Vuelvo de la Iglesia lo más rápido que puedo. Mamá me había dicho que no me entretuviera. Que no mirase demasiado. Y que nunca, bajo ningún concepto, me quitase el pañuelo de la boca. Que tan solo dejara las flores junto la estatua de Sant Agostino y rezara de rodillas. Y que solo estuviera el tiempo que hiciera falta. A mi lado estaban rezando muchos otros vecinos. La panadera me miró con lástima y parpadeó. Creo que ella también ha perdido a su marido, y ahora reza por Giulietta, su hija enferma, con la que jugaba a la pelota de pequeña. Espero de corazón que se recupere. Rezaré también por ella.

La calle está vacía y solitaria. Echo de menos el ruido. A los niños gritando por la calle. También el puesto del señor Amadeo que olía a fruta recién arrancada del árbol, y que siempre me regalaba una manzana los domingos. También el aire fresco, que ahora parece comprimido y pesado. Pero sobre todo, la gente. Ahora sale poca gente de sus casas, y los que salen, nunca sonríen.

En casa todo está en silencio, uno triste y pesado que se acumula en los rincones. Las goteras ya están formando pequeños laguitos en el suelo y el moho se acumula. Huele a fruta pasada. El Padre Basilio explicó que debíamos tener la casa limpia para que no vengan las ratas, así que cojo un paño e intento secar el suelo. Las gotas siguen cayendo.

—¿Hija?

Me levanto del suelo, dejando allí el paño, y corro a la habitación de madre. Ha empeorado en las últimas semanas. Solo está consciente algunas horas del día; durante las otras, se queja de sus dolores y delira. Habla con padre, aunque él murió hace más de tres años. Me pregunto si él la responde desde algún lugar que yo no puedo ver. Me gustaría hablar con él, aunque fuera un minuto, y preguntarle dónde está y si es bonito. Y si duele.

—Madre, ¿necesita algo?—Le pregunto, acercándome a la mesa y agarrando la jarra de cerámica.

Ella alarga el brazo y yo me situó junto a su cama. Le pongo en la mano el vasito en el que he volcado agua y se lo acerco a la boca. Tiene los labios secos, las mejillas tan hundidas que parece un cadáver y en su piel pálida resaltan bultos que se van ennegreciendo poco a poco. Mientras le ahueco la almohada, me doy cuenta de que está cada vez más débil. Me pregunto cuando tardará en pasarme lo mismo.

Llaman a la puerta dos veces y mi corazón da un vuelco. Mi madre ni siquiera se mueve. Corro hacia la puerta, con la esperanza de que las noticias que he estado escuchando desde hacía unos días sean ciertas. “Han llegado los médicos al pueblo”. Me piso las faldas del vestido y se me moja con el agua de las goteras, pero trato de parecer tranquila mientras abro la puerta.

—¿E—es el médico?—Mi voz sale en un hilo.

Aquel… ¿hombre? asiente lentamente. Su apariencia parece sacada de aquellos cuentos que padre me contaba de pequeña para que me durmiera antes de que el sol cayera. Lleva una túnica negra y gruesa que le cubre cada centímetro de piel, un sombrero y una máscara escalofriante que imita al pico de un pájaro. Sus ojos son cristales opacos, fríos y sin vida. Me da un escalofrío al verle.

—Por aquí.

Le dejo pasar y le guío a la habitación de mi madre. El médico avanza apoyándose en un bastón largo y curvo.

—¿Y tú?—Dice él. Su voz está amortiguada por la enorme máscara y parece hablarme desde el fondo de una cueva.

Yo sacudo la cabeza y le enseño la mejor sonrisa que tengo en el momento, aunque me faltan dos dientes: un colmillo y una muela.

—Yo estoy bien.

El médico camina despacio, aunque no se para ni un momento. Le veo acercarse a mi madre todo lo que su máscara le permite y examinarla con cautela. De su maletín saca unos extraños bultos que se remueven inquietos y luego, los coloca con cuidado sobre las bubas de madre. Cuando los retira tras varios minutos, están llenos de sangre, y su cuerpo también. Madre se queja y se mueve en sueños.

Luego, el médico se dedica a sacar sangre del brazo a madre a través de aquellos bultos, y la deposita en un cuenco vacío y sucio.

No digo nada hasta que el médico cierra su maletín. Se vuelve hacia la puerta, donde estoy yo esperándole.

—¿Vivirá?—Le pregunto con ojos llorosos.

Ha dejado de darme miedo. Al fin y al cabo, es el único que se ha ofrecido a ayudar. Debe ser un hombre bueno. O al menos, un hombre sin miedo, que en estos tiempos hay pocos.

El médico apoya el bastón en un mueble y se acerca a mí. Con su mano enguantada en cuero me toca el pelo y lo remueve. Luego agarra de nuevo el bastón y se marcha, renqueando.

Me limpio la mancha de sangre que me ha dejado en la mejilla con casi indiferencia. No puedo dejar de mirarle. Cuando cierra la puerta de casa, parece que he despertado de un sueño, y parpadeo varias veces para asegurar de que estoy despierta.

Aunque se dice que los médicos de la peste negra no hablan, no sienten y no tocan a nadie, a mí me tocó, me habló, y creo que hasta le hice sentir. Quizá realizara aquel acto de cariño porque mi madre ya estaba curada y no corría ningún peligro. O quizá por todo lo contrario; puede que el mundo ya estuviera condenado, y le diera igual hundirse con él.

Apoyada sobre el alfeizar, le observo por la ventana entrar a otra casa, marcada con una cruz blanca como la mía. Parecía un pájaro. Un cuervo, de los que traen mal agüero allá donde vuelen en círculos. Cuando se fue, esperé a ver si se convertía en una blanca paloma. Y nos salvaba a todos.

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