Cuántas veces me acuerdo
de vosotras, lejanas
noches del mes de junio, cuántas veces
me saltaron las lágrimas, las lágrimas
por ser más que un hombre, cuánto quise
morir
o soñé con venderme al diablo,
que nunca me escuchó.
Pero también
la vida nos sujeta porque precisamente
no es como la esperábamos.

Jaime Gil de Biedma.

Noches del mes de junio

Suele ocurrir.

Se empieza por recordar a alguien que no ha podido venir y cuentan aquella historia. Y luego otra. Y una más. Cosas que les marcaron. «¿Os dais cuenta? Nos pasamos la vida recordando», dice Clara. Hoy no tienen ganas de reflexionar. «¡Al agua con ella!». Un capuzón. Risas. «¡Os mato!». Han tirado a Clara sin que pudiera quitarse la falda vaquera, la blusa de rayas blanquinegras. Son así. Cortan por lo sano. Quieren diversión y no pensar. Hace suficiente calor como para secarse en unos minutos y, si hace falta, la tirarán otra vez. El curso terminó, echaron la prescripción para la universidad y hasta septiembre no quieren saber nada. Están felices. A finales de junio los días son muy largos. Es verano. Y se acabó el instituto para siempre.

Están abajo, en la poza, cerca del chorro. Desde ahí los cañaverales y las grandes rocas impiden que se vea la ciudad como yo la veo desde más arriba, desde el cortado del cerro. Los chicos se hunden en el agua y, en unos segundos, emergen colorados y exhalando el aire como ballenas a punto de la asfixia. Me gusta venir aquí, a este mirador donde uno respira a gusto. En el hondo del valle a esta hora del atardecer la ciudad empieza a encender sus primeras luces. «Mi madre me ha dicho que en Cork no estaré sola. Como mi hermano vive allí…». Ellas son tranquilas y levitan en el agua. «No es lo mismo irte al extranjero con veintitantos que ahora con dieciocho, ¿no?».

Alguien me dijo hace mucho, una noche también de junio: antes de abrir una nueva etapa en nuestra vida conviene hacer un parón, una pequeña escapada. Cuando las chicas salen del río se quedan unos instantes de pie en una piedra tersa, ligeramente resbaladiza, en un haz de sol que forma un triángulo. Abrazadas a las toallas, temblorosas, conversan. «Pero es que mi hermano es un cafre y sé que va a estar todo el rato molestando». Los chicos se quedan un rato haciendo el muerto sobre la superficie, entreabriendo los ojos y contemplando el cielo de esta tarde, esta bella descomposición de vapores azules y ámbares. «Yo lo que quiero es largarme de aquí y ver mundo», zanja Clara. Y se adentran a la cueva.

Las pierdo de vista. Los chicos salen del agua, dicen «qué hambre» y se reúnen con ellas. Son cuerpos efebos y delgados, aún sin desarrollar, apenas maltratados por trabajos vastos. Sus voces suenan graves y multiplicadas cuando se meten en la cueva, retumban como si provinieran de un lugar remoto, como esas psicofonías que se oyen antes de despertar de un sueño inquieto. Hasta que va imperando un silencio. Suele ocurrir: llevan toda la tarde en la poza y ahora se han quedado callados mientras meriendan. Tendrán los ojos enrojecidos, las yemas de los dedos con pliegues. El sol poniente otorga a los riscos de los montes calcáreos del rededor un cariz dorado. Cuando se cierre la noche, entonces, empezaré a preocuparme por mis maletas y por mi viaje.

Al cabo de un rato, cuando la ciudad al fondo se va poblando de luciérnagas, suenan unos acordes en la gruta. Alguien ha cogido una guitarra. «Tocad Wonderwall, por fa». Es nueva para ellos y no se cansan de empezarla una y otra vez, aunque no dominen la letra. Entonces, de pronto, es un atardecer de junio de hace miles de años a través de la ventanilla de atrás del coche de mis padres. Yo acabo de cumplir dieciocho años y tengo cena familiar. No sé de qué hablan durante el trayecto porque llevo los auriculares del radio casette y no paro de escuchar esa canción… Wonderwall… a la que estoy enganchado. Es jueves. Por la mañana hice un examen. Mis padres van bien vestidos y he discutido con mamá por querer llevar jean en vez de pantalones de traje gris marengo. Mi hermana mayor está siempre cabreada. Va muy elegante con su traje de lentejuelas, pero no le pega el rostro mustio, la mandíbula encajada.

