Pez (o los efectos del encierro)
Miguel H Villarreal Ortiz
Eres una especie de pez. Deseas sentir los remedos de arcilla cálida aglomerarse en la base de tu estómago mientras intentas algo aparentemente fútil: deambular sobre la tierra. La atmósfera lo permite, y tu terquedad lo condona. Pasas milenios arrastrándote, cual larva atarantada, intentando adentrarte cada vez más en aquel terreno inhóspito que tus primos acuáticos siempre desdeñaron. Para ti una eternidad, para el universo un parpadeo.
Click. Eres una especie de reptil, con cuatro patas labradas bajo el sol asfixiante de un eterno mediodía, ambicioso como ningún otro. Harto de convivir con el suelo, de compartirlo con insectos inconsecuentes, te plantas firmemente frente al árbol de la vida y expones una intención temeraria: “Te escalaré. Te convertiré en una mera herramienta, en la parafernalia de mi supremacía incipiente”.
Click. Eres una especie de mapache, cualquier recuerdo de tu acuática infancia rápidamente se desvanece ante los panorámicos obsequios vislumbrados desde las altas ramas. Observas con recelo a criaturas que han alcanzado el vuelo, pero una intuición preternatural te consuela: “Algún día volaré, más rápido y más lejos que ustedes” murmuras de manera categórica.
Click. Eres una especie de simio, dueño del suelo y de las ramas. Elaborados rituales te permiten coordinar un frente altamente funcional con tus familiares evolutivos, labrando un pensamiento jerárquico que te acompañará por el resto de tus días. Existen otros simios, con suficientes similitudes para requerir ser aniquilados, so pena de ver tu implacable ascenso coartado. Notas una roca que podría magnificar tus capacidades ofensivas: Cualquier batalla subsecuente ya ha sido ganada.
Click. Eres un humano, danzando entre el anclaje de tus carencias y el dinamismo de tus ambiciones. El planeta te quiere fuerte o te quiere fuera. Entre las plagas, pestes y diluvios, ordenas el caos con ritos y mitologías. Eres recolector, luego cazador, luego agricultor, luego señor feudal, luego Henry Ford…
Luego banquero en Wall Street. Click. El software de trading algorítmico en el primer monitor te informa que ahora eres dueño de la administradora de zoológicos más grande del mundo. Entre tus activos fijos notas que eres posesionario de peces, reptiles, mapaches, simios; y de una fuerza laboral de más de quince mil humanos. Tu mente lucha por confeccionar un aforismo que encapsule la conclusión de este hito milenario, pero no logras enfocarte entre tanto estímulo. Los restos de cocaína en tu tabique lo explican, así como también explican tu estado de ánimo al contemplar el éxito de tu más reciente posteo en redes: El segundo monitor arde con cada una de las doscientas cincuenta mil personas que Les Gusta la foto de tu té de matcha. Intuyes que debes celebrar, pero la serotonina no da para más y las cifras se difuminan entre los repositorios de Rivotril. Doscientos cincuenta mil likes, doscientos cincuenta millones de dólares al VIX del S&P 500…
Doscientos cincuenta días sin sus muslos suculentos junto a los tuyos. Asumes que fue amor, pero el esoterismo la alejó para siempre. Era imperativo estar en el momento, decía, mientras tu leías Dostoyevsky. Había que alinear los chakras, decía, mientras alineaba tu tarjeta de crédito en el cajero. No es bueno comer animales, decía, masticando suplementos de colágeno. Nunca quisiste conectar, decía el mensaje de texto en el cual decidió terminarlo todo. Los 12 tomos del Curso Introductorio para la Sanación Personal de Sunja Gipta fue lo único que se llevó. No sorprende que Sunja Group vaya arriba 12 PIPS en el NASDAQ, tampoco sorprende que ella te haya dejado. Lo que si te sorprende son las botellas de Stolichnaya que encontraste detrás de su cajón. Llevo quince años de sobriedad, decía. El hallazgo te lleva a reevaluar cada carcajada.
El tercer monitor te muestra a ti 4K, y caes en cuenta de que olvidaste apagar la cámara del dron que descansa a un lado tuyo. Entretienes la idea de guardarlo en el closet, pero a media sinapsis recuerdas que llevas meses sin salir, y concluyes que no estaría mal dar un paseo virtual por el mundo.
Das un instintivo ALT + TAB y comienzas a operar la interfaz del aparato. Manejar un dron nunca se olvida, ni con 10mg de Xanax. Es como andar en bicicleta. Basta un par de comandos para que el dron salga por la ventana y descienda los doscientos pisos de tu edificio a velocidad constante. Tras el descenso la imagen muestra la misma calle que vislumbraste hace algunos meses…
Muestra también a las mismas personas, sólo que con rostros distintos. Empleados húmedos de clase media baja, a medio terminar. Caminando sin motivación y sin ahorros. Expertos en las matemáticas de los abonos y los enganches. Añorando el sábado para ver a sus amigos y echarle la culpa al sistema. Pensando en la vida eterna, en la tierra prometida, opacos por dentro ante la intuición de que jamás llegará, de que ahí también les tomaron el pelo.
En la acera contraria el dron percibe otra aglomeración de personas: Las monjas del convento Benedictino. Ellas sí dan como absoluta la llegada de la vida eterna, y es que les queda poco pelo para ser tomado. Se percibe un andar angosto, auspiciado por pares de piernas que jamás conocieron un pito. Todas cortadas con la misma tela, bañada en cloroformo. La única que no embona es la monja de enmedio, su caminar denota docenas de pitos alojados. Su estrategia para mitigar la culpa ha sido bastante eficaz: Pensar en Jesús cuando hace el amor. El verbo hecho carne.
Presionas el teclado y el dron continúa su avance. No han pasado dos cuadras cuando en la imagen se aprecia una escena cada vez más prosaica: Una adolescente en sesión de fotos improvisada. El escenario du jour es un hidrante rojo, aparentemente ruborizado ante la escena. Las piernas de la joven modelo envuelven al hidrante, una implacable boa que anuncia su despertar sexual a miles de cuarentones que la siguen en redes. El fotógrafo en turno hábilmente esconde su erección.
Click. Ropa de primera, capturada con un celular de segunda mano. Boca que esconde dientes de tercera con una sonrisa de cuarta. Ya es la quinta sesión del día y aún no logran la alquimia suficiente para producir una foto merecedora. Ella culpa al fotógrafo y el culpa a la materia prima. Los adultos culpan a la juventud y a la tecnología. Nadie culpa a Dios por habernos hecho de esta manera, con una necesidad inamovible de hacer Click.
Presionas el teclado para ordenar al dron de regreso. Este vuelve cabizbajo, como si tuviera cognición de los horrores que acaba de presenciar. Su gran ojo rojo denota un tenue parpadeo, una reducción en la potencia de sus fotones. La imagen te parece más demoledora que el peor de los llantos, un paroxismo digital cargado de humanidad que te espanta.
El dron percibe tu temor, y de inmediato reproduce aquella canción de Tom Waits que siempre te calma. Te conoce bien. Quizá demasiado bien. Comienzas a cuestionar tu robustez, ¿Qué tan complejo puede ser un humano si es capaz de ser decodificado por un pedazo de metal? Te sientes cada vez más como un algoritmo, predecible y manipulable.
Atrapado entre las líneas de código que entretejen al cosmos, continúas con tu andar mecánico. El dron te retrata nadando bruscamente bajo la inercia de un universo pantanoso; como una especie de pez en 4k.
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