La doncella doliente

La doncella doliente

J. A. Gómez

19/04/2021

Por la posición del sol podían ser las cinco de la tarde. Era una calurosa tarde de verano en una época caduca donde la vida no valía demasiado. La señorita Inés de Valdés estaba formalmente prometida con el Barón de Tierzo. Sus padres veían en el noble caballero una importante fuente de riqueza y poder. Por ello y haciendo caso omiso a los sollozos de su primogénita accedieron a su unión en matrimonio.

Inés pasaba el día cautiva en su aposento hilando finos telares y gruesas amarguras. Odiaba a sus padres tanto como a sí misma. A ellos por entregarla como mercancía sin atender sus deseos y a ella por no tener la suficiente fuerza para luchar contra aquella sociedad obsoleta.

Varias veces jurara, ante ellos, quitarse la vida antes que desposarse con alguien a quien apenas conocía y menos amaba. Ciertamente era más bravuconada que otra cosa pues sus creencias religiosas no le permitían culminar tal acto.

Cierto día a casa de los Valdés llegó el Barón de Tierzo con su pequeña comitiva. Con denodado orgullo exhibían estandartes al viento y majestuosamente lucían telas de colores los corceles. Entre tan noble comitiva se diluía un pequeño personaje esperpéntico. Se trataba del bufón de la corte; carente como era de talle apenas se le podía observar a través de los pesados escudos que cargaban los soldados a caballo o a pie.

Al ser informados los señores de Valdés de tan inesperada visita rápidamente dieron orden a su hija de acicalarse con esa sencillez despampanante que la caracterizaba. Primero debería enjuagar sus lágrimas, luego darse un buen baño con pétalos de flores silvestres especialmente recolectadas y finalmente rociar su pálida piel con perfume a base de hierbas singulares traídas desde los confines del reino.

Una criada servicial comunicó a doña Inés los deseos de sus padres. Una vez se hubo retirado ésta arrojó contra la puerta un pequeño frasco inundándose la estancia con una agradable fragancia. Tres criadas más, visiblemente incomodadas, la ayudaron en el acicale. Bañaron su pálido cuerpo en la gran tinaja de agua y pétalos. La secaron como si fuese un bebé, la vistieron con sus mejores galas y peinaron su cabello durante largo rato.

Una vez lista ordenó la dejasen sola. Obedecieron de mala gana pues esa orden entraba en conflicto con el recelo de sus progenitores. Recostada en el lecho lloró impotente, consumida por la mezcolanza de sensaciones que embargaban su alma. Sin embargo al mismo tiempo ese llanto consumido y doliente espoleó su determinación.

Sus arrojos se activaron casi de forma automática buscando la manera de hallar pronta huida. Sus ojos se clavaron en el ventanal que tenía delante a poco más de quince pasos. Dos mundos opuestos, en el interior infancia y adolescencia enrejada; en el exterior libertad incierta pero libertad a fin de cuentas.

Sigilosamente abrió la gran ventana. El aire cálido del exterior impactó contra su jovial rostro. Durante un segundo se cubrió los ojos con el dorso de la mano. Seguidamente observó en derredor.

Cualquiera podría echar al traste su plan de fuga antes incluso de iniciarse. Abajo hombres y mujeres correteaban de un lado a otro. Estaban tan ocupados con la ilustre visita del Barón que nadie repararía en ella.

Se encaramó torpemente para salir al alfeizar aún más torpemente. El lujoso y amplio ropaje que llevaba no ayudaba en lo más mínimo. Sus pequeños pies estaban apoyados en el delgado bordillo de piedra que recorría cincuenta metros o más. La mayoría del recorrido tiraba en recto no obstante parte del altillo pétreo discurría en curvas cerradas alrededor de las torres. Ciertamente entre la distancia y lo achicado del apoyo era como para pensárselo dos veces. La temeraria ruta moría a pies del ventanal del torreón norte y estaba abierta…

Mas las dudas comenzaron a asaltarla. Habíase percatado del mal de altura, del nudo en el estómago y de ese molesto hormigueo de piernas. Un paso mal calculado y la caída sería mortal de necesidad.

