Hay desechos inintencionados que duelen, de sobra el hombre sabe que todo cuanto pasa por sus manos está condenado a perecer. Alguien cuya identidad aún no es necesaria, se encontraba meciendo un tabaco encendido entre sus labios. Las cenizas ligeramente rojas caían en vaivenes al café de su taza, dando golpeteos violentos con el aroma amargo impregnado por el ambiente, el calor de la oficina y el impertinente olor a limpiador de pisos. Con movimientos bruscos, apagó el tabaco, golpeándose las extremidades al salir, luego que un estridente eco saliente del micrófono lo solicitara en Rectorado. Las cenizas terminaban de formar islas a un costado de la taza, dejando al descubierto pequeñas hondas casi imperceptibles en el café. No sé si fue la soledad o la misma muerte que unió cada partícula formando unas delgadas raíces negras, al principio. Crecieron hasta dejar su rastro en todo el trecho que separaba la superficie del escritorio y la alfombra. De la profundidad de la taza, surgió un tallo algo grueso, pero a la vez flexible, con un capullo cerrado a manera de oruga metamórfica. Poco a poco cada uno de sus pétalos comenzó a desprenderse, sin lograr madurar en una rosa blanca. La oscuridad aguardaba en silencio, a espera de que saliera una mariposa. Nada, un buen rato no ocurrió nada. Flotando sobre el café, ya frío, aguardaba el tallo completamente seco con el cáliz desnudo y los estambres colgando, cada uno de ellos formó una especie de cabellera, al principio dorada, luego negra. El tronco parecía diluirse en el café, creando una silueta amorfa de mujer.

