentía al cruzar su habitación; a pesar de la poca información que me entregó en las anteriores visitas, siempre me sentí observado. «¿O será que este es el caso que terminó de robarme la cordura?»

—Usted hizo llorar a Gladys —replicó Mindy sacándome de mis pensamientos—. Dice que es muy cruel.

—No soy cruel, soy honesto. Quiero que diferencies entre lo real y lo que es producto de tu mente, para así poder curarte.

Sentí una corriente helada pasar detrás de mí y las hojas donde apuntaba se levantaron con sutileza.

Volteé con miedo y no había nada. Mi corazón retumbó con fuerza, por poco dejé caer el bolígrafo; no entendí cómo me asusté en ese momento por la ilusión de una niña.

—¿En dónde se encuentra? —Traté de recomponer mi postura.

—Está a su lado…

Nuevamente tragué saliva.

—Ella dice que le demostrará que es real.

Intenté no continuar el juego, me dispuse a seguir escribiendo. En ese momento sentí un leve peso en mi brazo, como si alguien se estuviese apoyando en él.

Solté el bolígrafo despavorido, vi como la figura de una niña se formó frente a mí. Comencé a temblar e inconscientemente cerré los ojos.

—Esto no está pasando —me dije para mí mismo, pero esas palabras no fueron suficientes, ya que por más que las repetía, el enorme peso sobre mi brazo aumentaba.

Sus manos estaban heladas y no pude evitar temblar como un pequeño niño; como uno que escuchaba pasos fuera de su habitación y gritaba con fuerza para que sus padres lo salvarán.

—¿Papá? —inquirió una voz diferente a la de Mindy.

Reuní el valor necesario y dejé pasar la luz entre mis pestañas. Fui detallando sus pequeños zapatos con un decorado blanco y mi estómago se hizo un torbellino; la lógica de mi mente buscó contradecir lo que veía.

—No puede ser… —espeté al dejar caer el cuaderno de apuntes—. Gladys… mi niña de ojos claros… —musité a medida que las lágrimas comenzaron a desbordarse sobre mi rostro.

Abrí mis brazos y ella me cubrió con los suyos. Cientos de imágenes y sonidos pasaron por mi mente. Los frenos del carro chillando, el camión saltando al carril contrario y aquel silencio absoluto.

—Lo lamento hija —lloré desconsoladamente—. Debí dejar que tomaran el taxi… y quizás…

En ese momento lo entendí todo y volteé a ver a Mindy; sus ojos cristalinos fueron el reflejo de que compartía nuestro dolor.

No hizo falta que dijera algo más, ella lo confirmó con su mirada… yo estaba muerto.

—Papá, no llores —Ella me abrazó, y con sus pequeñas manos secó mis lágrimas—. ¡Por fin te encontré!, ahora debemos seguir buscando a mamá.

PUERTA #3: EL REENCUENTRO

Las campanas de la iglesia Santa Ana rompieron el silencio aquella mañana. Con mi pulso tembloroso intenté sostener la hoja de papel que llevaba tatuada nuestras metas cumplidas. En mi otra mano, una vieja foto de nuestra boda. Detallé nuestras sonrisas al pie de la iglesia y recordé el aroma a flores de aquel día.

«Que hermosa te veías», pensé tras un largo suspiro, y en ese instante te imaginé saliendo nuevamente por esa gran puerta de madera.

Las lágrimas recorrieron mis arrugadas mejillas hasta posarse sobre tus dedos; levanté la mirada y ahí estabas, frente a mí… igual de joven, igual de celestial.

—Te habías demorado… —agregué feliz. Al unísono, extendiste tu mano y te seguí sin pensarlo.

PUERTA #2: LA DESPEDIDA

Abrí los ojos después de un maravilloso sueño, imaginándote aún a mi lado tras variantes e incongruentes escenarios. Llevé mi mano a donde acostumbrabas a reposar el rostro; era ilógico, pero aún lograba sentir tu presencia sabiendo que te habías marchado.

Me coloqué las cotidianas pantuflas de oso que me regalaste el año pasado y con esfuerzo me senté frente al pequeño escritorio que sustituimos en Navidad por aquella mesa de noche.

Observé nuestras fotos, tomé el lapicero y me dispuse a doblar una hoja blanca por la mitad.

