La herencia del abuelo Pedro

La herencia del abuelo Pedro

Maria Reyes

07/05/2017

Un día más, Ana despertó acompañada por una ya familiar angustia que le oprimía el pecho como una losa. Con lo tranquila que estaba últimamente. Al menos conseguía mantener las apariencias. Gracias a los automatismos de su rutina diaria, lograba levantarse de la cama a una hora prudencial para tener el tiempo necesario para maquillar una sonrisa falsa en su cara antes de salir hacia el trabajo. Incluso había días que aunque con las prisas se le olvidaba dibujársela a golpe de brocha fina, algo sucedía durante la mañana que dibujaba esa curva en su cara que aún sin llegar a florecer del todo, sí conseguía hacerle sentir aquellas cosquillitas en las comisuras de su boca. Sin embargo, justo en ese preciso instante de bajar la guardia ante esa reconfortante sensación, una compuerta cerrada a cal y canto en el centro de su pecho amenazaba con abrirse y dejar de hacer contención a todo un pantano de emociones, cadáveres casi imposibles de reconocer debido al tiempo que llevaban en descomposición allí encerrados. Automáticamente la curva del amago de sonrisa se invertía, tan grande era el miedo a los daños que una inundación de esas magnitudes podría provocar en su frágil sistema. Todo un mecanismo de defensa que su cuerpo activaba para la supervivencia. Supervivencia. La palabra que mejor resumía estos cuatro últimos años de su vida. Su organismo solo se molestaba en movilizarse para la satisfacción de sus necesidades más básicas: intercambiar tiempo por el dinero suficiente para comer, pagar el alquiler, cigarrillos y vino blanco. El prozac lo cubría la Seguridad Social. Pequeñas ayudas del estado del bienestar.

Y ahora esto… Tener que volver al pueblo para enterrar a la única persona que consiguió entenderla de manera verdadera, sin juicio alguno y con amor incondicional. Sacó la maleta del armario y la llenó con lo indispensable para pasar tres días fuera de casa. Ni uno más de los estrictamente necesarios para ayudar a su hermana a organizar el funeral de su abuelo con un poco de fuste. Fuste… Al pensar en esta palabra que tanto utilizaba el abuelo Pedro las compuertas internas son golpeadas por una ola salvaje que empujó la marea de emociones contenidas desde su pecho directamente a sus ojos. Dos lágrimas, no más. Había que hacer lo que había que hacer. No tenía tiempo de sentimentalismos, ni siquiera por la persona que más había significado en su vida. Desde la muerte de sus padres en un accidente de tráfico cuando ella tenía 5 años, el abuelo Pedro había sido su pilar y su refugio. Hasta tal punto que tras el diagnóstico de la enfermedad y la consiguiente convalecencia, Ana había albergado un rencor secreto hacia él. Por no estar presente. Mira que ponerse enfermo cuando ella más le necesitaba, cuando su pareja, a quien ella creía digno sucesor de su abuelo como soporte de su fragilidad, le abandonaba después de 7 años de amor. Sumida en ese infantil egoísmo casi no era capaz de mirarle a la cara, lo cual le vino muy bien como excusa definitiva para dejar que su hermana Carmen, dos años menor, fuera quien se encargase de su cuidado. A fin de cuentas ella seguía viviendo en Lerma, no como ella que tuvo que buscarse la vida hasta llegar a las orillas de la ría bilbaína del Nervión. Bendita distancia para no ver. Y maldita ría. Maldito escenario en el que vió cómo sus sueños de amor eterno se hacían añicos… Hace cuatro años. Justo cuando su pilar familiar, su Piedra, caía gravemente enfermo, olvidándose de su pequeña Ana.

