Tetralogía del Enemigo

Tetralogía del Enemigo

Abel Viotti

07/01/2021

1

Después de haber llegado junto a Hugo Rossi de Florianópolis a Buenos Aires, Samuel Levinson tomó el primer vuelo a Santa Piedad. Descendía por las escaleras mecánicas cuando experimentó aquella sensación de estar flotando en mitad de una gran cúpula espejada. Sus pies, envueltos en aquellos zapatos de cuero que le pellizcaban los talones y no usaba hace seis años, eran absorbidos hacia abajo. Los colores en las gigantografías colgantes y en los escaparates de las tiendas del segundo piso sobreestimulaban su visión periférica. Las publicidades habían evolucionado. Sus colores eran más apagados, sus diseños más sobrios, sus tipografías más simples, y cada una buscaba la mejor forma de resultar natural y poco amenazante. Las bebidas anunciadas ya no quitaban la sed o refrescaban, ahora hablaban sobre lo importante de ser diferente y cómo su marca encajaba como anillo al dedo a la identidad del joven consumista. <<Somos como tú>>. Cuando Samuel se percató de que incluso sus pensamientos se oían iguales a Marvin, sacudió la cabeza y exhaló un suspiro. Al llegar al final de la escalera dio un salto torpe. Por alguna razón infantil, temía que sus pies quedasen atrapados al final.

En el vestíbulo del aeropuerto las parejas caminaban a la par con los cuellos inclinados sobre las pantallas de los móviles. En los asientos, los niños se entretenían alimentando gatitos en sus tablets o viendo videos infantiles en Youtube. Samuel se detuvo un momento sobre el escaparate de una tienda de juguetes junto a la salida. Pensó en que podría comprar algo para su sobrino. Había personajes de superhéroes y de películas animadas de moda. Spiderman, Hulk, Minions. ¿Qué le estaría regalando en realidad? Marvin tendría, sin dudarlo, algo que objetar al respecto. Vio su reflejo en el vidrio, como quien ve a un fantasma aprisionado entre dos mundos, y continuó.

Antes de dirigirse a casa de su hermana, Samuel había decidido hacer una parada. El taxi giró en la rotonda por la avenida Fuerza Aérea hasta el Hospital Norte, y allí avanzó por el boulevard hacia el viejo vecindario. Desde la ventanilla vislumbró todo a lo que se había desacostumbrado: el cauce del tráfico y sus conductores fácilmente irritables; las luces rojas de los semáforos y las anticuadas luces ambarinas de las calles más postergadas; los escaparates de las tiendas de ventas de artículos para teléfonos celulares; los hombres de traje reunidos en cafeterías; las prostitutas en las esquinas; las enormes publicidades de los bancos y sus financiaciones que prometen sueños cumplidos; los edificios opacos; la contaminación lumínica; y las miradas hostiles, cientos de miradas hostiles. Como anticuerpos que reconocen al virus cuando entra. Samuel era el virus. Solo por no ser parte de los organismos del cuerpo.

Giraron en la Avenida Lugones y descendieron en diagonal hasta adentrarse al barrio Héroes del Sur. Desde las señalizaciones y los comercios austeros hasta las plazas con juegos rotos estaban presentes en sus reminiscencias. El taxista aparcó junto al baldío, el de extensos yuyos ambarinos, el palo borracho y la carcasa de un Dodge Coronet calcinado. El tiempo parecía haberse detenido en aquella cuadra.

Samuel pidió al taxista que lo espere, se apeó y cruzó la calle en dirección a una casa desvencijada, lúgubre y solitaria de jardín extenso, una parra marchita, y un auto abandonado cubierto con una lona negra y polvorienta. La pintura estaba desvaída, las paredes manchadas por la humedad, las persianas aseguradas con cadenas, y el césped crecido.

No había nadie en casa.

Samuel sorteó el alambre olímpico que cubría el perímetro de la casa, y asistiéndose de una higuera mustia, ingresó hasta la propiedad. No había rastros de vida en aquellas parcelas, ni los árboles, ni las plantas, podían jactarse de haber resistido la potestad de la muerte que avasalló a la familia. Golpeó la puerta, y no recibió —como era de suponer— más que silencio. Intentó atisbar por algún resquicio el interior, pero la oscuridad era demasiada.

—¿Qué crees que estás haciendo? —preguntó el vecino, don Aníbal, desde la medianera de ladrillos.