Parecía que los años que tenía sin escribir una carta no fueron impedimento para que fluyera todo lo que llevaba por dentro. Mi pecho se llenó de emoción al mezclar los recuerdos con el dolor, y así plasmar su suma en aquella hoja de papel.

Hay veces en la vida que caemos en un agujero tan profundo que por más que buscamos la salida difícilmente la encontramos; pero hay un día en que nos despertamos diferente, que todo en uno cambia y decimos basta. Pues hoy es ese día, necesito cerrar este círculo de desdichas y dolor.

Giré la llave dentro de la cerradura de la puerta principal y escuché al engranaje decirme que ya había cerrado. La vecina se sorprendió un poco al verme salir, y no era para menos, ya que estuve numerosos meses aislado de todos.

Las llamadas al principio me fastidiaron y opté por silenciarlas, restando importancia a lo preocupado que estuvo todo mi entorno, y para cuando mi casa se envolvió en un total silencio, fue cuando empecé a extrañarlas.

Intenté no perder el equilibrio al caminar dentro del autobús. Busqué con la mirada y me acerqué a un puesto desocupado junto a la ventanilla. Mi corazón se aceleró, sujetaba la carta en ambas manos, no tuve mejor idea que extrañarte; quizás por la costumbre, quizás por la melancolía o porque al entregarte esta carta para mi significaría el adiós.

Estoy seguro de que siempre supiste cuánto te amé y cuánto cambiaste mi mundo al llegar a mi vida. Sólo espero haber podido cubrir una cuota similar en ti y haber hecho de tu vida un lugar único con cada despertar.

Recuerdo cómo tus padres se opusieron continuamente a nuestra relación, llegándote a dejar fuera de su herencia por el hecho de amar a alguien como yo. Desde un comienzo estaba claro que no te podía ofrecer lo que ya ellos te daban, y me refiero a lo material; pero aun así no fue impedimento para amarnos, y más si te demostré que saldríamos adelante.

Fue placentero verte estudiar una carrera que no eligieron ellos, sino una que te apasionaba; haciendo que me contagiara de ese amor por un sueño, sueño que había perdido hace mucho tiempo.

Me bajé del autobús y fijé mi vista en las grandes rejas con el vigilante atento a la distancia. Me acerqué nervioso y le indiqué a dónde iría, revisó mi documentación y tras un minuto me dijo que podía continuar.

Se hizo un gran huracán en mi estómago. Caminé por el sendero de arbustos, sentí que iba escalando de categoría al acercarme con cada paso y miré hacia atrás dudando si debía continuar. Suspiré y miré al cielo demandando un poco de fuerza; mis manos temblaron y sufrí con cada paso que di hasta llegar a ti.

—Hola, mi cielo… —dije al pararme frente a tu lápida. No pude decir nada más, en ese momento caí de rodillas y te pedí perdón por no haberme despedido antes. Lloré y lloré como un niño recién nacido al que le arrebataron el biberón, lloré por cada recuerdo a tu lado y por saber que mis brazos no te cobijarían más.

Pasaron los minutos e hice lo posible por recomponer la postura, no podía descender nuevamente al abismo que había caído cuando recibí aquella llamada que cambió nuestras vidas.

No sabes cómo maldije al cielo y cómo me rehusé a creer que el amor de mi vida ya no existía en este plano mortal.

—Mi cielo… acá te traje una carta —agregué con voz temblorosa—. Te escribí muchas cosas que espero el viento te haga llegar.

Me llevé la mano al pecho: —¡Oh, Dios!, esto duele…

Las lágrimas brotaron sin que pudiese frenarlas y por más que las limpiaba seguían emergiendo sin parar. Así que opté por no evitarlas y llevé mis ojos sobre cada párrafo escrito en la hoja.

Los minutos pasaron y las palabras temblorosas se desvanecieron de mis labios. Fui capaz de leer cada párrafo en voz alta, controlando el dolor en mi interior. Por un momento me dejé llevar por los recuerdos y anécdotas. Me senté sobre el césped y te conté todo aquello que contenía en mi corazón…

…y pensarás que estoy loco, pero por un instante te sentí junto a mí, como en los buenos tiempos… hasta recordé el aroma a café por la mañana.

Recogí las piernas, mi mirada se fijó en un punto muerto entre tu nombre y tu fecha de nacimiento.

—Sé que tú no estás acá y quizás estés muy alto en los cielos, pero si llegas a escucharme… por favor no me dejes solo… Te prometo cumplir aquello que juramos tachar antes de hacernos viejos.

