Ave negra

Ave negra

Agus a

01/09/2020

La mayoría de las veces no me encuentro. Fue el otro día cuando lavando la vajilla, entendí que mi reflejo en el agua desaparecería para siempre. Así no más, torciéndose en sí mismo, dejándome solo y con las manos mojadas. Hoy, temprano por la mañana, desperté junto con el canto molesto del tordo. Supe era uno de esos días cuando desperté abrumado, estaba el día nublado y tenía mi pelo pajoso. De esos días malos en los que verse en el espejo no es sino lo peor que le puede pasar a uno en la vida, de los que comienzan por el final; con despertares más pesados que dormirse, con los sueños más desopilantes y rastreros, los que hacen de sufrir un arte y de los días buenos poco llevaderos, tan poco llevaderos como quien dice no tener ganas de vivir.

Y es que el tordo no cantó por nada, no es sino por el álamo esquejado hacía mi ventana y por su rama desprendida, lo que hace posible al ruidoso canto del animal. O quizá así lo piense yo, en mi arte que yo llamo de «la discontinuidad» al que estoy acostumbrado desde que el día en que nací. Un arte que hace de esos días malos solo días, y nada más. Véase sino las alas del animal que bellas son y su cuerpo ennegrecido e imponente. Luego aplíquese el fundamento de la discontinuidad que conlleva en notar aquello que hace al ave diferente y en ello resaltar aquella diferencia que la refulge. En este caso y si no fuera por su canto irritante o por su esencia molesta, se le entendería al tordo como un ave bella y presentable; condiciones muy pulcras para aquel mísero animal, cuya única voluntad de ser es perpetrar miedo en los corazones de la gente. Sino escúchese lo que alguna vez le oí decir a mi hermana: “Si el día de mañana el ave canta mal, ese día yo ya no estaré”. Y así fue, como más allá del sosiego y de las ganas de morir, que su cuerpo sin vida yació enterrado por razones que nadie en mi familia ha sabido explicar. De ahí a la anécdota del día de su entierro, donde el sepulturero tras notarnos sumisos, nos preguntó qué había pasado con la chica. Le dijimos la verdad, que no sabíamos porque se había muerto, que era todo parte la vida y la misión que esta tenía para ella. Mi padre, un hombre muy directo, le habló al tipo y le hizo llegar el mensaje que todos pensábamos sin muchos desvaríos: “Cantó mal el pájaro”, le dijo y el tipo, que uno por regla lógica lo tomaba de imperturbable, reaccionó bastante raro, ya que solo permaneció quieto, desconcertado y en una esquina pensando: “Que familia de locos”. Y la verdad que tenía razón, era bastante loca de pensar esa situación: “¿Quién puede afirmar que canta bien un tordo?”, si el animal en sí mismo es un profanador de sueños y un asesino de hermanas ajenas. Pero así fue y esa tira me la adeuda el tiempo. A pesar de que bueno; yo le debo más al tiempo de lo que el tiempo me debe a mí. Pero es importante ese saber, el de que no hay que deberle al tiempo, porque ni un solo día de nuestras vidas nos pertenece a nosotros y ese es un hecho. Hay que tomarlo así, como si cada día nuestro fuera un papel más en un archivo que guarda algún señor de por ahí, que los colecta y ordena en plazos desde la página uno hasta la quién sabe cuál. Muchas hojas, montañas de carpetas y archivos cuya noción y sentido únicamente le otorgamos nosotros; porque de otra forma solo serían hojas en un libro como tal. Este señor, dizque trabajador independiente, junta todas estas carpetas en ficheros y cajones gigantes en una habitación inmaculada y espaciosa. Esta habitación, digamos majestuosa, ubiquémosla en algún lugar de por ahí, basamentada en aquellos suelos divinos del mundo trascendental; cuyo administrador es obviamente innecesario de mencionar. Ahora, con todo este conocimiento del orden de nuestras vidas en nuestras cabezas, imaginemos al primer loco que se nos cruce por la calle prendiendo fuego esta habitación nuestra, quemando cada uno de nuestros días más preciados por un acto suyo de locura incesante. Sería muy injusto, ¿no? eso es por lo cual nosotros compartimos esos días, no son solo recuerdos nuestros, son recuerdos de la vida que nosotros adueñamos. Ahí está la primera deuda nuestra al tiempo; de un recuerdo lindo nace un alquiler de caché. Porque nosotros somos los únicos responsables de escribir en ese libro nuestro que es la vida. La segunda deuda, en tanto parecida a la primera, es el espacio. Pensá que somos un vacío que ocupa entre tanto cuerpo que existe y que somos la esencia que escribimos entre cada vuelco burdo de pretensión; somos nosotros del caché, porque del caché nos hicimos, cual yunque que forja al hierro en su forma filosa o cual lienzo para artista y su cuota de inspiración. La tercera es el punto importante de este fundamento de la discontinuidad que tan orgullosamente me confiero; no hay peor saboteo al tiempo que los días que quemamos por nuestra cuenta, porque de la voluntad nuestra nace esta deuda que no podemos pagar. ¿Porque es esto, porque no podemos pagarla?, porque como bien dije antes somos los únicos responsables de la cadena de la continuidad y sin nosotros el ciclo se rompe. Pero por más perfecto que suene este concepto tan intangible y delirante que planteo, es muy fácil de corromper. No es complicado engañar al tiempo, eso es algo que hacemos todos los días sin problemas, lo