—¿Desde cuándo pasas consulta en casa de un paciente?

Sabes que no lo hago. Pero creo que en un entorno familiar se sentirá más cómodo.

—Alicia, dime que no sientes nada por ese hombre.

—Yo no soy como tú, Gabriel.

—Veo que ese error me perseguirá hasta mi muerte.

—Es posible. Debo dejarte. Tengo que preparar la sesión.

—Ese hombre esconde algo.

—Eso espero, Gabriel. Si no, no tendríamos trabajo.

—No me refiero a eso. Te ciegan sus buenas maneras. Es un lobo con piel de cordero. ¿Por qué, alguien como él que podría haber elegido cualquier ciudad del mundo, acaba en un pueblo perdido de Vigo?

—Es lógico que un hombre como él quiera pasar desapercibido.

—Te demostraré que no es quién dice ser. Pero, por favor, no vayas a su casa. No me perdonaría que te hiciera daño.

—Por favor, Gabriel, ¿no te das cuenta de lo irracional que suenas? Además, ¿desde cuándo te importo? No te vi tan preocupado cuando te metiste en la cama de esa golfa. Adiós. —Alicia colgó enfadada.

Desde que terminó su relación con Gabriel había tratado de mantener una relación cordial con él, pero sus celos y la obsesión por acosar a todos los hombres que había conocido desde entonces, hacían imposible una amistad. Pero ahora no tenía tiempo de pensar en él, su nuevo paciente ocupaba todo su tiempo.

Alicia tenía una capacidad innata para ver lo que las personas se esforzaban en esconder, y su facilidad para ver más allá de las palabras le granjeó el apodo de “La vidente”, algo que le disgustaba sobremanera.

Sin embargo, su nuevo paciente, Jeffrey Mathis, un estadounidense afincado en España, se había convertido en un reto. Tras varios meses de terapia, Alicia no había conseguido desenredar la madeja que era el inconsciente de aquel atractivo hombre.

Jeff acudió a consulta para tratar de superar la muerte de su familia ocurrida quince años atrás. Durante mucho tiempo trató de sobrellevar aquella desgracia sumergiéndose en su trabajo, y fundó una de las empresas de software más importantes del país.

En una de sus primeras sesiones, había confesado a Alicia que su llegada a esta ciudad se debía al azar. No podía decidir en qué lugar de España vivir, así que cogió un mapa y, con los ojos vendados, lanzó un dardo: el primer intento acabó en el Cantábrico; el segundo, en una primera edición de Los crímenes de la Calle Morgue de Edgar Allan Poe; y, por fin, el tercero, clavó su destino en la ciudad de Redondela.

—Buenas tardes, Alicia. —Jeff la saludó desde la entrada del antiguo pazo en el que había fijado su residencia. Un caserón de finales del siglo XVIII cuyas paredes de piedra se teñían de un verde intenso arropadas por enredaderas centenarias.

—Buenas tardes, Jeff. —Alicia estrechó la mano de aquel hombre de mirada penetrante y gesto despreocupado, y sintió cómo su corazón daba un pequeño salto al sentir su contacto —. ¿Tienes una cita después?

—¿Lo dices por el traje? —ella asintió con la cabeza —. Sí, tengo una reunión importante. De ahí que te pidiera celebrar aquí la sesión. Mi invitado podría presentarse en cualquier momento, así es él.

—No hay problema. Retomar el trabajo siempre es buena señal —contestó Alicia cabizbaja. Hubiera preferido ser ella el motivo de su elegancia —. ¿Empezamos?

—Por supuesto. Pasa, por favor. Creo que en el salón estaremos cómodos.

Alicia siguió a Jeff hasta el interior del caserón. Intentó disimular su impresión por los altos techos, vestidos con vigas vistas de una madera oscura que contrastaban con el tono gris suave de la piedra. Se notaba que el lugar había sido reformado; pero la atmósfera creada por los tapices que colgaban de la fría piedra, el mobiliario y la gran chimenea que presidia el salón, te transportaba a otra época.

Jeff se fijó que Alicia miraba interesada una mesita donde descansaban un quinqué y un pequeño abrecartas que parecían más antiguos que la propia casa. —¿Te gusta?

—Es una lámpara muy interesante. Te vendrá bien cuando se vaya la luz—afirmó en un tono más irónico del que pretendía.