Un anciano intempestivo, con manchas pardas en la calva, cejas pobladas, labios fruncidos y expresión amarga. Quien solía quejarse de los ruidos molestos en la siesta, y les pedía a los niños que le ayudaren a bajar los damascos del árbol de su patio a cambio de 25 centavos para cada uno.

—Voy a llamar a la policía —advirtió.

—Don Aníbal, quizá no me recuerde, soy Samuel, amigo de Benji.

Aníbal amusgó los ojos. Miró al intruso de pies a cabeza, y su expresión adusta no mutó. Seguía desconfiando de él, y bajo ningún costo, demostraría lo contrario. Aníbal sentía el compromiso de cuidar a sus vecinos de maleantes, creía que con su actitud sañuda podía espantar a cualquiera.

—¿Y por qué te metes así en la casa? ¿Qué es lo que quieres?

—No ha cambiado mucho el vecindario. Recuerdo cada baldosa partida de las veredas, cada árbol, cada baldío. Allí sigue el Dodge en frente, y el palo borracho. Recuerdo las picazones de la higuera, cuando subíamos al techo a ver las estrellas, y cuando, en aquel árbol del fondo, quisimos hacer una casa del árbol como las de la televisión. No llegamos a subir más que un par de troncos viejos, pero aun así, estábamos eufóricos.

—Lo recuerdo, claro —dijo el vecino a media voz, un poco menos agresivo.

—Seguramente. La pelota siempre caía en su patio y unas cuantas veces tiramos piedras al cobertizo cuando cazábamos gorriones. Usted es como el resto del vecindario. No envejece. No cambia.

Aníbal estiró el labio y agitó la mano como si espantara una mosca.

—Te equivocas, muchas cosas han cambiado —rezongó.

—Solo quisiera saber qué sucedió con la familia Brahms.

—Si me lo preguntas, es porque ya lo sabes. Hay cosas que es mejor ignorarlas, muchacho. Mejor vete, estás en propiedad privada.

2

Emilia observó desde la ventana un auto que barría la esquina con sus luces hasta estacionar detrás de la Toyota de Ronald. Abrió la puerta, vestía un camisón de encaje, una de las razones por la que cruzaba los brazos sobre sus pechos. La otra razón era la aprensión a la visita. Samuel se despidió del taxista y caminó hasta la entrada que se figuraba como un rectángulo de luz que disentía la oscuridad de la calle. En el contraluz de aquel rectángulo asomó un pequeño: Ulises.

—¿Cómo estás, campeón? —saludó Samuel con una amplia sonrisa, al tiempo que se hincaba en una pierna y extendía los brazos—. Dale un abrazo a tu tío.

El niño, con los ojos lacrimosos y el rostro enrojecido por el sueño, miró a su madre. Emilia se frunció de hombros. Sí, era su tío. Pero era la primera vez que lo veía. ¿Cómo esperar que el pequeño demostrare algún gesto de amor hacia aquel desconocido?

—Pude haberte buscado en el aeropuerto —dijo Emilia, sobria, molesta.

—Tenía algo que hacer primero.

Uli hundió el rostro en el camisón de su madre y esto invitó a Sam a ponerse de pie. Sacudió el cabello oscuro del niño y quedó parado frente a su hermana. Entendió que ella no deseaba recibir ni un abrazo o beso de su parte, así que se limitó a sonreír. Aunque por supuesto, las sonrisas de Samuel, desde hace un tiempo, eran poco más que muecas forzosas.

—¿No te alegra verme?

Emilia frunció los labios, plantada en la puerta como el guardia de un club privado.

—Puedo irme a un hotel, descuida. Tomaré un taxi.

Ella lo miró a los ojos fijamente. Lo escudriñaba inquieta, como si deseare confirmar que realmente se trataba de él, o como si desconfiase, de alguna forma, en que pudiese o no seguir siendo el mismo. Finalmente, después de un largo silencio, se hizo a un lado y lo invitó a pasar.

La hamburguesa tenía carne de cerdo, huevo, tomate, y queso. Samuel se la devoró sin miramientos, mientras los demás, quienes ya habían cenado, lo observaban suspensos. Le dio un sorbo a la Coca-Cola. Las papilas gustativas recordaron su sabor, y él recordó haber estado a punto de cerrar un contrato con la marca antes de viajar a Brasil.