Bajo el duro sol pronto comenzó a sentirse indispuesta. El aire cincelaba cada piedra y cada hierba mientras el calor mortificaba su delicada piel vestida con ropajes poco veraniegos. No quería mirar abajo pero algo dentro de ella le animaba a hacerlo. Y miró. Ya no estaba segura de continuar, es más, hasta tal punto se sintió avasallada por las dudas que vaciló, pensando seriamente en abortar la huida. Mas no tuvo más que pensar en su prometido para recibir una bofetada de realidad.

Un escalofrío le recorrió la espalda y lo sintió con la intensidad de diez latigazos. Alentada prosiguió. Poco a poco fue dejando atrás la seguridad de su aposento. Y paso a paso con su cuerpo apretujado contra la pared caminó de puntillas hacia el torreón norte.

Logró alcanzar el ventanal el cual continuaba abierto. Entró y respiró profundamente. Sudaba, la ropa le asfixiaba el pecho mientras que los calambres atacaban sus piernas.

Debió esperar un tiempo prudencial. A continuación bajó sigilosamente por unas escaleras de piedra en caracol. Los criados no prestaban demasiada atención a la doncella pues bastante tenían con lo suyo. Y no era para menos pues debían preparar el banquete para tan inoportuno invitado.

Inés salió al exterior mezclándose entre herreros que golpeaban el hierro, niños correteando, soldados inspeccionando sus armas y campesinos azarosos desfilando hacia las tierras bajas con los aperos en ristre. Todo discurría mejor de lo aguardado. Antes de que algún espabilado pudiese percatarse de algo la joven estaba más allá de los muros del castillo Valdés.

Caminaba por una senda de ensueño. Multitud de hojas muertas abrazaban la tierra. A ambos lados crecían hierbas altas; sobre una roca había enraizado una ajada vid que extendía el verdor de sus hojas sobre la cabeza de la doncella, protegiéndola del sol. Los haces de luz se colaban a cuentagotas y según como el aire agitase el follaje se generaba un espectáculo de luces y sombras digno de ser admirado.

Tras deambular sin rumbo fijo dejándose guiar por los caminos llegó a un entramado de maleza alta que ocultaba a la vista uno de los tesoros que recordaba de niña: la destartalada fortaleza templaria. Evidentemente su esplendor pertenecía a otra época pero aún así conservaba cierto encanto.

Murallas descompuestas a diferentes alturas permitían ver las restantes edificaciones del interior tales como torres, un torreón, la torre de homenaje o la atalaya. Un profundo foso seco tomado por broza y arbustos rodeaba el conjunto. Amplias zonas de la parte sur de la muralla habíanse desplomado, rodando las piedras hasta el foso.

El sol ardiente batía en cada una de ellas, potenciando su carácter defenestrado. Allí mismo podría pasar la noche y evitar el peligro de los caminos. Sabía de la reputación de algunos frecuentados por bellacos y mujeres de dudosa condición pero también por extrañas criaturas.

El destino habíala cogido de la mano para conducirla ante la presencia de aquella montonera de piedras. Regresar sobre sus pasos no era opción ni aunque cielo y estrellas amenazasen caerle encima. Lo último que deseaba era enfrentarse al enojo de sus padres y al memo de su prometido.

Accedió al interior a través del puente levadizo que convertía la fortaleza en península. El oxidado rastrillo llevaba izado desde que tenía uso de razón. Sobre su cabeza se erguían dos barbacanas extraordinariamente conservadas.

Sin dejar de observar ni de caminar acertó a recapacitar sobre una frase que solía decir su padre cuando las cosas no salían a su gusto: «en las entrañas de la bestia no se está tan mal cuando lo de fuera es mucho peor». Quizás tal afirmación hiciese referencia a los tumultuosos tiempos de su niñez donde cada señor feudal buscaba imponer su voluntad sobre los demás tomando las armas. Tras semanas de enfrentamientos el rey había puesto punto y final al conflicto enviando su propio ejército.

Ante sus ojos se mostraba el destartalado patio de armas lleno de escombros y hierbajos entre las juntas del piso. Seis grandes arcos daban la vuelta en herradura con diferentes puntos que permitían subir al camino de ronda. Apiladas bajo uno de los seis arcos toda clase de espadas, lanzas y escudos inservibles. En el centro del propio patio varias carretas volteadas y lo menos una docena de barricas hechas trizas. El aire olía a podredumbre e insalubridad.

Continuó su incursión y continuaron las remembranzas. Algunas habíanse desdibujado al abrigo de los años pero otras le venían cristalinas como agua. El graznido de un cuervo la sobresaltó.