complicado es salirse con la suya. Porque tarde o temprano nos lo devuelve, volviéndonos obsoletos; nos persuade para hacernos retractar. Es como cual rasguñar las hojas de un primer capítulo, del que nos saltamos y luego queremos volver a leer tras que lo destruimos; para comprender el porqué de las paginas siguientes. Y es que, son aquellas hojas rasguñadas de un libro las que no significan nada para el tiempo más que capítulos andrajosos del ayer. Si hablamos de libros andrajosos podemos también hablar del tordo y de sus alas andrajosas, de cómo mira con soslayo desde aquella ventana del segundo piso hacia mi cuarto, esclareciendo su punto: “De que yo soy el siguiente”. Admito el hecho de que no solo estoy en deuda con el tiempo, sino también con toda la especie de tordos en cuestión; como quien dice al pirómano profanador de recuerdos que use de ejemplo para explicar mi punto, como la imagen de un ave negra y rapaz. Y es que aquellas tardes que pasábamos cazando con mi abuelo en Rio bueno, no eran más que excusas para desafiar al presagio y a las bandadas de asesinos errantes que volaban por sobre la granja. Un capítulo de mi vida que desearía rasguñar, pero que no puedo, porque es tan necesario como el génesis para la biblia. Dirán algunos: “¿Por qué si has aniquilado hordas y hordas de estos asesinos alados, aun insisten en perseguirte allí por tus mañanas?”. Mi abuelo, que había contendido al pájaro desde que tenía uso de razón, solía endilgarse esta pregunta. Y yo fiel compañero suyo, siempre lo seguía en sus locuras; “Abuelo caminemos y explícame la vida”, Recuerdo una vez le dije mientras ahondábamos juntos por sobre los pastizales de trigo. Y la respuesta que me dio a esa pregunta linda que le hice algunos segundos después (seguramente acerca del porqué de la masacre de las aves a montones) no es ni mucho menos por aquello que lo recuerdo con tanta frecuencia: “La muerte es como la horqueta para el fardo, a un simple uso de tirarlo todo abajo”. Y aunque nunca hube de comprender la frase de ese viejo hombre, si pude presenciar como su cuerpo se desprendía de sí mismo en aquella furia que se reprimía en su interior, toda la que canalizaba a la cacería de esta especie tan característica como es la del tordo. Hasta el día de su muerte, cuando sufrió una embolia y lo encontramos tirado en el fango, junto al vallado de la granja. El tipo había estado toda la noche matando a esas aves negras y había sucumbido tras experimentar tanta cantidad de estrés que su cuerpo viejo no pudo contener hasta desplomarse. Lo encontré yo, por la mañana, junto a su rifle tallado; del que no se desprendía ni para comer. El que solía pulir todos los días en el zaguán, sentado en su mecedora, mientras silbaba una melodía. Una melodía que me daba escalofríos. Que, si la escucho, la imagen de un ave cayendo en pleno vuelo viene a mi mente; aves desplumadas, miles de aves desplumadas que mueren una por una, como página tras página de un libro rasguñado. Esa melodía que recuerdo me sacude la cabeza, más que nada en aquellos días negros míos que tanto sufro en mi cotidianidad. Y es justamente hoy uno de esos días malos en los que el ave negra canta y en los que también caen las plumas largas suyas que entristecen la línea de mi continuidad. Mi sarcófago es del animal, el único responsable de mi deuda con la muerte, de la muerte de mi abuelo y de la muerte de mi hermana. Mi tumba y mis secreciones son suyas, cuando canta el tordo ya no soy responsable, cuando canta el tordo ya no existe la discontinuidad y todo cual deseo de la alquimia se convierte en oro, un oro pulido que yo no puedo tocar. No es vital interponerme con su causa, porque ni con el consuelo de evitarlo al tordo he sabido sobrellevarme; tuve que matarlo y con matarlo no he conseguido nada. Me decido entonces como un cobarde a entregarme de una vez por todas, como no pudo hacer mi abuelo en su tiempo; como yo hubiera querido que terminaran las cosas. Entonces lidié con la idea de distenderme, de ceder en colear y en descontruir las cosas por como son. Por un momento me des-enceguecí de mi vista plana. Noté que el viejo álamo, otrora víctima del invierno, recuperaba con la primavera ese tono verdoso que tanto le correspondía. Ahora que lo veía de cerca existía un indicio suyo de descanso, las hojas gastadas ya casi terminaban por desaparecer, una por una; cual víctimas de un ciclo. Era de no creer, pues en ese momento me percate de una cosa importante, que no era sino por el paso del tiempo que morían esas hojas rojas, que las garras del tordo negro no tenían nada que ver porque también eran deudores del tiempo. Entonces, era como admitir estar matándome a mí mismo, como rasguñar hojas de un libro que no han sido escritas aún. Que somos como hojas para el viento, como miles de aves negras muertas aleteando por los aires. Rehenes de algo más grande, sometidos por el aire y por su brisa gentil que nos recorre con su tramo. Reconociendo esto, ahora con el silencio cuan presagio falso, me escuché por un segundo; cesando así el silbido del abuelo en mi cabeza. Mi reflejo en el agua volvía a ser nítido y en mis oídos la bella melodía del tordo cantando desde el árbol; y dios que era bella, solo que nunca me había detenido a escucharla.

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