—¿No comen muchas hamburguesas por allá? —preguntó su cuñado, quien, curiosamente, parecía el único que se alegraba de verlo.

Samuel negó con la cabeza mientras masticaba.

—No comemos mucha carne.

—Ellos te dan la comida, ¿es así?

—Todos los días se distribuyen las despensas, casa por casa.

—Entonces no necesitas ir a comprar, no hay comercios.

—No, tampoco manejamos dinero. No es que lo necesitemos, cuando todos tenemos lo mismo y trabajamos por igual, no ves la necesidad de tener más que los otros.

—¿Es algo así como una isla comunista?

Samuel vislumbró como su hermana lo miraba de forma hostil, y tomó una servilleta para limpiar la mostaza en la comisura de sus labios.

—No, no somos comunistas, ni socialistas, ni hippies. Somos una comunidad autogestionada con nuestras propias políticas sociales que buscan segregarse del sistema capitalista universal y de otras estructuras socioeconómicas frustradas.

—¡Entonces son como los menonitas! Vimos un documental sobre ellos.

—¿A qué te dedicas, entonces? —Emilia encendió un cigarrillo—. Si no hay comercios ni dinero, no hay publicidad ni marketing.

—Eso es cierto. Pero al parecer tengo otras facultades útiles, como las relaciones humanas. Allí es donde me desempeño, en las comunicaciones, las relaciones públicas, el trato con el exterior.

—Ha de ser toda una aventura —convino Ronald—. Dejar una carrera exitosa, para ir a vivir a una isla en Florianópolis, de forma alternativa, sin las presiones del dinero, alquileres, tarjetas de crédito, y todas las burocracias de las grandes ciudades.

—Más que una aventura, fue un autodescubrimiento. Había algo en mi trabajo que me incomodaba. Yo ya no vendía productos, ¿sabes? En las publicidades de hoy ya no hablamos sobre las características del artículo. Vendemos marcas, vendemos aceptación. Invitamos a los clientes a comprar el producto de cierta marca para sentirse incluido dentro de ese sector de la sociedad consumista. Hay buenas zapatillas, pero usas Nike para sentirte parte de la comunidad de consumidores de Nike que te muestran los comerciales. Más juveniles… y felices. Siempre felices. ¿Crees que usar zapatillas Nike te hace feliz? ¿Sabes cuántos niños y niñas son explotados en zonas de libre comercio culpa de la subcontratación?

Emilia soltó una bocanada de humo.

—Te han lavado el cerebro. ¿Qué es esta isla? ¿Una especie de secta?

—No me lavaron el cerebro, Emilia. Pero está bien, no es fácil de entender. Me va bien y no me arrepiento de mi decisión.

—¿No te arrepientes? —Emilia subió el tono de voz y se acercó hasta la mesa, Rony bajó la mirada—. ¿No te arrepientes, Samuel? ¡No estuviste en el funeral de mamá! ¡No estuviste para ella cuando más te necesitó! ¿Y no te arrepientes?

Samuel se encaramó en la silla, y miró a su hermana a los ojos, sin saber qué responder.

Ronald cargó a Uli en upa, el niño tenía ojos grandes y contempló la situación con profunda curiosidad.

—Llevaré al peque a dormir, ya es medianoche —dijo, a modo de saludo.

—Hasta mañana —saludó el niño.

—Que descanses, corazón —Emilia habló como si no hubiese tensión alguna en la casa.

Samuel le guiñó un ojo a su sobrino y le alzó el dedo pulgar. Uli lo imitó.

—¿Podremos conocer algún día la isla de mi tío? —preguntó el niño a su padre, mientras se perdían de vista por el pasillo.

Samuel volvió la mirada a Emilia, que no dejaba de intimidarlo con su expresión austera y aprensiva. La conocía bien, en su niñez no dejaban de pelear. Había entonces un solo televisor en la casa y era de todos los días las discusiones sobre a quién le tocaba usarlo. Ella quería ver My Litte Pony, y él Dragon Ball. Cuando él ganaba el control remoto, ella se enfadaba y no le hablaba por horas. En la adolescencia, su madre obligaba a Samuel a llevar a Emilia a las fiestas en las que quería ir solo con sus amigos. Cuando él no la llevaba, ella se enojaba por días. Y cada vez que él le provocaba algún disgusto a su madre, ella lo reprendía. Así era ella, pero cuando el enojo menguaba, volvían las risas y los abrazos. Podía ser dura con él, pero le quería.