Dejando atrás el patio reconoció la vieja puerta entornada que tanto la asustaba de niña. Justo cuando penetró cautelosa el cuervo volvió a graznar, después alzó vuelo y desapareció en la distancia.

En primer término una escalera de caracol también en piedra que subía y bajaba. Los pasos eran pequeños y curvos. Dos direcciones a elegir; a lo mejor el azar debiera dar un paso al frente.

Inés acompañó con la vista hasta donde la claridad permitía. Sobre su cabeza colgaba lleno de suciedad y telarañas un escudo heráldico espléndidamente labrado. Dos viejas espadas cruzadas entre sí le daban aire intimidatorio.

El azar entró en liza y efectivamente dio un paso al frente. En contra de lo que cabría esperar optó por bajar y ella de forma inconsciente también. La penumbra era evidente pronunciándose tras cada escalón dejado a su espalda. Manos y pies eran sus ojos, apegándose como ventosas tanto a la pared como al suelo.

Giró a la derecha pues al fondo del corredor se percató de una luz trémula que parecía aguardarla impaciente. Una hermosa sala bombardeó sus pupilas peinadas en oscuridad. Le resultó extraño ver la chimenea prendida y las antorchas de alrededor agitándose con cada bocanada de aire que llegaba del exterior.

Sin embargo no tuvo demasiado tiempo para cábalas. Una voz cálida acarició sus oídos. Se giró, dio un respingo y después gritó asustada…

Un caballero de penetrante mirada y cabello negro como el azabache la observaba con curiosidad. Su indumentaria templaria evidenciaba su sacra condición. Tras hacer una reverencia se disculpó al haberla soliviantado. Esbozando su mejor sonrisa la invitó a acompañarle a la mesa. Ambos abandonaron la sala en cuestión para acceder a otra más espaciosa.

La enorme mesa de nogal estaba dispuesta con todo tipo de manjares ocupando todo el espacio central. Inés contó hasta ocho grandes candelabros de cuatro brazos. De cada uno de ellos emanaba una frágil luz dorada que acurrucaba sus ojos. ¿Cómo era posible aquello? ¿Acaso soñaba despierta? ¿Tal vez fuera hechizada?

Fuera como fuese quedó tan fascinada por el misterio que parecía envolver todo en aquel lugar que simplemente se dejó llevar.

La opulencia desplegada así como la dispensa en general evidenciaban lo magnífico a la par que inverosímil de aquella puesta en escena. Mientras cenaban el tiempo se ralentizó especialmente para que tanto caballero como doncella pudiesen interpretar cada poro de la piel del otro.

Fue tan singular caballero quién rompió el hielo preguntándole a su joven e inexperta invitada qué hacía por aquellos lares tan poco frecuentados. Inés se tomó su pausa antes de responder con la peor escusa: habíase perdido.

El templario frunció el ceño dejando escapar una media sonrisa mal disimulada. Su rostro no reflejaba maldad ni malas intenciones más bien una pena que parecía consumirle las entrañas.

Le espetó que era demasiado bella para mentir y él demasiado mayor para creerla. La doncella se enfadó por este último comentario. Nadie mostrara tal desfachatez a la hora de poner en duda su palabra. Sin embargo debió tragarse su orgullo pues a fin de cuentas estaba en lo cierto.

Viendo claramente incómoda a Inés el templario se disculpó. Con rostro serio y manos temblorosas le hizo ver que él no era más que un hombre de Dios predicando con la espada. Tacto y buenas maneras no eran lo suyo. Sin apartar la vista de las pupilas de ella comenzó a contarle su historia:

—Hace mucho tiempo conocí a una dama casi tan bella como vos. Los detalles menores no vienen al caso pero sabed que por nombre tenía Julieta. Juro por mi fe que jamás la toqué y siempre he rezado para no caer en la tentación de la carne. Poseía el brillo de las estrellas debo reconocerlo y la energía de un ejército empero al mismo tiempo era tremendamente celosa y posesiva. Nunca albergué sentimiento hacia ella y así se lo hice saber. ¡No! Solamente caballerosidad y amistad. Tal vez confundió las cosas y como lo uno conduce a lo otro también confundió nuestros sentimientos.

Sea como fuere cierto día llegó hasta aquí otra mujer. Era de corte humilde, no de condición noble como vos. Probablemente tan perdida como vos misma—. Esto último lo dijo afablemente para evitar volver a importunarla.