El viaje en coche transcurrió sin incidentes. Ningún pensamiento aturullaba su cabeza; su piloto automático continuaba haciéndose cargo de la situación debido a las circunstancias de emergencia ayudado, eso sí, por el orfidal que antes de salir había pedido a su vecina Puri, amante y entregada esposa y ama de su casa. Ese extraño estado de limbo se vió interrumpido cuando a unos 500 metros vió el cartel de desvío hacía su pueblo de origen. Había llegado a la entrada de Lerma y con una sacudida las olas en su interior amenazaron su apatía. Pero ella era dura. Al menos lo suficiente para mantener las apariencias. Al fin y al cabo eso es lo importante. Ella era una mujer práctica, muy de su tiempo. Pasaría el trance y regresaría a Bilbao, donde el anonimato de ser una sombra más en aquel fondo gris industrial le proporcionaba la analgesia necesaria para vivir sin sueños.

Al entrar al pueblo se encuentró a mucha más gente de lo que esperaba. Hombres y mujeres, a primera vista veraneantes, sacaban perros de sus coches o iban con jaulas dentro de las cuales se podían adivinar todo tipo de animales. Mientras tanto, en la plaza del pueblo un grupo de mujeres se hacía cargo de los preparativos previos a lo que parecía que iba ser una gran celebración. ¿Sería acaso una gran boda, tal vez de una de las hijas de alguna de las familias pudientes de Lerma? No. No se lo podía creer… Súbitamente la fecha del día apareció fulgurante en su cabeza: 16 de enero. El día siguiente era San Antón, fiesta en la que una de las tradiciones es la bendición de animales en la misa matinal. ¿Realmente vivía tan alejada de la realidad para haber olvidado una de las fiestas más emblemáticas del lugar que la vio nacer? Una nueva ola, esta vez cargada de pena y autocompasión, golpeó débilmente la compuerta de su pecho. Ya ni esas olas tenían la fuerza necesaria para recordarla que estaba viva, que todavía pertenecía a un mundo que regido por calendarios y fiestas de guardar . Evitando a la multitud se dirigió a la casa familiar donde su hermana Carmen la esperaba. La saludó con un abrazo, pero enseguida buscó una excusa para retirarse a su habitación. El viaje había sido largo y necesitaba descansar.

A la mañana siguiente se le hizo extrañamente motivador despertarse en aquella cama minúscula, testigo de sus sueños infantiles. La angustia se había quedado en Bilbao. Bajó las escaleras y encontró la mesa del comedor rebosante de comida. Olía a café recién hecho. Su hermana se asomó desde la cocina con una sonrisa. Qué cambiada estaba… Lejos quedaba ya la niña inquieta con quien compartió su niñez. Ante sí tenía a toda una mujer, de formas contundentes y con una mirada serena. No sabía si fue aquella mirada tan cálida o los furtivos rayos de sol que entraban por la ventano lo que templó su habitual frío corporal. Compartieron el desayuno. No hubo ningún reproche por su ausencia durante la enfermedad del abuelo, ni siquiera ninguna pregunta incómoda sobre su ruptura con Miguel. En su hermana Carmen solo encontró el apoyo silencioso de aquella mirada, y súbitamente sintió un cariño renovado hacía ella por sus intentos de despertarle un poco el alma con recuerdos de su niñez. Todo era demasiado bonito para el escepticismo que la había protegido del mundo durante los últimos años. Inventó una nueva excusa que hiriera lo mínimo posible la sensibilidad de su hermana y se alejó de lo único que en ese momento le unía a la Ana risueña y amorosa que alguna vez vivió en aquella casona.

