Los Condenados

Estaba corriendo, huía sin cesar, sus pupilas estaban dilatadas y las calles lo acorralaban entre soledad y tensión. Era un niño que corría en harapos, su boca hambrienta, una mirada aterrada, un cuerpo escuálido que despertaba lástima y suplicaba compasión… No hacía mucho que se había drogado por falta de afecto, o como el resto creía, por falta de alimento y por falta de valor. Esa noche, el hambre le otorgó valentía para robarle un plato de comida a un hombre, que al darse cuenta, lo persiguió. Sintió el miedo recorrer sus venas cuando escuchó unos disparos al aire; exigía piedad a Dios. Esa mañana había intentado conseguir trabajo para pagar la cena, pero nadie quería yardero, ni cuidador, ni mandadero… Él tenía que alimentar a su hermanito. La lluvia, que sintió lástima al ver esto, sirvió de camuflaje para sus lágrimas. 


Estaba mal, estaba solo, sabía que había llegado su hora, pero no sabía porqué a él. Resulta que a quien le hurtó la comida esa noche, un hombre conocido como «El camotillo», era el peligroso cabecilla de una mara. En el instante en el que se dio cuenta del pillo, a pesar de su ebriedad, el hombre decidió cazar al niño. Desgarradores impactos de balas resonaron contra el asfalto, el pequeño casi volaba del susto, bajando por las calles de la avenida y esquivando persona que viniera, minutos después volteó a ver las luces parpadeantes de dónde provenía una música que no había oído nunca… Era un lugar que se abrigaba de la noche y el pecado, una casa verde pálido de un solo piso, convertida en burdel de mala muerte en una esquina olvidada, pero a fin de cuentas, una esquina que jamás olvidaría él. 


Y pensaba en la puerta que desde el fondo lo aguardaba… Y pensaba en el hombre que lo perseguía, pensaba en su hermano que lo esperaba… Pensaba en la muerte y en la vida.

Su corazón se aceleraba, mareándolo un poco y dándole nauseas. Logró apresurar sus zancadas hasta llegar al burdel, donde la música estremeció sus orejas mientras sus nervios se descontrolaban. Luces de todos colores, olores petrificantes y mujeres en ropa interior le asfixiaban, tratando de distraerlo del peligro más grande, solo lograron alarmarle más… El pequeño, bañado en sudor, corrió hacia lo que confundió con un baño (al fondo y a la derecha), pero terminó con la sorpresa de un cuarto alumbrado levemente con una luz de candela, mucho más tenue y solitario que la de la luna llena que le vigilaba o la de las calles que le abrigaron. Una cama al fondo y una mujer en ella, mostraba su dorso mas no su rostro. Estaba postrada en silencio, perdida en el vacío de una pared que le ataba sin cuerdas a un infierno sin llamas. Había algo en ese cuarto, un aire de tristeza mezclado con el olor a tabaco y alcohol que venían del resto… 


Él da un paso y luego tres… Después lenta y dudosamente da otros cuatro, hasta verse de frente con la figura de aquélla mujer de misterio, cuya curva desnuda contaba historias de abuso y congoja, marcados entre sábanas ensangrentadas. Y contempló en aquél lienzo femenino, probablemente el único que había tenido así de cerca desde la muerte de su madre, una piel desgastada por injusticias, con la carne hecha miedo y el miedo una morada. Era una pobre prostituta desmayada en la cama, pero más que eso, el niñato se vio reflejado en ella… No necesitaba ver sus ojos para entender su tristeza. La infortuna de los suyos…. Primero dudó en acercarse, pero sucumbiendo ante la curiosidad, fue siguiendo el perfume de aquélla, tal vez ya muerta… Recordó que podrían ser dos cadáveres en una habitación si no salía pronto de ahí… Tomó la sábana y cubrió la figura, respetando a la dama como si fuera su madre o su propio cuerpo. La duda lo mataba más que el miedo mismo, tras un profundo suspiro, de los hombros rozó ligeramente sus yemas para acostarla sobre la almohada. Supo por lo rígido y la falta de pulso, que ahora se sumaba una muerte más en su vida, y brindándole más condolencia que pena, envidió a la joven que ahora estaba en un lugar más seguro. 


¡Escuchó un tiro que vino desde lejos! Luego dos, tres y cinco. ¡Hay gritos! Le han disparado a las luces también. El chiquillo corre aterrado hasta la puerta, la cierra y tembloroso se recuesta en la cama, compartiendo la sábana ensangrentada con la difunta a la que pronto alcanzaría. 


Un silencio matador inundó la escena… 


● Una cuna… – Susurró entre gemidos que se ahogaron en su garganta… – Lo único que necesitaba para el enano José, era una cuna… – El niño se persignó mientras las lágrimas lo cegaban y el frio del cuerpo sin vida se traspasó al suyo. – Ahora mi hermanito morirá solo, como yo, pero él no se lo merece, no, señor… 

Se tapó su carita y el mundo se detuvo, le rezaba su última plegaria a Dios. 


