He visto a lo largo del tiempo, en el pecho de varias personas, fieros dragones rojos, que al despedir su última llama se transforman en pequeños árboles sinuosos. En cuanto su carne empieza a sentir el frío se endurece y se contrae y las que fueron su orgullo, unas preciosas escamas carmesíes, se tuercen y se transforman en incoloras fibras marrones. Sus articulaciones se enrigidecen y la cabeza se queda tiesa apuntando al cielo, como si hubieran atado todo su cuerpo al piso con un alambre irrompible. Sus pequeños brazos y piernas se marchitan y se desprenden prefigurando el castigo impuesto por Dios en el Edén. De la cola y otras varias partes del cuerpo empiezan a salir yemas que darán forma a las raíces y ramas del árbol, que no tardan en germinar. Y Los amarillos ojos del dragón, que han visto aspectos del hombre que solo una bestia puede ver y prodigios de la naturaleza que solo una criatura puede apreciar, se apagan lentamente mientras exhala un último humo por la boca antes de que se cierren por la eternidad y desaparezca todo rastro y memoria de lo que fue, en un sueño de ramas y hojas.
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