Se calzó sus botas de monte y salió de la casa movida por un motor interno que conocía muy bien. Era aquel que no le daba prácticamente ningún momento de sosiego, el que utilizaba su angustia de combustible y a la vez la retroalimentaba. Así que empezó a andar sin rumbo fijo, al ritmo rápido que marcaba la tiranía de aquel motor revolucionado. Agradeció no ver a mucha gente en las calles. Era temprano y la gente estaría en sus casas preparándose para el gran día: en apenas dos horas comenzaría la Bendición de animales en la ermita de San Antón. Un arrebato adolescente de rebeldía le recorrió el cuerpo. Ni loca asistiría a la celebración. No sería capaz de soportar tanta felicidad vacía, tanto ruido de risas y cánticos, tanta familia disfrutando de un día fuera de las rutinas del hogar… Eso no iba con ella. Para su sorpresa, inmediatamente detrás de este pensamiento tan categórico, una punzada en su interior encendió unas ganas repentinas de ir a la ermita. Se dio cuenta de que aún tenía algo de tiempo antes de que el lugar se llenase de aires festivos, así que cambió de rumbo y se dirigió hacia allí. Aunque fuera por curiosidad y sin ánimo de disfrute. No iba a traicionar a estas alturas a su fiel desesperanza.

Comenzó a subir. Mirada al frente y paso ligero. Se lo tomaría como una actividad deportiva, como una de las muchas maneras de quemar nervio. Pero a mitad de camino algo la llamó poderosamente la atención. El ritmo monótono y cadencioso de su paso había acallado su mente lo suficiente para poder ver lo que había a su alrededor. Y, desde aquel nuevo mirar, consiguió ver lo que por un momento le pareció un dibujo viviente, un indicador de que realmente había vida en ese trozo de tierra que pisaba. La imagen de una abeja volando parsimoniosa y majestuosa, sin prisa, sobre una flor salvajemente bella en su simplicidad de cuatro pétalos blancos, estambres amarillentos y tallo verde hierba inundó todo su ser. Nada pudo evitar que en ese preciso instante todas las trabas que se interponían entre ella y sus sentimientos se desintegraran, y que las oleadas de emociones acumuladas brotaran sin contención alguna a través de un río de lágrimas. Aquel martes 17 de enero por fin sentía el milagro de la existencia dentro de ella. Lágrimas de tristeza que, según caían por sus mejillas, limpiaban sus ojos de aquella vieja mirada cínica que tanto le había alejado de la vida. De la vida de verdad, no de la que ella había creado con su amargura y desesperanza. Todavía sorprendida por la intensidad de aquella vivencia pero sin realizar intento alguno de parar aquellos sollozos, continuó la marcha casi a ciegas pero esta vez impulsada por una extraña sensación de vitalidad. Al cabo de unos minutos se dio cuenta de que ya estaba en la ermita. Seguía llorando, pero dentro de ella sentía calma y una extraña sensación de estar a salvo. Entró en la ermita. Nunca un lugar sin ningún signo de vida humana le había parecido tan habitado. Y una sonrisa tan de verdad como las lágrimas que aún nublaban sus ojos se dibujó en su cara. La ermita estaba habitada… habitada de cientos de recuerdos de todas las veces que desde su niñez más temprana había ido de la mano del abuelo Pedro, ateo convencido, a aquella ermita. ¿Por qué le llevaría a todas las celebraciones religiosas a pesar de no creer en religión alguna? Y en ese momento lo entendió todo. Entendió de dónde venía y quién era la mujer que veía todos los días en el espejo. Con el corazón limpio gracias a las lágrimas pudo recibir la más valiosa enseñanza que su abuelo Pedro le inculcó. La Vida en sí era lo que celebraban cada vez que iba a aquella pequeña ermita con su abuelo. La Vida que compartían los habitantes del pueblo cuando se reunían en sus días de descanso, charlando y tomando el vermú después de misa sin importar clase social, creencias políticas ni la religión que cada cual llevase consigo. El abuelo decidió que esos inventos humanos nunca le separarían de la dicha de estar vivo y compartir esa alegría con sus congéneres, ya fuera en el bar o en la ermita. Ana, emocionada y con un sentimiento de gratitud nunca antes experimentado, recogió la herencia del abuelo Pedro a la vez que algo dentro de ella se recomponía y dejaba fluir de nuevo por su interior una especie de corriente que la llenó de una energía renovada. Tal vez a eso precisamente era a lo que el abuelo Pedro llamaba Vida.

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