—Siéntate, por favor— dijo Jeff señalando el sofá —. ¿Quieres vino? —preguntó mientras servía dos copas.

—Preferiría que no bebieras durante la sesión y, yo me sentaré en el sillón y tú en el sofá. —Jeff hacía que algo dentro de ella se removiera; pero Alicia seguía siendo su psicóloga y, como tal, la autoridad en ese momento. Debía dejarlo claro; cruzar esa línea era peligroso en su profesión.

Te pido disculpas, es la costumbre. Nos la tomaremos después —contestó educado mientras dejaba las copas y se sentaba despacio en el mullido sofá. Alicia ignoró sus últimas palabras, sacó su cuaderno de notas, encendió la grabadora y comenzó a decir:

—Sesión número diez con el paciente Jeffrey Mathis, la cual se llevará a cabo en la residencia de este—dejó la grabadora sobre la mesa y continuó —. Bien Jeff, me gustaría seguir hablando de tu infancia y de la relación que tenías con tu familia.

—Bueno, era mi familia, los quería.

—Por supuesto, pero ¿qué más?

¿Qué más? —preguntó confuso.

—Verás, una de las razones que podrían estar complicando que pases página es que les guardes rencor.

—¿Por qué iba a guardarles rencor?

—No lo sé. Dímelo tú —contestó Alicia. Jeff dudó unos segundos antes de responder, aunque no a esa pregunta.

—Mi infancia fue frustrante. Rara vez alguien veía las cosas como yo. Mi realidad, y la de los demás, eran diferentes. Acabé sumergiéndome en lo más profundo de mi mente para obviar un entorno que me resultaba apático. Pero fue en ese recóndito lugar donde descubrí mi fuerza.

—¿Tenías dificultad para relacionarte con otros?

Esa dificultad fue una consecuencia de no entender esa realidad. Pero la superé en cuanto supe la verdad. —Alicia consultó sus notas, le miró y preguntó:

—¿Cuándo supiste que eras superdotado?

—El día de su muerte —contestó sorprendido.

—¿Estás enfadado con ellos porque no vieron que eras diferente? —Jeff se levantó del sofá nervioso.

—Diferente…—siseó airado.

Alicia permaneció sentada, en silencio, observando a Jeff caminar errático por la estancia. Algo no cuadraba, su reacción era exagerada.

En ese momento clave, el teléfono de Alicia comenzó a sonar rompiendo así el silencio impuesto. Se regañó así misma por tal error, pero más enfadada estaba con quien la llamaba de manera insistente: Gabriel.

—Te pido disculpas, Jeff.

—Si necesitas contestar, podemos hacer un descanso.

—No. Puede esperar—contestó con tranquilidad. Pero la ira comenzó a crecer en su interior. A veces, le costaba controlar ese sentimiento y más si quien lo provocaba era su ex novio. Alicia también había tenido dificultades para relacionarse, hasta que conoció a Gabriel. Pero él la traicionó. Ella quiso vengarse, pero sabía que ese sentimiento acabaría destruyéndola; creía tenerlo superado, pero estaba claro que aún quedaban ascuas del fuego que fue su odio hacia ese miserable —. Volvamos a la pregunta, Jeff.

—¿Que si estoy enfadado? —se preguntó en voz alta mientras agachaba la cabeza, reflexivo —. Sí, lo estoy —concluyó levantando la vista y fijando la mirada en Alicia, cuyo corazón comenzó a latir acelerado ante la lujuria que reflejaban sus ojos. Apartó las imágenes que se colaban traviesas en su mente. Imágenes cuyos únicos protagonistas eran Jeff y ella tendidos desnudos al pie de la chimenea. —Pero también les estoy agradecido —continuó con voz sosegada, casi en un susurro —. Si me hubieran tratado de otra forma, no sería el que soy ahora y, no hay nada en este mundo —añadió acercándose a Alicia y agachándose hasta casi rozar sus labios con los de ella —que me guste más que ser como soy y hacer lo que hago.

Alicia respiraba agitada, obligando a cada músculo de su cuerpo a permanecer inmóvil. Pero aquel hombre que apenas conocía despertaba en ella emociones que jamás había sentido. Estaba a punto de perder el control y dejarse llevar por un camino que no tendría vuelta atrás cuando el ruido de unas ruedas chirriantes rompieron la magia de aquel momento.