Tomé una pausa para ponerme de pie.

—Y si llego a esa edad, habla con la muerte y pídele que seas tú quien venga a buscarme… para así acompañarte eternamente.

Volví a soltar un largo suspiró, me incliné y posé la carta frente a tu lápida. Sentí como una parte de mí se desprendió de mi carne con ella. Era momento de despedirme de la desdicha que me ha causado tu partida. Suspiré una y otra vez intentando no vomitar, y a su vez no pude evitar pensar en lo que daría por un abrazo tuyo.

—Adiós… —Intenté no sucumbir en la melancolía. Levanté la mirada al cielo y unas pequeñas gotas de agua cayeron en mi rostro. Abrí el paraguas y caminé de nuevo por el sendero de arbustos, la lluvia fue corriendo la tinta de aquella carta y diluyendo cada una de mis penas.

PUERTA #7: LA CAPERUZA AZUL

«Mi abuela se molestará conmigo», pensó la Caperuza mientras caminaba por el sendero del bosque.

Su respiración era fuerte. Aumentó el ritmo de sus pasos. Quería llegar cuanto antes a casa de su abuela. Se había quedado dormida y no alcanzó a presentarse al almuerzo acordado con ella. Además, la oscuridad y soledad del bosque la acobijaron para sumergirla en el terror, exaltándose por cualquier mínimo detalle.

Ese temor fue abrazándola, erizándose por el choque de las ramas de algunos árboles que cedieron ante la brisa, para luego visualizar sombras que se deslizaron entre los grandes troncos.

«Es sólo tu imaginación… es un lugar seguro… es un lugar seguro», repitió para sí misma, pero esas palabras no eliminaron la sensación de estar siendo observada en aquella oscuridad.

El pequeño pueblo de Hantel era un lugar tranquilo, casi olvidado por las grandes ciudades. Su población la conformaban, en su mayoría, personas de la tercera edad que buscaban caminar en paz su último tramo de vida. Esto fue lo que motivó a la Caperuza a refugiarse donde su abuela. Quería huir de tantos problemas que la agobiaban, pero sobre todo huir de él; del padrastro que lesionó e hizo añicos su alma.

Un desnivel en el suelo la sacó del ensimismamiento y por poco le hizo perder el equilibrio. La resaca en su cabeza se acentúo. Por un momento lamentó haber bebido aquella última copa de vino, pero «¿Por qué no hacerlo?, no todos los días se es mayor de edad».

La luz de la luna llena se abrió paso entre las sombras de los árboles y como un perro guardián acompañó a la Caperuza en su caminar. Ella se encontraba sobre el último tramo del sendero; sosteniendo con dificultad la canasta de mimbre que contenía dos baguettes, jamón serrano, chorizo español, queso manchego, una pequeña botella de aceite de oliva y una de vino.

Sus tenis color blanco se mancharon de barro al pisar un charco escondido tras las sombras; por poco se rasgó la caperuza azul que le regaló su fallecida madre en su anterior cumpleaños. Esquivó con agilidad aquellas puntiagudas ramas y cruzó en la última intersección del sendero, para finalmente encontrarse con la casa de su abuela.

—Abuela lamento llegar tarde —repetía practicando la pequeña mentira que le diría. Llegó tarde a la hora del almuerzo. Ocho horas tarde.

Se acercó a la puerta principal. Los faroles iluminaron con plenitud la entrada y alrededores de la casa. Intentó tocar la puerta, pero su mirada se distrajo en las llaves pegadas en el cerrojo de la puerta.

—¡Qué extraño…! —Tomó las llaves en su mano y la puerta sutilmente quedó entreabierta—. ¿Mi abuelita dónde tendrá la cabeza? —agregó soltando una pequeña risa.

La casa se hallaba en absoluto silencio. De fondo solo se escuchaba el ruido de la televisión de la sala, sin que nadie la estuviese viendo. Sus pasos hicieron crujir uno que otro peldaño de madera mal instalado cuando pasaba por el pasillo de la entrada.

—Abuela, ya llegué —exclamó y se acercó a la cocina. Colocó la canasta sobre el mesón de granito y esperó la respuesta de su abuela.