—¿A qué viniste? No fue a pasar tiempo con tu familia, ni a enmendar el daño que has hecho.

—Necesito entender algunas cosas.

—¿Y después qué?

—Después volveré a la isla.

—Claro que lo harás. —Los ojos de Emilia se humedecieron, hasta que una lágrima desbordó el rabillo del ojo derecho y la quitó bruscamente con la muñeca.

—Hay muchas cosas que quisiera investigar primero, qué sucedió con Marcos, por ejemplo.

—Si lo preguntas es porque supongo que lo sabes.

—Lo mismo dijo el vecino de los Brahms cuando pregunté por la familia. Sé lo que dijeron los medios, sé lo que piensan las personas, pero ¿qué sucedió en realidad?, ¿qué hay debajo de la superficie?

—¿Y cómo quieres que lo sepa? Él y yo terminamos hace años, ahora estoy casada con Ronald, tenemos un hijo. Reacciona. No mantuve contacto con Marcos después de la separación.

—Creí que podrían haber sido amigos.

—Él también siguió con su vida. Se fue de la ciudad, se casó. No había pensado en él hasta que vi las noticias.

—Entiendo.

—No hagas esto, Sam.

—¿Qué cosa?

—Enroscarte. No querrás haber viajado tantos kilómetros para esto. No hagas lo mismo que hiciste cuando papá murió.

—¿Hacer qué?, ¿buscar la verdad? Tú no lo ves como yo, todo lo que ha pasado estos años tiene alguna conexión. No es casualidad… tanta tragedia. Hay algo que resuena, palabras olvidadas que regresaron con la muerte del sirio. Como si la muerte, quisiera recordarme que sigue cerca.

—¿Qué palabras?

—Las palabras de Benji. No lo entendí entonces, pero ahora… parecen cobrar sentido.

—¿Sabes lo que decían de Benji? ¿Verdad?

—No debería molestarte con mis maquinaciones. Iré a dormir, ha sido un largo día, ¿está bien?

Samuel fregó su vaso, limpió la mesa, besó la mejilla de su hermana y a medio camino se detuvo para decir algo más antes de ir a la cama. Algo que supuso ella estaba esperando que dijera: —Lamento no haber estado en el funeral de mamá.

3

Samuel, después de haber desayunado un glorioso café expreso con crema y tostadas con dulce de arándanos en compañía de su hermana, su cuñado, y su sobrino que se preparaba para la escuela, tomó un taxi hasta el centro de Santa Piedad. Había una tienda que deseaba visitar: El Gato Negro. Una librería de una decadencia superviviente, que se hacía su lugar entre una retacería a la que nunca había visto entrar un cliente y una franquicia de las panaderías Vikingo. Ignoró las novedades en el escaparate y entró para deambular en los sectores de su agrado. Encontraba libros llamativos y los ojeaba hasta por cinco minutos antes de ponerlos de regreso en su lugar. La dependienta era una mujer de baja estatura, cabello rojo hasta los hombros y numerosas arrugas en la cara.

En el sector de best-sellers imperaba la obra de Bernardo Bianco: El ángel de los templarios; El ballestero y el diablo; y Néfilim, gigantes en la tierra. Samuel los contempló con anhelo. Nadie en la isla tenía un ejemplar de estos libros, y después de lo de Marcos, ansiaba leerlos en una desesperada búsqueda de respuestas.

Se acercó a la caja registradora y acercó a la dependienta una pila de libros. Ella, con su sonrisa elegante, pasó los códigos de barra por el lector. Primero el de Paula Sibilia, El Hombre Postogánico, —una recomendación de Marvin—; Luego No Logo, el poder de las marcas, de Naomi Klein, un libro que no recordaba a quién habían prestado, pero al reencontrarlo no pudo evitar comprarlo nuevamente; y, por último, la trilogía de Bernardo Bianco. Supuso que el dinero que le había dado Edmundo para los gastos del viaje incluía algunos suvenires.

—Hace tiempo que no lo veía por acá.

Samuel se sorprendió de que la mujer lo recordara.

—Estuve fuera del país unos años.

—¡Que emocionante! Amo viajar, este año planeo conocer España, un sueño que he postergado mucho tiempo. ¿Y usted, de que huía?

—¿Disculpe? —Samuel frunció el ceño.

