Se podría decir que ella era una más, como tú, como yo. Pero había algo en su mirada que destacaba, que le hacía brillar por encima de los demás, y fue eso lo que a él le atrajo. Es curioso cómo los actos más nimios y triviales pueden hacer que tu vida gire 180 grados y fue eso lo que, al principio, hizo que ella se sintiera como una luciérnaga atraída por una intensa y seductora luz.

Él… Él hizo que sus viajes diarios en autobús fueran algo más que 20 minutos de trayecto entre la comodidad de su hogar y el hastío de un trabajo que poco aportaba a su vida. ¿Ella? Ella, se convirtió en frescura, en la brisa que su situación sentimental, su vida familiar, incluso la laboral, necesitaban. Bastaron dos miradas, quizá una mirada por trayecto, para entablar una conversación simple y banal que comenzó con un “Hola”.

Cuando ya llevaban una semana de charlas ya se conocían, al menos en lo más básico. Ella, estudiante de 21 años, trabajaba como podía para financiar sus estudios. No tenía familia y todo el tiempo que utilizaba en ganarse la vida era el que le faltaba para ampliar su círculo social. Él, con 27 años, hacía 5 que había volado del nido. Tenía una situación complicada en su vida familiar, hacía meses que no sabía nada de su padre ni de su hermano, y la única persona con la que mantenía el contacto, de manera bastante irregular, era con su madre. Trabajaba en una empresa de publicidad y ganaba el dinero suficiente como para financiarse su propio piso y algún capricho de vez en cuando, pero prefería el transporte público por el calor humano que emanaba, o eso decía.

Tras tres semanas de intercambiar vivencias personales y de conversaciones cada vez más largas y profundas, ella casi había caído en las redes del amor. Le parecía un hombre triunfador, que había luchado por salir adelante, pero sencillo y fiel a sus principios. Lo que más le conmovía era que cada acto que él realizaba era como un torbellino en su interior. Tenía la sensación de que cuando dejaba una propina en el restaurante al que él le había invitado a cenar, estaba ayudando, aunque fuera de forma indirecta y mínima, al camarero que les había atendido durante toda la velada. O, que cuando miraba antes de cruzar mientras la sujetaba a ella por el brazo, estaba velando por su seguridad, por su bienestar. En definitiva, los gestos más sencillos para ella eran muestras de que le importaba y de que a él le importaban los demás, y esto último era tremendamente valioso.

Ella solía pensar en todas esas cosas desde la mesa del estudio. El principio, los recuerdos de un inicio idílico, de un encuentro casual que parecía sacado de la más inverosímil de las películas. Cada vez que lo hacía se veía rodeada de un cúmulo de hojas escritas sobre las que descargaba todos sus pensamientos, sentimientos, sufrimientos, su día a día. Todas ellas desgarradas, manchadas, sólo mostraban la tinta ilegible por las lágrimas derramadas. Sobre su cabeza, un marco delimitaba una foto en la que aparecían juntos, en el parque en el que decidieron unir su destino de por vida. Como si fuera el arrebato de dos adolescentes, decidieron comprometerse, vivir juntos en el piso de él y pensar en la boda. ¿Los invitados? Qué importancia tenían, si se tenían el uno al otro. Ni lugar, ni fecha, ni vestido, ni esmoquin… Se casaron sin más, en aquel parque, vestidos de diario, con la única presencia del cura, un amigo del trabajo y una amiga suya, la única que le quedaba después de las múltiples discusiones que habían tenido sobre su círculo de amistades. “Son críos sin dos dedos de frente, tú te mereces mucho más, nos tenemos el uno al otro, no necesitas amigos”, le había dicho. Ella, ingenua, creía que al fin y al cabo tenía razón y que quizá no había vivido lo suficiente como para ver lo que él veía.

No sabía en qué momento se situaba el punto de inflexión. Qué hizo que lo que hasta ahora había sido un paseo bajo la luz del sol acariciando su piel se convirtiera en una pendiente llena de piedras y obstáculos cada vez más difíciles de superar y obviar. En qué instante cerró los ojos de forma tan férrea como para no ver lo que se avecinaba. ¿Quizá con el primer grito, con el primer insulto? Todas las parejas discuten, pensaba. ¿Tal vez la primera vez que entrevió una mano cerrada fuertemente tras de sí, signo de un bofetón contenido? Todos nos enfurecemos, pensó aquel día.

Pensaba que seguramente el punto de inflexión debía situarlo ahora, en caída libre hacia el vacío. Por tener miedo a la oscuridad en la que dos ojos rabiosos buscaban con vehemencia su piel nívea, una piel que hacía mucho que no buscaba el placer carnal con su marido y que, sin embargo y muy a su pesar, debía dejarse hacer; por estremecerse cada vez que cometía el error más insignificante, por llorar innumerables veces al día. Siempre se consideró una chica inteligente, fuerte, luchadora. ¿Cuándo había cambiado todo eso? ¿En qué momento se convirtió en la muñeca de trapo que ahora era? Toda retazos maltrechos, sucios e inútiles…

En resumen, esas fueron las palabras, los hechos, que contenían las cartas que encontré de Elena en el estudio de su marido. Decidí plasmarlas sobre papel, sobre aquella agenda que ella me regaló para ayudar a mi despistada memoria; después de todo, era algo que yo no quería que quedara en el olvido. En esos escritos no había otra cosa que dolor contenido, miedo, un temor enorme que hacía que ansiara la muerte. Cuando pienso en ella el día de su boda, la recuerdo feliz, radiante, y poco a poco fue como encontrarse a una flor pisoteada que poco podía hacer por defenderse y mantenerse en pie.

Cuando la convencí de que debía denunciar la situación que estaba viviendo, moví cielo y tierra para facilitarle las cosas. Con la denuncia en la mano, recogió sus cosas y juntas alquilamos un pequeño estudio donde refugiarnos mientras aquel energúmeno era metido en prisión, puesto que hasta mi propia casa era insegura. Si hubiéramos pensado en todos los detalles, no te habría pasado esto Elena. Tontas de nosotras por no pensar en que conocía tu lugar de trabajo, los sitios que frecuentabas. Que en cualquier momento podía acercarse a cualquiera de esos lugares y cometer una locura.

Cuando me llamaron del hospital supe al instante que te había pasado algo, pero jamás pensé que sería algo tan grave y espantoso. Recuerdo tu cara, medio desfigurada, tu brazo en una posición casi imposible, estabas llena de magulladuras, de golpes, de sangre… Y tus ojos, que reflejaban el llanto de múltiples gritos de dolor ahogados, no se podían abrir.

Después de varios días viniendo a visitarte al hospital, de cuidar de ti, decidí leerte cada día todo lo que mi cada vez más raída y ajada agenda guarda sobre ti, sobre lo que te ocurrió. Guardo estas palabras, junto con la urna en la que pone tu nombre, para recordarme día a día que durante un momento volviste a ser la mujer fuerte que siempre has sido y que, por tanto, llegará un día en el que el sol alboreará junto a ti y despertarás del coma que te mantiene dormida. Ese día echaremos al mar todas las cartas que con tanta rabia y pavor escribiste y que hoy se encuentran incineradas dentro de esta urna. Aquellas que redactaste durante ese tiempo que para ti fue una condena y que, con gran dolor y pesar, recogí en tu estudio. Juntas empezaremos tu nueva vida. Gracias, Elena, por reaccionar a tiempo y salir de aquel infierno que estaba apagando tu luz, esa luz que te hacía especial y diferente a ojos de los demás. Una luz que, al abrir tus ojos, será más fuerte que nunca.

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