Caminé inevitablemente hacia el árbol. Un árbol sombrío, escaso de vida, sin
una gota de color. Solo tenia cuervos en lugar de hojas, sobre ésas ramas secas. Ese
árbol me llamaba, aunque exánime estaba, el gritaba mi nombre.
Los animales funerarios, chillaron y volaron sobre mi. Había un punto rojo
sobre la copa del proveedor de las figuras ennegrecidas. Algo que llamo mi atención.
Me sentí como Eva buscando lo prohibido. Algo hermoso nacía en esa parte del
árbol. ¡Un fruto!, ¡Una flor!, no.. un ave. Ella era tan extraordinaria, sobre tan triste
imagen. Como oro en medio del lodo. Algo hermoso, sin explicación alguna.
Me sentí encontrado. El árbol no me llamaba, después de todo, ¿que objeto tan
inanimado y siniestro podía atraer de esa forma?.
El animal rojo descendió. Reconocí cara a cara a un bello ser creado por algo
impresionante. No cualquier ser, era como un ángel, pintando con las acuarelas mas
delicadas, carmesí. Ese era su color, con unos toques amarillos como el sol.
“Lo mas sublime que he visto”, musité entre balbuceos y lagrimas.
El ave me recordaba esas noches de verano, cálidas como el abrazo de mi
amada. Su plumaje era como el cabello de ella. Rojo como las llamas de una fogata que
calienta el frio bosque en invierno.
Sus pequeñas partes amarillas eran del color de mi gato. Ese fiel amigo que
acompañó mis lamentos.
Tiempo que ha pasado… desde que ha caído el calor del encuentro, desde la
confinamiento.
Ese árbol, esos cuervos y esa bella ave.
Desde ese día, no veo el cielo del mismo color.
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