Julieta había partido de urgencia pues su madre estaba aquejada por una enfermedad incurable. En pocas semanas se reuniría con el altísimo. Recé por ella, por la salvación de su alma y aún más recé para ser capaz de mantener firmes mis convicciones de hombre de fe.

Tiempo después regresó sin previo aviso. Si mi memoria no me traiciona fue una tarde fría y lluviosa. Mis últimos hombres acababan de partir hacia sus hogares, despojados de cualquier obligación. Julieta no era la misma, nunca supe el o los motivos pero lo supe nada más verla. Y lo peor estaba por llegar. Al ver la presencia de otra mujer sus ojos se inyectaron en sangre. No atendió a razones, estaba fuera de sí y tras sacar un puñal se lo clavó en el pecho.

—¡Es horrible! —Exclamó Inés.

—Os he contado esto porque temo que si os quedáis pueda sucederos lo mismo. Es difícil explicar las cosas que hacemos sin querer hacerlas y más difícil descifrar el alma de quién las hace. Este viejo emplazamiento está inmerso en una maldición perdida en siglos pasados y aferrada a siglos venideros. Deberíais pues regresar a la vera de vuestros padres y vivir la vida que para vos tengan a bien disponer…

Inés quedó sumida en una profunda reflexión. El templario parecía saberlo todo de ella, hasta el más minúsculo detalle mientras que ella poco o nada sabía de él. Finalmente tomó una decisión. Prefería arriesgarse allí antes que desposarse de por vida con un hombre al que no amaba.

—Está bien sea como deseéis —replicó escuetamente el caballero.

Al terminar de cenar entraron en otra estancia más pequeña y apartada de las anteriores. Lucía adornada con finísimas telas que caían a media altura desde la planta superior. Cosidos a las mismas pequeños dibujos artísticos cubriendo ambos laterales simulando mosaicos entrelazados. Pero si algo destacaba sobre lo demás, dado su gigantesco tamaño, era el estandarte del temple: «la bella enseña».

El hombre de armas hizo hincapié en un cáliz de plata que coronaba una espartana balda de madera. Este objeto parecía ser muy amado por él ya que, según afirmaba, había pertenecido a la honrosa familia de los Carmeños. Inés había oído hablar de ellos y de sus increíbles hazañas defendiendo a peregrinos en tierra santa.

Aquel peculiar hombre joven, maduro y viejo a la vez representaba el más insigne arquetipo de congregación en clara decadencia. Y por fin dio a conocerse. Era don José Luis de Nereida, el mismo que había luchado contra la disolución de su orden por parte de la iglesia. Y al igual que antes, Inés también había escuchado hablar de sus aventuras y peripecias. Sin embargo no podía ser, de ninguna manera. Si era quien decía ser llevaba muerto un par de siglos…

Hablaron hasta bien entrada la madrugada. De hecho los primeros rayos mañaneros atravesaban las ventanas abocinadas del muro exterior lanzando a las edificaciones interiores haces lumínicos que interactuaban con el polvillo latente.

La joven Inés nadaba entre dos aguas, turbias y claras a la vez. Sufría como un atracón de emociones contrapuestas que empujaban de ella. Mas no podía ser indiferente al fuerte magnetismo de aquel hombre y si debía vivir un engaño o una falsa ilusión que así fuese…

Le fascinaba el cómo decía las cosas. Hasta del vuelo de una mariposa podría sacar poesía. Le atraía aquella sonrisa melancólica que dejaba entrever una dentadura más bien desatendida. Sus cicatrices, sus fuertes a la par que delicadas manos, su cuerpo fornido y ese halo de misterio que se intuía en el envés de sus párpados.

El tiempo fue pasando como pasan las aves migratorias buscando territorios de clima más benigno. Las hojas de los árboles habíanse despegado marchitas y pronto los caminos se cubrirían de nieve.

Por doquier el invierno comenzaba a sustituir al extinto verano. Los días se acortaban a paso de gallina mientras que las noches se alargaban cada vez más. El viento salpicaba las añejas paredes de la capilla creando pintorescas sonoridades. Notas y acordes por veces sacros y por veces paganos.