—¿De qué huyó?

—No comprendo a qué se refiere.

—¿No viajamos para huir? De los problemas, el estrés, la rutina.

<<De la muerte>>, pensó Sam. Las palabras quedaron atascadas en su garganta y se sintió fugazmente avergonzado. Como si de alguna forma la respuesta estuviese impresa en su frente.

—Yo no huí de nada.

Samuel tomó sus libros y salió de la tienda, llevó dos bolsas con el dibujo de un gato negro sublimado, la dirección de la tienda, su correo electrónico y redes sociales.

Se sentía mareado y las sienes le palpitaban. El hedor de los escapes, el bullicio del tráfico, la sobreestimulación visual, y los transeúntes paseándose hundidos en sus pantallas, le resultaba cada vez más atronador, más desagradable.

Una parte de él quería volver de inmediato a la isla, una sensación mucho más apremiante que la de los personajes de Lost. <<¡La isla nos está llamado, Jack!>>. Pero la otra parte, la que aullaba detrás de la máscara de la superación, quería quedarse hasta confirmar sus sospechas. Por él, y por los otros.

A unas cuadras, frente al Instituto Oncológico de Santa Piedad, entre una heladería y una tienda de indumentaria deportiva, había una cafetería de dos pisos llamada Tánatos. Allí, al rumor de un suave jazz, Samuel ojeó las páginas de los libros que había adquirido, bajo la luz ambarina socavada por lámparas de techo con rombos de vitro rojos y verdes. Esperaría allí hasta la hora de su cita. Extrañamente, no tenía mucho más que hacer, a pesar de años de vivir lejos de la ciudad. Se dio cuenta de esta forma, pensando en lo ocupado que solía estar siempre, como se les da importancia a tantas banalidades que en verdad no importan.

Quince minutos después de las once, llegó el doctor Cenci. Miró en rededor e identificó a Samuel cuando éste se puso de pie para recibirlo. Se saludaron cordialmente y tomaron asiento. La moza, rubia, con la mitad de la cabeza rapada, y los ojos delineados de azul, tomó su orden: un café doble, sin crema, y nada más.

El café llegó después de diez minutos. En esos minutos no habían hablado más que de la experiencia de Samuel en La Isla de Amadeo. Un buen tema de conversación, por supuesto. Todos curioseaban sobre su singular forma de vida. Aunque para Samuel, no tendría por qué ser tan extraordinario.

El doctor le daba el segundo sorbo al café cuando Samuel se decidió a sacar a relucir el tema en cuestión.

—Tengo muchas preguntas respecto a Francis. —Al decirlo, Samuel miró al doctor a los ojos.

—Bueno, no es profesional de mi parte hablar sobre las confidencialidades de mis pacientes.

—Lo sé. Sin embargo, acá está usted, tomando un café conmigo, a pesar de saber lo que preguntaría.

Cenci exhaló un suspiró y miró sobre sus hombros, como verificando que ningún colega oyera la conversación.

—Siento que cargo con una mochila que no me corresponde —dijo— y no se me está haciendo fácil dormir por las noches últimamente. No le hablé de esto ni a mi esposa.

—Puede confiar en mí, creo tener la posibilidad de esclarecer el asunto. Pero necesito su ayuda.

Samuel se sintió extraño el resto del día, en el almuerzo, la comida le pareció artificial, grasosa y de sabores sintéticos. No lo dijo, por supuesto, pero le sorprendió saber que sus sentidos se habían adaptado demasiado a la vida en la isla, y, de hecho, le reclamaban volver. Los sabores, los olores, los sonidos, el paisaje. Eran mundos opuestos. Emilia, Ronald, y Uli, siguieron con su rutina como si Samuel no estuviere allí. Y Samuel pasó la tarde ojeando los libros de Bernardo Bianco. Subrayaba frases que podrían significar algo, mientras oía tantas cosas a las que se había desacostumbrado: Emilia le exigió a Ronald que debían comprar un lavarropas nuevo, porque el que tenían, ya tenía tres años o más. No era una locura para ellos, discutieron formas de pagarlo, y ojearon revistas de catálogos de diferentes casas de electrodomésticos y las compararon con plataformas de venta online. Hablaron de marcas y de funciones, y al dar vueltas las páginas contemplaban otros productos: celulares, sillones, despenseros, muebles que no sabían que existían pero que al verlos les parecían útiles. Después discutieron sobre la cantidad de horas que Uli pasaba frente a la tablet y el televisor. Un tópico diario y sin respuestas, el niño seguía viendo de cinco a seis horas diarias de caricaturas y videos sobre juguetes.