Llamó tres veces más sin tener éxito, el nerviosismo la visitó nuevamente, le recorría cada poro de su cuerpo. Se dirigió a la sala dejando rastros de barro. Decenas de pastillas estaban regadas frente al sillón; arañazos aleatorios predominaron sobre el espaldar y gotas de sangre yacían salpicadas sobre la mesa de vidrio.

Una corriente fría se apoderó instantáneamente de su cuello al ver aquel escenario.

Dio pasos acelerados a la escalera que comunicaba el segundo piso e intentó llamar a su abuela, pero se enmudeció al ver una marca en la pared. Eran grandes y largas hendiduras que se asemejaban al arañazo de un animal salvaje. Su mente comenzó a debatir entre subir o huir del lugar; pero era su abuela, la única persona que le tendió la mano cuando la necesitó.

Corrió a la cocina y comenzó a abrir una a una las gavetas hasta conseguir el cajón que buscaba. Deslizó sus dedos entre los utensilios y sacó un cuchillo mediano con dientes de sierra, el perfecto para cortar pan; perfecto para sentirse segura.

Sostuvo el cuchillo en su mano derecha y con la otra marcó el 911 en su celular.

—Se ha comunicado con el 911 ¿Cuál es su emergencia?

—Por favor, vengan a ayudarnos. Creo que estamos en peligro —susurró al teléfono.

Empezó a subir por las escaleras y al llegar al último peldaño observó como un ancho hilo de sangre se esparcía por la pared.

—Señora, ¿puede indicarnos dónde es la emergencia? —preguntó una voz masculina tras la línea telefónica.

—En la casa de mi abuela. Al final del sendero del bosque —Su voz comenzó a resquebrajarse—. Creo que un animal salvaje entró a nuestra casa…

Las últimas palabras las pronunció con gran esfuerzo, no podía creer lo que veía. Los arañazos decoraban las paredes del largo pasillo. Algunos eran tan profundos que alcanzó a ver al otro lado de la pared.

Miles de gotas de sangre yacían esparcidas sobre el suelo, mezclándose con un gran charco amarillento ubicado frente a la habitación para las visitas.

—Hay sangre por todos lados, por favor vengan…

Su voz se hizo cada vez más inentendible al teléfono y obvió las preguntas del operador.

Pasó frente a esa habitación y miró con nerviosismo. Se hallaba intacta; de la misma forma que la había dejado días atrás.

Continuó por el pasillo y se acercó a la puerta del cuarto principal. Volteó hacia atrás, y una vez más pensó en correr y huir del lugar, pero algo dentro de ella la motivó a seguir, no supo si llamarlo valentía, amor o simplemente estupidez.

La habitación frente a ella se iluminaba con la luz del pasillo. Asomó su cabeza y vio rastros de un líquido amarillo diluirse por debajo de la cama. En la mesa de noche había una inyectadora usada, una liga colgando de la gaveta y latas de cerveza a medio beber.

Dejó de hablar por teléfono cuando notó un bulto que se acentuó bajo las sábanas; por la forma, supuso que debía ser una persona. Sabía que acercarse era una terrible idea, así que volteó a ver el pasillo una vez más y con gran esfuerzo mencionó el nombre de su abuela.

La tela se movió. Centenares de hilos de sangre seca fueron perceptibles a la luz y por el fino borde se notó una peluda cola plateada. La respiración de Caperuza se aceleró y sus ojos se abrieron a más no poder; los gruñidos que vinieron de debajo de las sábanas se hicieron cada vez más notables.

Él había olfateado una nueva presa, giró su rostro y vio una gran mancha negra parada en la puerta. Expandió sus garras y con lentitud fue despedazando el tejido y aquella mancha negra tomó forma de mujer. Mujer que fue arropada por el terror, causando que su cuerpo se paralizara y que su mano soltara el teléfono sin poder evitarlo.

—¡Por favor, ayúdennos! ¡Es un lobo! —gritó con gran fuerza.

Ella recobró el control de su cuerpo y empuño el cuchillo con ambas manos. Miró de reojo el celular que yacía en el suelo, tuvo la esperanza de que aún estuviesen en la línea escuchando y sobre todo que la ayuda se encontrara en camino.

Los grandes y afilados dientes del lobo fueron acariciados por su larga lengua; lengua que añoraba saborear a la presa que vino predispuesta a morir. Se bajó lentamente de la cama y se postró sobre sus dos patas, como un humano. Rasguñó con sus garras la madera del suelo y algunas gotas de sangre se deslizaron entre sus manos, dejándose llevar por la gravedad.