Un tenedor sucio es el desencadenante de una pelea. Mi hermana mayor me da un beso, se levanta, se va, dice que está harta. Mi madre llora. Pero en realidad nunca pasa nada. La comida está deliciosa, llegan tíos, primos, familia lejana, y todos se dispersan alegremente. Voy al váter y me cruzo con mi padre en el pasillo y no sabemos qué decir. Mis primos mayores están en la barra. Beben ginebra con limón. «¿Has pensado ya lo que vas a estudiar?». Llega el momento protagónico y embarazoso de los regalos. Se atenúan las luces. Los camareros actúan trayendo trozos de tarta de merengue con bengalas. Monederos, paraguas, bolis, cosas así. Al llegar a casa encuentro dos paquetes de mi hermana mayor en mi cuarto. Desde que comenzó a trabajar sus regalos siempre han sido los más generosos. Los abro con fruición. El pequeño es mi primer móvil, un TSM 5, con mi número, el PIN y el PUCK escritos a boli y pegados en la tapa trasera. Y el segundo, el grande, es una guitarra acústica de madera oscura de nogal. Today is gonna be the day that they’re gonna throw it back to you. Toco y canto ese tema en susurro hasta la madrugada mientras abajo, en el vestíbulo, mamá llora y papá llama a la policía arropados por vecinos. A la una suena el TSM 5 por primera vez. Un politono como la musiquilla de un juguete. «¿Te han gustado mis regalos?». «¡Te está buscando todo el mundo! ¿Dónde estás?». De pronto sentí la excitación de guardar un secreto. «Llamo desde una cabina. No digas a nadie que has hablado conmigo. Me voy fuera un tiempo, ¿vale? Te diré una cosa ahora que eres mayor de edad: cuando se cierre una etapa de tu vida y veas que irremediablemente se abre otra, lárgate un tiempo, haz una escapada».

And after all. You’re my wonderwall. Gusta, abandera a todas las generaciones. En la gruta la música es tribal, enigmática. Repiten la misma estrofa porque no se saben la letra entera. Da igual. ¿De qué preocuparse? Es una noche del mes de junio, llevan poca ropa, algunos están enamorados. Cuando acabé la universidad me fui tres meses a Glasgow para aprender inglés. Estoy en el escenario de un pub a punto de tocar Wonderwall con aquella guitarra ya un poco ajada que me regaló mi hermana y el barman, de pronto, se acerca y me dice que está prohibido ese tema en su local. Es una sensación extraña, no que te censuren, sino caminar solo de vuelta a casa en una ciudad extranjera y en medio de la madrugada, y tener el arrebato de llamar a tu hermana para contárselo y ser consciente de que ella ya no se encuentra entre los vivos.

Dejan de sonar los acordes y en el silencio del proemio de la noche apenas se oyen grillos zapateros. «Me hubiera gustado eso, pero me dijeron mis padres que pensara bien las salidas y por eso he elegido lo otro». Sus voces son quedas y susurrantes. «Haces bien, pero para ser youtuber no hace falta estudiar. Mira Jimmy…». «Oye, ¿por qué no ha podido venir Jimmy?». A veces ocurre: nombran a alguien que no ha podido venir y cuentan una historia. «Está con su familia en la playa». «¿Os acordáis de aquella vez cuando su madre salió con nosotras?». «¡Sí! ¡Qué crack! Yo quiero ser como ella». Pero hoy no están para largos cuentos. «Mira, yo solo quiero pensar en el verano», dice Clara. «¡Al agua!». «¡No! ¡No! ¡Ni se te ocurra! ¡Os mato!». Clara se levanta. No son horas. Se ponen chaquetas. Salen de la cueva. Comienzan a subir una senda sinuosa alumbrándose con la luz lunar del móvil. «Oye, ¿y esos dos? ¿Se quedan ahí solos?». Risas por lo bajini. «Sí, déjalos, anda…».

Suele ocurrir. A veces, todo está montado para ese final. Unos lo saben, otros no.

Me levanto yo también; tengo que ultimar mi viaje de vuelta a casa. El vuelo es esta misma madrugada. Pasan muy cerca de mí cuando terminan de subir la pendiente. Uno silba la canción: descarnada, imprecisa, conmovedora. Les gusta ser así, propios y atemporales. No lo saben. Y si lo supieran, tampoco les importaría que otra gente en pubs muy lejanos la tengan aborrecida, la estén prohibiendo constantemente. «¿Que no has visto la última temporada? No sé qué has hecho con tu vida entonces». «Pues yo lo envidio… Lo que daría por verla de nuevo como si fuera la primera…». «A mí no me gustó tanto, ¿eh? La vi muy… ¿Cómo se dice?». «¿Predecible?» «Eso, predecible». «Callad, que yo aún no la he visto». «Vela esta noche, anda». «Es que he empezado Friends». «¿Otra vez?».

Se suben al coche, a ese primer coche de la pandilla, y es posible que sientan una falsa y necesaria sensación de madurez. Ella debió de sentir aquello cuando se montó en el asiento del copiloto, poco antes de morir, aquella noche de 200…, poco después de colgar el teléfono en la cabina, a unos escasos kilómetros de casa, y yo lo sabía, pero nunca dije nada, siempre guardé el secreto. «A mí no me hace gracia dejarlos ahí solos, qué quieres que te diga». «Cállate, Clara, necesitan hablar». «Sí, hablar…».

Risas. Un portazo. Yo también me largo. La noche está cerrada y la contaminación lumínica no deja brillar los astros a lo lejos. Mis pasos son más entumecidos, más bregados. La ciudad sembrada de luceros brillantísimos parece un platillo volante a punto de despegar. Sí. Habrá que dejar las maletas preparadas para que, cuando me levante, solo tenga que vestirme y largarme al aeropuerto. Sí. Junio tiene días muy largos pero nunca tediosos, no se eternizan como en una extraña jornada de calor en enero. Al fin todo terminó. Acabaron el instituto para siempre y por delante se les abre todo un verano luminoso. Yo mañana vuelvo a mi pueblo, a mi casa. Ya era hora. A veces, cuando se cierra una etapa en la vida, conviene hacer un parón, regresar, pisar de nuevo aquella tierra donde antaño se soñaba con dejarla. Mis padres no saben que voy. Es un secreto.

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