A la tarde, después del trabajo, Ronald se sentó a ver el capítulo de una serie junto a Emilia. Le hablaron sobre la serie a Samuel, Mr. Robot, pero él no les prestó la menor atención. Estaba realmente ausente. No había ninguna parte de él, salvo la física, que estuviera allí. Se sentía cerca de la verdad y sin embargo, estaba tan lejos como de la isla.

Mientras ellos veían la serie y Ulises jugaba con el muñeco del Capitán América, Samuel permanecía ensimismado, con su mejilla sostenida sobre la palma de una mano. Pensaba en su infancia. Como cuando en el último año de primaria, Marcos, Benji, Francis y él, solían visitar una fábrica de cerámicos abandonada a seis cuadras de la casa de la familia Brahms. Una tarde de octubre, Marcos llevó el rifle de aire comprimido de su padre, sin su permiso, para practicar tiro al blanco. Había baldosas y fragmentos de baldosas, a los que dibujaban un blanco con lápiz labial rojo que Samuel había robado de su madre.

Marcos puso el diábolo de 4,5mm en la cámara de la carabina y les mostró a sus amigos cómo disparar. Estaba a cinco metros de distancia, de piernas abiertas, y con la culata apoyada en el hombro. Guiñaba un ojo para apuntar y aguantaba la respiración. Jaló el gatillo y el balín partió la baldosa que descansaba sobre un balde de pintura vacío. El sonido del disparo y el impacto reverberaron en el enorme depósito vacío, y las palomas revolotearon para alejarse del peligro.

—¡Buen tiro! —celebró Sam, eufórico.

Fue el turno de Francis. Asió la carabina y guiñó un ojo para ver por la boca del fusil. Marcos le empujó el rostro.

—Ten cuidado, imbécil. Siempre puede haber quedado algo en la recámara. Eso me enseñó mi papá. No querrás perder un ojo.

—¿Debo dispararle a una baldosa o puedo dispararle a una paloma? —preguntó Francis.

—A la baldosa, por favor —pidió Benji, mientras acomodaba el blanco.

Francis falló el primer tiro y pidió un intento más. Se lo concedieron, y acertó.

A Benji no le parecía divertido el juego. Se sentó sobre unos escombros, apartado de los demás, y se acarició la barriga.

—Tengo mucha hambre, me gruñe el estómago.

—Podemos cazar una paloma y cocinarla —rió Francis.

Marcos se percató de que Benji estaba un poco asustado con el rifle y se adelantó.

—Mejor veamos qué más hay en la fábrica, tengo curiosidad.

Los demás siguieron a Marcos, patearon botellas, sortearon preservativos usados en el camino, se cubrieron las narices ante el hedor a kilos de excremento de paloma y perros sin dueño, y rompieron algunos vidrios de las claraboyas con piedras y disparos. Samuel iba detrás, divertido. No pensaba en el futuro entonces, ninguno de ellos lo hacía.

Más allá de donde el sol pintaba las paredes de concreto, en el fondo de aquel extenso depósito, había una habitación, lo que anteriormente pudo haber sido una oficina. Las bisagras de la puerta estaban rotas. Los muchachos cruzaron miradas y decidieron entrar. Se cubrieron las narices con los cuellos de las remeras y se asomaron despacio, con cautela. Si alguno hubiese ido solo hasta aquel sitio, no tendrían el valor de entrar, pero juntos, se creían invencibles. Entraron al despacho, que estaba cubierto de vidrios rotos; botellas de cerveza vacías; un viejo colchón de goma espuma, humedecido y apestoso; y un gabinete, con papeles amarillentos y tiesos. Un gran descubrimiento para los niños. Las paredes estaban atiborradas de dibujos y frases en aerosol. El dibujo más grande, era el de un diablo de dientes punzantes, grandes cuernos, y un enorme falo que le llegaba hasta los tobillos. A su alrededor había un 666 y una estrella invertida de cinco puntas. Era el único dibujo diferente a los penes, las mujeres de grandes tetas, las frases sin sentido, y las firmas de algunos vándalos.

Marcos se paró frente al dibujo y le apuntó con el rifle.