«¡Corre!», se dijo a sí misma. «¡Corre!», su cuerpo temblaba. «¡Corre!», sus ojos lloraban. «¡Corre!», su pie se movió unos centímetros. «¡Corre!».

El lobo se abalanzó hacia su presa y se estampó torpemente sobre el suelo. La Caperuza aprovechó aquella escena e intentó cerrar la puerta, pero el brazo de la bestia se lo impidió.

—¡Ayuda! —imploró con gran desesperación. Haló con fuerza el falso pomo de metal, intentando que aquel monstruo no saliera del cuarto y se arrojara sobre ella.

Con cada tirón sintió cómo la muerte la acobijaba en su desgastado manto negro.

Las lágrimas se mezclaron con sudor e hicieron que el maquillaje se le corriera. Los pies comenzaron a ceder y su cabello crespo rebotó contra la puerta por cada jalón que hizo la bestia. Apretó las manos con gran fuerza hasta que se percató de un detalle que había dejado pasar por el miedo… ¡El cuchillo!

Con una mano sostuvo el pomo de la puerta hacia su cuerpo y con la otra comenzó a clavar el afilado metal sobre el brazo del lobo. Entre gritos y euforia ella acertó varias veces, atravesando piel y músculo; chorros de sangre cayeron sobre su rostro y sobre su caperuza. Con el último aliento clavó el cuchillo en la puerta, la bestia alcanzó a recoger su brazo.

Dentro del cuarto los rugidos de dolor fueron ensordecedores. La Caperuza haló con violencia, sintiendo como la cerradura encajó en el engranaje. Se dio media vuelta y con temor comenzó a correr por el pasillo; al despegarse un metro de la puerta, esta se abrió abruptamente. Ella volteó y vio al lobo apoyarse del marco, con el brazo sobre su estómago, poco a poco el líquido rojizo se esparció y mojó su pelaje.

Ella devolvió la mirada al pasillo, pero olvidó por completo el charco amarillento que observó minutos atrás. No pudo esquivarlo, se deslizó y perdió el equilibrio cayendo de espalda sobre el suelo, el cuchillo que llevaba en su mano rebotó al igual que ella y se alejó unos pocos metros.

El dolor de cabeza era indescriptible. Se demoró en poder enfocar con normalidad y el olor a licor abarcó sus sentidos. Su caperuza se había empapado de cerveza, pero un sonido la hizo volver en sí; el sonido de las pisadas del lobo que se acercaban a ella.

La bestia apoyó su mano sana en la pared y clavó sus garras para no caerse; tambaleó, pero ella se dio vuelta sobre el charco de licor, rastreando de manera frenética aquel cuchillo que era clave para su supervivencia. De reojo vio sus peludas patas acercarse, pero sus ojos continuaron la desesperada búsqueda, hasta que se giró hacia atrás. Ahí estaba, a un metro de ella, y muy cerca de la escalera. Con rapidez se puso de pie y corrió hacia el anhelado utensilio. El cazador se enfureció al verla escabullirse y aceleró la marcha; pasó sobre la cerveza derramada y saltó sobre su presa. Ella se dio la vuelta y con ambas manos tomó su única arma con fuerza.

Los rugidos rebotaron por todos los rincones de la casa hasta que se desvanecieron en la oscuridad del bosque. El lobo se retorció de dolor; su pelaje cubrió por completo a Caperuza, quien se asfixiaba poco a poco por el peso sobre ella.

Él acercó su dentadura al hombro izquierdo de su presa y lo perforó lentamente; la vida se le escapaba de sus endemoniados ojos. La sangre del cazador se deslizó por el fino metal desde su pecho, cubriendo las delicadas manos de su botín e impregnando la caperuza de rojo intenso.

Entre gritos, ella soltó el cuchillo y empujó el pesado cuerpo; al quinto intento logró colarse y lo dejó caer sobre el frío suelo. Se recostó en la pared intentando asimilar todo lo sucedido, pero sus piernas cedieron; cayó de rodillas, consumiendo su temor.

El papel tapiz de la casa se resquebrajó lentamente, la madera del piso rechinó para dar paso a una cerámica grisácea. Las lámparas antiguas que iluminaban el pasillo fueron sustituidas por bombillas blancas LED. Ella levantó la mirada, no entendía lo que pasaba; el cuerpo del lobo comenzó a crujir y el pelaje a caer sobre el suelo, su cola se fue reduciendo hasta desvanecerse por completo. Su largo hocico y grandes orejas se retrajeron para ir tomando las facciones de un hombre, un hombre al que Caperuza aborrecía.