Habían transcurrido cerca de cinco meses. Inés dejó de luchar contra sus sentimientos, enamorándose perdidamente de don José Luis de Nereida. Era consciente de su propia estupidez y de las consecuencias que podría acarrearle continuar más tiempo allí. Empero el corazón tira de razones que la cabeza no entiende. Por primera vez en su vida era feliz; dueña de su destino y ama de sus decisiones ya fuesen erradas o no.

Sin embargo también sufría en silencio al no sentirse correspondida pues los votos del templario no podían ser violados bajo ningún pretexto.

Como cada noche se sentó a la mesa y aguardó impaciente. El aire había tornado más gélido que el de días anteriores. El fuego encendido no ayudaba demasiado a entrar en calor. Le extrañaba la tardanza del galante espadachín, el mismo con el que soñaba cada noche y el mismo que emergía en sueños cabalgando un corcel blanco trotando sobre el campo de batalla. Bravo cuan dragón y valiente como los héroes de indómito corazón.

Todos los pensamientos se esfumaron cuando lo vio entrar. Su sombra se alargaba por el piso como si de una figura fantasmagórica se tratase. Se le veía especialmente apenado y cabizbajo ante adversidades que Inés no lograba descifrar.

Su rostro compungido parecía estar sumergido en sombras, reflejando total ausencia de emociones. Parecía tener el cuerpo rígido y agarrotado como si ya no pudiese soportar por más tiempo el peso del destino volcado sobre sus hombros.

Vestía cota de malla en forma de caperuza, yelmo cerrado, espada de doble filo, túnica de tela y sobre ésta la capa blanca con la gran cruz roja. Se sentó abatido contemplando la inmensidad de algún lugar que solamente él veía. Aquella profunda tristeza parecía no hallar consuelo.

—Hemos perdido la batalla de San Juan de Acre —dijo en voz alta antes de proceder a propinar un fuerte golpe sobre la mesa. Inés se sobresaltó.

—Hemos sido acusados de herejía por Clemente V—. Llevó las manos a las sienes y apretó con fuerza.

Inés se acercó al abatido cruzado. Los dos temblaban como niños abandonados a su suerte. Ella quiso demostrarle entereza así que le ayudó a incorporarse; enjuagó sus lágrimas y finalmente lo abrazó con ternura. Sin poder o sin querer evitarlo acercó sus labios a los de él para besarlos. El hombre de armas intentó apartarla pero ya era demasiado tarde.

Como si el fuego tomase cuerpo las llamas se alzaron grotescas inundando la sala de haces resplandecientes calientes como el hierro fundido. Las susodichas se retorcieron en espiral antes de adquirir la forma de un puño metálico. Lanzándose en forma de hoz de abajo arriba impactó como un ariete en el pecho del caballero. Éste salió volando por los aires.

Todo volvía a seguir su curso. Entre las motas de polvo no consumidas por el fuego comenzó a dibujarse un rostro femenino. De a pocos tomó presencia hasta salir de las llamas…

¡Era Julieta! Y estaba dispuesta a mancharse las manos de sangre una vez más. Todo fue rápido, demasiado rápido.

Con gestos de dolor el soldado de Dios se incorporó aturdido. Tenía sangre en la boca que presto se apuró a escupir. Desenvainó su espada antes incluso de buscar con la mirada a Inés. Por todas partes solamente ruinas y hiedras subiendo por las paredes porque así era desde tiempos inmemoriales.

Ningún alma caritativa había encendido fuego en la chimenea, no había ni una sola antorcha prendida, ni manjares, ni siquiera la mesa para colocarlos. Únicamente piedras frías como el acero que empuñaba; maderas y puntales podridos, olor a podredumbre y copos de nieve amontonándose en el piso.

Allí estaba la doncella Inés reposando sobre un costado. En su pecho la terrible imagen de un puñal clavado hasta el fondo, robándole la vida. Con primorosa felicidad la joven exhaló su última bocanada de aire. Los ojos se le apagaron como estrellas al alba y su corazón enamorado dejó de sentir. Él dejó caer la espada después cayó de rodillas…

Un espantoso grito recorrió la desvencijada fortaleza. El gélido viento cortante dejó de soplar un instante. Pistas y caminos nevados se cerraron luctuosos.

Fueran los meses más felices en la vida de Inés. Amó sin ser correspondida pero amó de verdad. Algunas semanas después rastreadores de la casa Valdés encontraron su cuerpo bajo un espeso manto de nieve cerca del abandonado fortín…

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