—Mi mamá dice que el diablo no existe.

—Claro que sí existe —replicó Francis—. Su nombre es Satanás, era un ángel, pero luego se volvió malo y se rebeló contra Dios. Lo que él quiere es que la gente no crea en él, para poder tentarla. Dile a tu mamá que no debería confiarse.

—Ella sí cree en Dios, pero dice que el diablo no existe, y que no debo pensar en esas cosas.

—Hay muchos que creen haberlo visto —dijo Samuel, de forma imparcial, sin ponerse del lado de ninguno de sus amigos.

Benji se abrió paso.

—Por supuesto que sí, aunque puede tomar muchas formas. Quizá no lo reconoceríamos, como cuando tomó la forma de una serpiente. ¿Conocen esa historia? Incitó a Adán y Eva a que comiesen la manzana prohibida.

Francis chistó y blanqueó los ojos.

—No, no era una manzana, Benji.

—Claro que sí era una manzana.

—Era el fruto prohibido.

—¡Que era una manzana, lo vi en una película!

—¡Claro que no es una manzana!

Un ruido súbito e indescifrable resonó entre las enormes paredes del depósito, que de a poco se oscurecía bajo la puesta de sol.

—¿Oyeron eso? —preguntó Benji.

Los cuatro amigos se sujetaron de los hombros y abrieron grandes los ojos.

—Sí, lo oí muy bien. ¿Qué habrá sido? —preguntó Marcos, y con las manos trémulas procuró cargar la carabina y asomarse al exterior.

—Habrá sido el diablo —susurró Francis. Un poco en broma, un poco no. Y las mentes de los niños empezaron a maquinar y desorbitarse.

—Vámonos de acá, no deberíamos estar en este lugar.

En las penumbras vespertinas, la figura oscura de un hombre se paseó a la distancia y frenó de súbito, en dirección a los intrusos. Permaneció inerte, ominoso.

Durante unos segundos que parecieron haberse detenido en el tiempo, los cuatro amigos quedaron paralizados por el miedo. En sus mentes se dibujaron centenares de desenlaces posibles y ninguno de ellos terminaba bien. Esperaron, con las plantas de los pies pegados a las grietas del suelo. Las palabras se les atragantaron. Nadie dijo nada. Ni los niños, ni aquel espectro a la distancia.

La tensión los sofocaba. Benji creyó que desmayaría. Marcos pensó por un segundo en apuntarle con el rifle. Sin embargo, sus manos parecían más cerca de soltarlo antes que aferrarse a él. De todos modos, por lo que sabía, las criaturas del inframundo eran inmunes a las balas. Francis tuvo el valor de mirar a sus amigos de reojo. Una mirada alerta que esperaba consensuar un plan. Fuere cual fuere, debían actuar juntos. Sam dio un paso atrás y unos guijarros crujieron debajo de su talón derecho.

La silueta oscura dio un paso al frente de súbito.

Los niños gritaron y echaron a correr. Huyeron de la fábrica y corrieron por el alto pastizal que flanqueaba la estructura, sortearon escombros y alambrados, y aun después de haber salido del lugar, siguieron corriendo dos cuadras más, por si acaso.

Durante semanas dijeron a sus compañeros de la escuela haber visto al mismo diablo. Algunos les creyeron, otros se burlaron. Y con el tiempo dejaron la historia atrás. Con el tiempo se convencieron de que se trataría de algún sereno que comenzaba su turno y llegó en el momento oportuno. Nunca volvieron a entrar a la fábrica de cerámicos, y cada vez que pasaban por allí, un ligero escalofrío los embriagaba.

4

Samuel, recostado con los brazos cruzados bajo su cabeza y con los ojos fijos en el techo en penumbras, se preguntó si aquel mismo diablo de la fábrica de cerámicos fue el comienzo de su maldición. Después de haber hablado con el doctor Cenci, de haber visitado la casa de la familia Brahms, y de haber leído los libros de Bernardo Bianco, parecía todavía más lejos de la verdad.

Quizás, pensó, lo mejor sería volver a la isla, volver cuanto antes, para seguir huyendo. Huir del mundo, huir de un pasado doloroso, y huir de sus propias culpas.

Eso haría, probablemente. Pero no antes de visitar el último lugar en la lista. La última opción para intentar exhumar la verdad sobre los Cuatro Enemigos.

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