La cerveza derramada tomó poco a poco una tonalidad rojiza y el cuerpo inerte de un hombre que acariciaba los cincuenta años se hallaba inmóvil, exhalando su último suspiro.

Caperuza comenzó a temblar de manera descontrolada viendo como todo su entorno cambiaba. En ese momento lo comprendió, no se encontraba en la casa de su abuela, estaba en la casa de su padrastro.

PUERTA #8: LA FOTÓGRAFA

«Clic», era el particular sonido que hacía mi cámara cada vez que tomaba una foto. Acostumbraba a variar mucho las locaciones hasta encontrar el set perfecto. Algunos días me paraba temprano antes de que saliera el sol y subía al cerro de la ciudad para capturar el amanecer. Había otros en los que me sentía una detective encubierta, reseñando el día a día de los ciudadanos; ya sean personas trotando, paseando al perro o tomando café.

No sé si esto último fue una práctica que me quedó de aquella época en lo que acepté dinero para atrapar infieles en sus fechorías y uno que otro político haciendo cosas indebidas.

No es algo de lo que me sienta muy orgullosa de contar, pero era lo que necesitaba para plasmar las dos caras de este mundo; dividido entre lo celestial y lo infernal.

Y sin darme cuenta mi arte se fue convirtiendo, poco a poco, en la columna vertebral de mi existencia; de alguna manera ese lente se transformó en mi escape, alejándome de los demonios que me atormentaban.

Entre las miles y miles de fotografías que creé a lo largo de mi vida, una me hizo ganar una buena suma de dinero; lo irónico es que fue por azar, o lo que llaman el destino.

Me hallaba como un día cualquiera sentada en el café al que habituaba ir diariamente. Comía el que a mi parecer es el mejor croissant de la ciudad. Lo saboreé con gran gusto y detallé a cada uno de los transeúntes. Mis ojos iban de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, y entre tanto bamboleo vi una muchacha que llamó mi atención. No sé si fue su peculiar cabello crespo o la vestimenta que cargaba; sostuve mi cámara con rapidez y le tomé varias fotos hasta que mi lente no la encontró más.

Al revisar cada imagen, supuse que quedaría genial con un montaje de fondo, cambiando la ciudad por algo más silvestre; quizás algún campo abierto o un extenso bosque, pero cualquiera de esas opciones combinaría mejor con la canasta de mimbre que llevaba en sus manos.

Al día siguiente, tras una larga jornada de estudio y trabajo, encendí el televisor para ponerme al tanto de todo mientras cocinaba. Los noticieros no paraban de hablar de un mismo suceso, y en todas plasmaban la foto de aquella muchacha de cabello crespo.

Corrí hacia mi escritorio y me senté frente a mi portátil. Revisé nuevamente cada una de las fotografías. Las miré en detalle, percatándome de dos cosas.

Primero, vi en su mirada un gran vacío o, más bien, una gran tristeza que no había notado antes. Segundo, su mirada era similar a la mía…

Le dediqué muchos años de mi vida al trabajo, a los estudios y de alguna forma les estaba tomando fastidio; y no hablo por lo que aprendía, sino por el ciclo repetitivo que es la vida en sí. Últimamente me sentía asfixiada y cuando salía con mis amigos era libre nuevamente; pero esa felicidad se acababa al salir el sol tras una fuerte resaca.

Recuerdo que era una mañana fría cuando me encontraba distraída observando todo a través de la ventana del salón. La materia que cursaba era interesante, sin embargo, el profesor que la enseñaba carecía de esa chispa especial para llegar a sus alumnos.

La puerta del salón se abrió y pude detallar a dos chicas entrar entre murmullos y risas, el profesor ni se inmutó. Quizás ya le daba igual lo que hicieran sus alumnos o por la edad ya le afectaba su audición.

Me quedé viéndolas por segundos, analizando los gestos que hacían, pero sobre todo cómo la luz se reflejaba de una manera peculiar en el cabello rojizo de una de ellas. Tomé varias notas rápidas sobre lo que estaba escrito en el pizarrón, y ese día dividí mi mente entre el aprendizaje y la atracción.