—Ha llegado mi invitado —dijo Jeff en un tono tranquilo, como si no hubieran estado a punto de cometer un error. Se dirigió a la puerta y, al abrirla, un hombre con la mirada llena de rabia y miedo entró como un vendaval, gritando y visiblemente nervioso:

—¡Dónde está! ­

—Buenas tardes, Gabriel. Alicia está en el salón. Pasa, por favor —contestó Jeff con una sonrisa dibujada en su bello rostro. Alicia, al escuchar los gritos, se levantó del sofá al tiempo que veía entrar a Gabriel haciendo aspavientos.

—¡Qué crees que estás haciendo! —le increpó —¡Sal ahora mismo de aquí!

—No lo entiendes, Alicia. Debemos irnos, ¡ya!

—¡No voy a ir contigo a ningún lado!

—¡Él los mató! —gritó con voz temblorosa.

—¿De qué estás hablando? —preguntó confusa. En ese momento, una risa extraña surgió desde el otro lado del salón.

—Debo admitir que estoy un poco decepcionado. Se supone, Alicia, que debías ser tú quien me descubriera. Por esa razón vine a este estúpido lugar. Eres muy famosa en mi país: “La vidente”. Pensé que, si alguien podía ver dentro de mí, serías tú. Sin embargo, ha sido este mequetrefe —dijo mirando con desprecio a Gabriel —, el que ha conseguido ver mi realidad.

—¿Tú realidad? —De repente, todo encajó en la mente de Alicia. Jeff llevaba dos meses enseñándole quién era, y ella no había querido verlo. Se sentía estúpida. Se había dejado seducir por una mente privilegiada. Pero ¿cómo no sentirse atraída por la psique de un genio?

Jeff leyó en los ojos de Alicia esos pensamientos y, sin apartar la mirada el uno del otro, se acercó a ella. Pero Gabriel se interpuso entre ambos y apuntó a Jeff con un arma que escondía bajo el abrigo.

—¡No te acerques a ella! Alicia, tenemos que…

Gabriel cayó al suelo, desplomado. Alicia había cogido el quinqué de la mesita y había golpeado a su ex novio en la nuca con él. Petrificada, y sin apartar la mirada del cuerpo inerte que descansaba a sus pies, comenzó a respirar nerviosa.

—Vaya, eso no me lo esperaba —indicó orgulloso. Se acercó a Alicia y la tomó entre sus brazos —. Tranquila, la primera vez es rara. La emoción te desborda y da miedo, lo sé. Pero con la práctica mejorará; es lo más maravilloso que sentirás jamás.

¿Práctica? —consiguió preguntar Alicia, que aún le temblaba la voz.

—Mi familia fue la primera —hizo una pausa, apartó un mechón de pelo del dulce rostro de su psicóloga y continuó, —pero no la última —dijo sonriendo y cerrando los ojos, recreándose con cada recuerdo.

—¿Cuántas han sido?

—Eso no importa. Debemos pensar en nuestro futuro. Mírate, estás temblando. Déjame que te ayude a canalizar toda esa adrenalina —dijo excitado. Atrajo a Alicia con un solo movimiento y la besó —. Por fin te he encontrado.Hoy empieza nuestro camino.

Alicia se apartó para poder mirarle a los ojos y sonrió.

—No, hoy no empieza nuestro camino, empieza el mío —Jeff sintió una punzada de dolor en el estómago y la alfombra persa bajo sus pies comenzó a teñirse de un rojo intenso. Alicia introdujo el abrecartas hasta el final, sintiendo cómo las entrañas de Jeff se abrían bajo su mano, haciendo que un placer desconocido recorriera cada parte de su ser. Se acercó más a él y le susurró al oído—: gracias.

—¡Qué has hecho! —Gabriel había despertado y miraba a Alicia desconcertado.

—He tenido que hacerlo; nos habría matado a los dos.

—¡Tenía un arma! ¡Podríamos haber salido de aquí sin matarle!

—Un arma sin balas, no es más letal que la lámpara con la que te golpeé.

—¿Cómo sabías…?

—Igual que lo sabía él. Por el miedo que reflejan tus ojos.

—¿Y dónde está tu miedo?

Cogió la grabadora que seguía encendida, borró su contenido y se acercó a él.

—¿Qué miedo? —le preguntó con el abrecartas aún en la mano.

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