Recorro de un lado al otro el párpado con la pupila, dejando una imagen perturbadora a quienes podrían estar observando sobre mí. Siento pequeñas oscilaciones húmedas moverse a través de mis piernas. El cabello crece fuera de la taza a manera de bolsa de té. No logro percibir otro olor que no sea el de café cargado y tabaco. Sé un par de cosas por ser para los hombres. Sé sobre la muerte… Abro lentamente los ojos preparándome para recibir sobre mis corneas una luz casi cegadora, ninguna, ninguna luz, solo un completo espacio encerrado por la oscuridad. Espero con la esperanza de que alguien abra la puerta y termine de tragarme con su café. Nadie llegó. Muevo de la mala gana la pierna derecha fuera de la taza, pequeñas gotas y un sonido a chapoteo la despiden. Mi pierna se alarga sin aumentar el grosor hasta la superficie de la alfombra, cualquiera diría que es un trozo de hilo blanco. Luego el brazo, la otra pierna, el otro brazo y la cabeza. Dejé que mi primera composición en hilos se tendiera sobre la alfombra, mi cuerpo siente un tibio esplendor por pertenecer a un primer sitio. Poco a poco en dolores exagerados mis extremidades comienzan a ensancharse y un único sonido interrumpe el silencio que hasta el momento había sido mi cuna. Palpitantes repeticiones a manera de golpeteo sobre mi pecho, luego cortadas improvisadas en pequeños gritos del aire. Parece ser que causó dolor a todo lo que está a mí alrededor. Me pongo de pie sintiendo fatiga al mirar los muebles y paredes con sus ojos juzgantes a mí alrededor. Aturdida por el miedo me arrojo sobre una silla, que muerde suavemente mis muslos desnudos. Ese es mi primer pecado en una tierra que es completamente ajena a mí, la oscuridad cubre mi desnudez en primera instancia, pero qué cuando enciendan la luz. Arranco las raíces que parecen estar encarnadas en la taza, por extraño que resulte tan solo sentir sus cuerpos ásperos sobre mis palmas, me adolecen el pecho en cortadas profundas cubiertas por sal. Igual envuelvo por completo mi cuerpo, tejiendo una especie de vestido negro, que adquiere un tono de azul oscuro por el frío que traspiran las paredes. Ignoro cada uno de los filamentos que parecen lastimar la piel cada que respiro. Supongo que es momento de salir… Tampoco soy bienvenida aquí. Vuelvo a ponerme de pie. Siento el aire cayendo en densidades absurdas sobre la nariz, se vuelve complicado de digerir para los pulmones. A mí alrededor me encierra una jaula que parece de cristal. Doy pasos débiles a la puerta, sujeto la manija haciendo un movimiento semicircular. Se abre por completo, la jaula se abre, dejando entrar al interior de la oficina un claro de luz pálida. Sigo avanzando fuera, primero mis pies son devorados por un tono pálido, luego el resto de mi cuerpo, menos el cabello que sigue largo y negro. -Buenos días señorita. ¿Qué necesita?-, dice una mujer pequeña, de piel morena, con el cabello corto, de unos sesenta años. La observo de arriba abajo, pero mis ojos inquietos se detienen en los suyos. Es una extraña mirada de consuelo, no la entiendo. Continúa con sus ojos algo vidriosos esperando mi respuesta. -¿Está perdida?-, repite sin dejar de mirarme. No lo estaba. La última interrogante me perfora la frente por dentro, liberando un estruendoso eco que se mueve a través de la garganta. Una vez más el miedo se apodera de mi conciencia, empujando la quijada al suelo. Hago como si no la escuchara y salgo corriendo, por la puerta principal, descalza. El frío y áspero cemento de un camino principal bordeado por césped seco, casi marrón delimita mis pasos a lo que parece una cancha de baloncesto. Nadie, no hay nadie. Sigo andando con los pies calados en frío, ya medio adormecidos, incapaces de sentir el dolor de las piedritas lastimando los talones. Abruptamente un espesor más cálido me perfora delicadamente la piel. El ambiente se inunda en fragmentos pesados a café y tabaco. El único sonido que irrumpe son unas fuertes exhalaciones. No lo miro, pero siento la densidad de sus pupilas arrancarme el vestido. Toca con las manos temblorosas mis hombros desnudos, impertinentemente cerca del pecho. Deja un pequeño rastro húmedo por la sudoración alrededor de mi cuello. Imagino verlo, su mirada me disuelve en la inmensidad de la mañana, caigo al ardor doloroso de un fuego que me carcome. Soy parte suya y sin embargo, me destroza con esa absoluta soledad. Continúa acariciando mi rostro. Ignorando el suspiro entrecortado ahogándose en mi garganta, hago un movimiento brusco, soltándome.La respiración se acelera y los labios se secan. En acción involuntaria, corro, saliendo del sendero áspero de cemento. Voy a través de los pastos, que pican las plantas de mis pies como el filo de agujas sin punta. No puedo ver a donde me dirijo, pero pierdo de vista las aulas. Estoy en un terreno con la maleza alta, un exasperante olor a azufre y limón me persigue, debo seguir ardiendo. Hay una casa pequeña, algo vieja, con las paredes hinchadas por la humedad absorbida en la pintura blanca. Del techo cuelgan pequeños fragmentos de musgo verde, amarillo y marrón. Parece que la lluvia ha distorsionado el rótulo de la entrada, que con esfuerzo parece decir ‘Bodega’. No hay ventanas, recuerdo sus manos, la soledad vuelve a resonar sobre mi cuerpo. Empujo con fuerza, casi desesperada la puerta de madera, cuyos astillosos sobrantes me agujeran sinfónicamente las palmas. Duele, es la primera vez que veo correr sangre mía. Finalmente la puerta se abre de par en par, deslumbrando ante mis ojos una oscuridad segadora, amenazando con destruir la silueta de mi carne, me gusta. Entro dejando atrás el sonido exagerado de la madera crujiendo. Mis simples pasos hacen chillar las tablas a desnivel, despertando el canto fúnebre de unas palomas que estaban enjauladas. Me acerco haciendo pequeñas oscilaciones como si de una danza se tratara a los barrotes de dónde sacan sus picos y cabezas. Tomo una entre mis brazos, despertando la fatiga de las otras que aceleran el canto. -¿Por qué estás en una jaula?, ¿quién te ha hecho esto?, fue él, ¿verdad? No te preocupes palomita, te voy a matar-, digo sujetando aún más fuerte su tibio cuerpo. Pasan rápidamente por mi mente la mujer que limpia los pisos y papá… -Palomita, tampoco te quiere, somos de las muchas flores de los muertos. Podría arrancarte las alas, así ninguna de las dos iría a ningún lado-.Sujeto con el brazo su cuerpo, escuchando las palpitaciones de su corazón, en el ambiente resuena una popular pieza de Wagner, como recuerdo de papá. Con las manos aplasto su cabeza, sintiendo el movimiento de sus párpados en las palmas, incremento la fuerza. El volumen de la música también aumenta, dando fuertes choques con el canto de las demás aves. Todas en coro, todas, pareciera que se despiden unas de las otras, son cinco en total con la que tengo. Aprieto más su cabeza, sintiendo en las costillas el leve pataleo en su último intento por vivir. Un crujido descompone la música del ambiente, terminando con sus absurdos movimientos, la acomodo fuera de la jaula, disponiéndome a repetir el proceso con las demás. Saco a la segunda paloma de su jaula, tarareándole un cantico infantil para que conservara la calma. Acaricio lentamente su cabeza antes de…

El hombre del café, papá, era un maestro, no diré su nombre o la asignatura que impartía, eran cosas que podían pasarle a cualquiera. Pudo ser que la estaba siguiendo, llegó desintegrando abruptamente la oscuridad. Sus solos pasos firmes, propagándose en el crujir de las tablas bastaron para que la muchacha, devolviera la paloma a su jaula. Se quedó completamente inmóvil a un lado, mientras él la arrinconaba a la pared desmoronándose en cal. Su aliento tibio evocaba en suspiros leves de ímpetu. –Papá-, pronunció ella, distorsionando el incómodo escenario que se había formado. Levantó la vista del suelo encontrándose con la mirada del hombre que se había vuelto jaula. Él, poco a poco se apartó, con el exasperante eco dentro de su cabeza repitiéndole, papá. Papá, papá, papá; enloquecía. Se arrojó al suelo, sujetando la cabeza con las manos. Las palomas aguardaban en silencio, dirigiendo la vista directamente a sus ojos. Ella también lo hizo, se arrodilló mostrándole un espejo jamás antes reflejado. Se vieron, el uno en el otro, sus caras, sus cuerpos. Finalmente papá, se reincorporó sintiéndola más parte suya, finalmente amándola. Entonces supo que el respeto era la manera más sincera para amar.

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