Los días fueron pasando y por alguna extraña razón ya no me parecían tan grises ni cotidianos, o más bien si lo eran, pero ahora mi mente estaba distraída y dopada con muchas tonterías que imaginaba.

Así pasaron los días hasta que un amigo me invitó a su cumpleaños, cumpleaños al que estuve a punto de no ir; pero a última hora me motivé y salí del encierro.

Al llegar a la fiesta todo iba normal, tragos, gratas conversaciones y uno que otro bailarín que destacaba del resto. Aproximadamente a las dos horas de haber llegado crucé la mirada con aquella persona que no lograba sacar de mi mente.

De aquella noche pude tener su número telefónico, siendo el inicio de largas conversaciones que se extendieron hasta la madrugada. Poco a poco comencé a sonreír con más frecuencia, ya no vestía los repetitivos trajes monocromáticos. Me preocupé más por mi apariencia y gasté una parte de mi dinero guardado en nuevos vestuarios; realmente uno se vuelve idiota en el justo momento en que Cupido vuela cerca.

La pared que tenía al pie de mi cama la seleccioné para realizar un gran collage con fotos de ella. Se las tomaba a distintas distancias, con diferentes lentes y diferentes locaciones; la sensación de que ella fuese mi modelo era indescriptible, lo que me motivó a mejorar la calidad de mi arte.

Los días se convirtieron en meses y con el pasar del tiempo se hicieron más escasos los mensajes. Ella se cambió de carrera y ya no coincidíamos en los mismos salones; más bien había días en lo que no la veía y otros en lo que escasamente nos cruzábamos por el pasillo. Quizás aquella flecha de Cupido se soltó con un mal movimiento, o su magia ya no era poderosa en este mundo tan moderno.

Y así volvieron los días oscuros a mi vida y los demonios volvieron a susurrarme al oído. Perdí el tiempo admirando la pared de mi cuarto y revisando cada rincón de las enfermizas redes sociales. Era difícil ver fotos que no fueron tomadas desde mi cámara, fotos donde ella sonreía, entre tanto yo me sumergía en la autocompasión y desdicha.

Llegué a subir algunos kilos tratando de frenar aquel vacío con comida placentera; pensé que si mi corazón no era querido como debía, por lo menos si lo sería mi precioso estómago.

Estuve a un paso de arrojar todas sus fotos a la basura, pero de alguna manera yo misma lo evité. Me mantuve masoquista invadiendo su privacidad hasta llegar a su primera publicación, revisé todo al mejor estilo de una acosadora, y todo para simplemente bañarme con un balde de agua fría que agrietaría mi alma y mi mente. Descubrí que salía con alguien más.

Una mente dolida es peligrosa, te pone en escenarios que jamás creerías estar o imaginar. Y así fue como me entregué a ella, alejándome un poco de las personas para conversar conmigo misma; para calmar mis demonios, para alimentar lo que mis manos añoraban.

A la mañana siguiente el sol estaba en todo lo alto, jugando a las escondidas detrás de las nubes. Crucé la esquina del antiguo cine donde me llevaban mis abuelos de niña y fui directo al restaurante que ella publicó minutos atrás.

Los hombros me pesaban una tonelada y por alguna razón el movimiento de la cámara sobre el costado de mi cintura me fastidiaba. La solté al abrir la puerta del lugar, las personas que estaban cerca me miraron de reojo y comentaron algo despectivo por mi extraña apariencia. Tenía encima una elegante chaqueta negra y debajo un incombinable pijama. Realmente nunca me ha importado la opinión de las personas y menos de aquellas que no conozco. Solo quería que la chaqueta cumpliese su propósito, así que las ignoré y mis ojos se concentraron en buscarla con demencia, al tiempo que mi corazón brincó como si hubiese corrido una maratón.

No pasó mucho hasta que la divisé en una mesa semicircular, estaba sentada con su nueva pareja y dos personas que no reconocí al momento. Un ardor recorrió cada célula de mi cuerpo y caminé sin meditarlo hasta pararme frente a ellos.

—¿Puedo ayudarte? —fue lo que me dijo como si no me conociera. Ahí mis demonios me murmuraron al oído y un ardor volcánico empujó mi mano hacia el interior de mi chaqueta, haciendo que la ira e indignación tomaran el control.

***

Hola querido lector, me alegra mucho el verte llegar hasta acá. Espero puedas contarme que te pareció esta corta travesía.

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