“La ciudad de los muertos es un reflejo de la ciudad de los vivos”. No recordaba dónde o a quién le había escuchado aquella frase, ni tampoco cuándo. Caminaba por aquellas calles, tan muertas, tan vivas. Miraba a su alrededor tratando de disimular la impresión que le causaban aquellas construcciones tan bellas, tan armoniosas, tratando de respirar la paz que la ahogaba. A los pies del Atlántico, cada piedra, cada recodo, cada fuente manaba recuerdos, silenciosos testigos de todo lo que habían presenciado, de todas las historias que habían escuchado. Historias de otras épocas o del presente más inmediato, en el que un breve lapso de tiempo ya las convertía en pasado para ser olvidadas tarde o temprano. Una historia paralela a la de la ciudad, a la de sus propios habitantes. El crecimiento de la ciudad se veía reflejado en nuevos barrios, bloques de pisos, filas interminables de pequeños apartamentos en los que descansaban los sueños y las desdichas de tantas personas. Una nueva ciudad dormitorio, un ensanche, en simetría a las necesidades de la ciudad, que no deja de expandirse y crecer. Este lugar es una pequeña porción de una península, y muchas veces ella meditaba cómo podía seguir creciendo, qué pasaría cuando el espacio se agotase y no cupiesen más personas.

Caminando lentamente observaba como, efectivamente, el reflejo de una ciudad en otra no podía ser más certero: lugares olvidados, descuidados, en los que las ramas y la vegetación crecían sin control y las flores se marchitaban sin que nadie reparase en ellas. Estos lugares contrastaban con las amplias avenidas de construcciones magníficas, en la que cada detalle era cuidado con esmero, y cada poco tiempo un jardinero adecentaba los árboles, los arbustos, las flores. Esta zona parecía que no se hallaba a la intemperie, a merced de los temporales de invierno y de la erosión y el desgaste del salitre. Existen incluso visitas guiadas a través de estas calles, en las que se cuentan anécdotas de sus ilustres habitantes. El visitante jamás imaginaría que podría toparse en un lugar como éste construcciones de semejante belleza. Es así como siempre sucede, muchas veces no sabemos ver aquello que tenemos ante nuestros ojos, hasta que alguien nos lo explica. Quizá esa podría ser la sensación de Amalia tras los últimos acontecimientos.

Como en la ciudad de los vivos, cada esquina tenía una historia que contar para quien quisiera escucharla. Una historia sólo compuesta de finales, de miles de finales, traumáticos y tristes unos, violentos y espantosos otros; algunos, incluso, heroicos. Cuántas veces habría paseado por la ciudad de los vivos sin percatarse de que había otra, en versión reducida, allí mismo: con calles de primera y de segunda, con barrios burgueses y barrios obreros, con vistas al mar o a una tapia.

Pero allí estaba, bajo el intenso aguacero de noviembre, caminando por las calles del fabuloso y sorprendente cementerio de San Amaro, mirando a la punta de sus zapatos y sosteniendo su paraguas moviéndolo de un lado a otro, tratando de parapetarse ante las fuertes ráfagas de viento. Su marido siempre decía que el viento en A Coruña daba la vuelta en aquel mismo punto, como si tuviera un camino marcado y decidiera no seguirlo, en un arrebato de permanecer siempre paseando por la costa coruñesa. “Por eso nunca sopla en la misma dirección, por eso aquí llueve de lado”. Amalia tenía el abrigo de paño completamente calado, las manos entumecidas, con los nudillos enrojecidos e hinchados y las yemas de los dedos arrugadas, como si se hubiera dado un largo baño. El viento fiero le enredaba el pelo, que llevaba suelto sobre los hombros; el viento frío le cortaba la piel y le hacía llorar los ojos; el viento húmedo le traía el olor del mar que tantas veces había echado de menos. El viento.

Quizás su marido también era como aquel viento, que a cada momento sorprendía con una racha por un lado inesperado, haciendo que las varillas del paraguas cedieran y su tela se voltease. Él tenía esa capacidad de poner su vida patas arriba; él, con su trayectoria cambiante y desconcertante, que podía hacer con una fuerte ráfaga que todas las nubes se despejaran de un solo golpe haciendo que brillase el sol con fuerza, victorioso. Él era aquella brisa agradable que hacía soportable el sol a mediodía en verano, que refrescaba el aire cargado de una habitación cerrada. Claro que también podía hacer aparecer de repente las nubes más grises que descargaran un chaparrón sobre la colada recién tendida. El viento que enredaba los cabellos y traía polvo que se le metía en los ojos. También era esa violenta corriente que hacía que las puertas de la casa se cerrasen de golpe y volasen los papeles. Era el viento de nordeste traicionero que estropea un precioso día de playa. Era el temporal de invierno que arranca con brutalidad las cubiertas de los tejados, que levanta olas de más de cinco metros que destrozan el paseo marítimo. Ese maldito viento que había hecho temblar las ventanas de su alma cada día que llegaba a casa de mal humor y oliendo a alcohol. Era como aquel viento de noviembre, que trae frío y recuerdos que calan hasta los huesos.

Recuerdos que se agolpaban en la ventana de su memoria, queriendo entrar todos a la vez, en un revoltijo de sensaciones e imágenes de aquella tarde de noviembre, dos días antes. Ella entrando por la puerta de su casa. El vaso estrellado contra el suelo, con el agua derramada. El escalofrío que escaló por su nuca como un relámpago. El sonido agónico de una respiración maltrecha. El batir de su pecho como una piedra cayendo de un quinto piso. El calor de sus manos y mejillas. El odio. El resentimiento. La desesperación que se palpaba en el aire, el intento de pedir ayuda de aquel ser inmundo que se creía todopoderoso. La frialdad de sus ojos al observar el cuerpo de su marido retorciéndose en el suelo, implorante. La dureza de su alma, gélida, petrificada, mirando con aires de superioridad al hombre con el que había compartido los últimos veintinueve años de su vida. La calma, la paz. El silencio.

El silencio lo envolvía todo, denso, abrumador. Miraba a su alrededor sin observar nada, siguiendo el camino de losetas empapadas entre panteones, cruceiros y estatuas de ángeles y vírgenes, surcados por pinceladas de musgo y briznas de hierba que se abrían paso entre el cemento, la vida reclamando su lugar. Amalia encabezaba, sola, junto al párroco, la comitiva que acompañaba a su marido en su último paseo, hasta el lugar donde descansaría para siempre. Lo que el resto de asistentes ni siquiera sospechaba era que la que iba a descansar en paz a partir de ese momento iba a ser ella.

-En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

-Amén.

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