● Amá me dijo que lo cuidara, ¿y yo qué hago aquí?… Soy rápido, pude esconderme mejor o saltado al patio de una casa. ¡Por pendejo! – Sus manitos cubrieron su rostro pálido y se acurrucó junto al cadáver, con el que secaba sus lágrimas. Los escalofríos le invadían, podía escuchar las puertas de los demás cuartos retumbar de una patada, unos cuantos gritos de pánico resonaban en el fondo para después ser callados, por siempre, tras el ruido mortal de una bala.   

La tensión aumentaba y… 


● Diosito – Oró- José solo tiene 3 meses de vida, yo soy su única familia, no me dejes morir… Diosito…

– Entrecortado entre sollozos – Por favor… No seas así… – Suplicó. 


De pronto, la memoria de su madre recobró vida y en un instante lo trasladó a aquéllos días donde no tenían lo suficiente, pero sí lo necesario. Una lágrima más se resbalaba por su mejía, podía sentir el beso de la muerte en su frente, recordándole que su amá lo esperaba… También su hermanito pasó por su mente, aquél recién nacido de tres meses, cuya vida requirió de la partida de la mujer que más amaba… Juntó ambas manos con la intención de cubrirse el rostro y detener los gritos.

● Te prometo que no volveré a robar ni lempiras ni comida ni nada, te prometo darle a mi hermanito todo en la vida hasta que se haga hombre y ya no tenga que cuidarlo; te prometo ser buen hermano, ser como vos mamita, te prometo rezar todos los días. Pero no puedo dejarlo, no puedo morir… Yo solo… Solamente quería que fuéramos felices como cuando tú estabas. – Mientras rezaba, sintió una punzada en su pecho al visualizarse en la iglesia, aferrado de la mano maternal que le acompañaba. Se vio a si mismo, recordó como gustaba analizar al resto y preguntarse cómo serían sus vidas, qué pecados tendrían, cuáles jamás confesarían… – Como ellos… Que caminan por la calle acompañados, entran a la iglesia sin miedo y no sienten el dolor en su panza… Comen lo que quieren y disfrutan cuando pueden, a ellos los abraza su mamá y tienen un techo que los protege…Yo quería darle a José lo que me diste vos, darle lo que me falta desde que te fuiste mamita… Le pido a Diosito y a la virgen que no sufra, por favor… Que hoy llore tan fuerte hasta que alguien lo encuentre y no vuelva a llorar nunca. Que no sienta miedo ni hambre… 

El niño comenzaba a desfallecer en la temblorosa cama, su piel ya entonaba con la de la prostituta. Pudo escuchar como alguien trataba de derribar la puerta que estaba con llave. 


● Me llegó la hora, aquí pago mis pecados, niño Jesús. – Comenzó a implorar perdón por todas las cosas que había hecho mal y las que ya no podría remediar. Su madre solía decir «quien nada debe, nada teme» y eso le angustiaba más… Su corazón acelerado le impedía respirar, entonces abrazó aquél cadáver, pretendiendo que fuera el de su madre, para no sentirse solo. 

Ni él ni su hermano tenían la culpa de haber nacido en un mundo tan roto; ni su madre había tomado la decisión de partir. Un chiquillo solo en una ciudad tan grande… Era el rostro de los inocentes cuya piel el sol debe arropar y no curtir. Era la prueba de la carencia, carencia de amor u otro gesto, en una sociedad perdida en tentaciones. Se dio cuenta, el niño, que la gente gasta más de lo que gana y sienten menos de lo que deben. Que si el mundo es injusto, el resto lo secunda. Dejaba a su hermanito en un infierno, donde ya no hay piedad por nadie, sin importar la edad o penuria. Estaban condenados a la calle… Y nunca más ni nunca menos, se les vería distinto. 

● Cuídamelo. – Suplicó por una última vez tras el estruendo que hizo la puerta al chocar contra la pared. – Y por favor… Que sus ojos inocentes sepan ver otra realidad siempre, muy distinta a la de los que viven más del lado de la muerte, esos que ya no ven ni sienten… Que han perdido la fe antes que la vida. Apártalo, de los que no saben valorar el amor, ni el abrazo de su mamita o la protección de su hermano mayor. Que podamos cuidarlo siempre, desde el cielo, para que no sufra como yo. 


Lo último que escuchó fueron unos pasos. La sábana se abrió a un costado, de un solo jalón. El niño cerró sus ojos aún más fuerte, con lo que gritó: ¡Allá voy, mamita! 

La luz se apagó…



Por: Tezla Abastida

14/03/2018

Registrado en Safecreative


URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS