Cuenta la leyenda que, desde hace años, una sirena se pasea por el centro de la capital. Aunque hace mucho que dejó de ser una muchacha, que su pelo es de plata y su piel se ha vuelto moteada, esta sirena nunca ha visto el mar. Sus piernas cansadas sólo conocen la dureza del asfalto y la amabilidad de la tierra, mas no han tenido la oportunidad de encontrarse en su elemento natural, ser mecidas por las olas y acariciadas por la sal. María es el nombre de esta sirena de ciudad.

Puede parecer extraño que una sirena haya nacido a más de trescientos kilómetros de cualquier mar, sin duda es un acontecimiento que vale la pena contar. María nació hace más de cincuenta años, en un viejo hospital. Era la quinta de seis hermanos y su mamá la quiso como a la que más. Desde niña despuntó por su voz cantarina, casi celestial. Cuando entonaba una melodía, a todo el mundo hacía soñar. Fue torpe en sus andares, como si toda la gracia se hubiera concentrado en sus delicadas cuerdas vocales. Su sueño, cómo no, era convertirse en cantante, viajar de ciudad en ciudad y algún día, poder ver el mar, ese del que su padre tanto le hablaba de cuando era joven y salía con el abuelo a pescar. A veces su padre trataba de asustarla y transmitirle el miedo que a él mismo le corroía las entrañas, pues su abuelo entre las olas se perdió y nunca más apareció. Su abuela, María como ella, le pidió a ese mar hambriento, con lágrimas en el rostro y angustia en el corazón, que le devolviera a su marido y el mar así cumplió. Una ola se la tragó a ella y con su esposo se reunió. Su padre con dieciséis años huérfano se quedó, y decidió huir de la costa para una nueva vida empezar. Al escuchar a su padre María lo que sentía no era temor, sino una fascinante atracción. Ella soñaba con sus abuelos, a los que nunca había visto, ambos felices y eternos en un paraíso subacuático, rodeados de peces como los que vendía la pescadera. El concepto de muerte era algo que todavía no comprendía del todo.

Al cumplir los dieciséis, su padre, para continuar con la tradición de su familia, desapareció sin dejar rastro. No fue el mar ni la muerte quien se lo había llevado, fue el alcohol y la melancolía los demonios que le separaron de sus brazos. Su madre, estoica y práctica, no dejó que esta adversidad le derribara el ánimo. Como la mayoría de sus hijos ya habían sido criados y algunos ya la habían convertido en abuela, encontró un trabajo para ella y para las dos hijas que todavía permanecían a su vera. A María le tocó en suerte dedicar sus días a fregar los suelos de un internado para señoritas de buena familia. Sus sueños de cantar ante un público embelesado se dispersaron entre pompas de jabón y gotas de lejía. Sus dedos delgados se hincharon y enrojecieron, y sus rodillas, casi siempre en el suelo, empezaron a dolerle con endémica persistencia. Su voz, en cambio, se volvió cada vez más grave y hermosa.

Las niñas de la escuela adoraban a María y su mágica voz. Le enseñaban nuevas canciones casi a diario para oírlas resonar en sus labios. La sirena de ciudad, lejos de sentir dolor por el futuro que la realidad le había robado, tenía el corazón henchido de una plácida serenidad. Sus abuelos dejaron de visitarla mientras dormía, sepultados por las preocupaciones de la vida adulta, junto con el resto de los recuerdos de su infancia. Aunque había chicos dulces que la habían pretendido, ninguno le había robado el sueño ni encendido su alma reposada. Así pasaron los años, con las rodillas en el suelo, las manos en lejía, una sonrisa en los labios y música vibrando en su interior, siempre dispuesta a salir para causar a quien la oyera una sobrecogedora emoción.

Probablemente así habría transcurrido toda su existencia hasta que con el último aliento se despidiera para siempre de su propia canción. Se habría olvidado del mar, de que cada latido en su pecho convertía su sangre en alatrón. Cómo amar algo que nunca se ha contemplado, como anhelar algo que nunca se ha amado.

La fortuna, en un caprichoso giro, azotó su sosegada alma con pasiones incendiaras. Al internado llegó una maestra proveniente de islas lejanas. Había enviudado recientemente, una enfermedad implacable se había llevado al padre de sus retoños, un par de criaturas tostadas por el sol, de cabellos del color del trigo y miradas ensombrecidas por la pena. No sólo habían perdido a su padre, también el hogar donde tan felices habían sido. La viuda también había perdido su hogar, arrastrada a la península por carencias económicas y compromisos familiares. Su suegra le había conseguido trabajo de su antigua profesión, la que había desempeñado hasta el nacimiento de su primera hija, y no se podía permitir el lujo de rechazar su ayuda por mucho que le hubiera gustado.

La primera vez que la contempló sólo alcanzó a ver sus piernas hasta la altura de las rodillas, y después su figura alejándose por un corredor. Escuchó el eco de sus inseguras pisadas apagarse en la distancia. Llevaba el pelo castaño recogido en un voluminoso moño y un abrigo de color gris que le quedaba grande. Su perfume evocaba océanos en tempestad y permaneció en la memoria de María hasta mucho tiempo después de haberla visto desaparecer al final del pasillo en penumbras.

Antes de tener ocasión de dirigir alguna palabra intencionada a la maestra, sus hijas, una de nueve y otra de siete primaveras, se presentaron ante ella para enseñarle una canción que querían escuchar con la voz de aquella sirena de ciudad. La leyenda era muy conocida entre las alumnas, y no había tardado ni siete días en llegar a los oídos de las niñas recién instaladas. María nunca había entonado una canción como aquella, le costó un gran esfuerzo fluir con aquella melodía isleña. Isora apareció ante ella, con su pelo recogido, su chaqueta demasiado grande y sus ojos verdes iluminados de maravilla.

—Cantas como una sirena —fue lo primero que le dijo, lo primero que escuchó de la bella Isora. María quedó atrapada en la prisión de jade que eran los ojos de la maestra. Las mejillas de la sirena de manos hinchadas y rodillas doloridas se ruborizaron como las de una colegiala. Con veintitrés años se pensaba mujer pero se sintió niña ante la presencia de la viuda. Isora había cumplido ya los treinta y las primeras canas se entrelazaban con las hebras castañas de sus sienes. Era hermosa como una playa desierta al atardecer, con el sol espejado en el agua en calma.

Poco a poco, día a día, sus conversaciones se volvieron más extensas y profundas. Sus dedos se rozaron por accidente una tarde oscura y fría de invierno. Una chispa prendió su piel y el ardor las llevó a esconderse en el dormitorio. Encendieron su fuego con la intención aplacarlo, amándose entre las sábanas de algodón y la oscuridad como amparo. Fue una noche corta, demasiado corta, tanto como las doscientas siguientes. Las niñas, encantadas con tener a la sirena para ellas, la amaron casi tanto como lo hizo su madre. Casi no sentían nostalgia de su antiguo hogar. Casi. Pero el océano es algo que cuando te cala en las entrañas ya jamás puedes olvidar, y tanto las niñas como Isora habían mamado espuma de mar desde que tenían memoria. Jamás podrían ser felices entre montañas y cemento. No del todo al menos.

María sabía que un día el mar le arrebataría a Isora, tal y como le había arrebatado a su abuela al amor de su vida. Era una maldición que portaba en la sangre, heredada junto con el apellido y su tono rosado. Lo que no esperaba era que fuera tan pronto, que el piélago tardaría tan poco en arrastrar a su amada tan lejos de su lado.

Isora volvió a casa, a su hogar. Sus padres la añoraban y en el pueblo había quedado una vacante de maestra que ella podía ocupar, si así lo deseaba. Y lo deseaba, aunque le partiera el en dos el alma.

—Ven conmigo —le susurró a María, con las piernas de ambas entrelazadas y sus cuerpos pegados bajo la sábana.

—No puedo —contestó, ahogando un sollozo. —No puedo.

El miedo le impidió aventurarse en lo desconocido. La fortuna le había abierto una puerta hacia la felicidad y ella la había cerrado, aterrada. Al final su padre sí había logrado su propósito de transmitirle su miedo al mar. Pensó que en ausencia de Isora su vida volvería a ser como había sido, plácida en su quietud, feliz en su serenidad. Nada más lejos de la verdad, pues el océano es algo que cuando te cala en las entrañas ya jamás puedes olvidar. El perfume de Isora, que olía a mar en tempestad, permaneció en su memoria mucho tiempo después de haberla visto marchar para nunca jamás regresar. Treinta años habían pasado y todavía lo evocaba por las noches antes de dormir, imperturbable a las leyes del tiempo y a todo lo que le había hecho sufrir.

Cuenta la leyenda que existe una sirena que nunca ha visto el mar, aunque haya respirado el perfume de sus olas en la piel de una mujer, aunque haya dormido en su regazo y se haya zambullido en las cristalinas aguas esmeraldas de su mirada, aquella que tan poco le costó amar.

Pero no siempre hay que hacer caso a las leyendas. Las sirenas de ciudad pueden perder el miedo que una vez las ancló a tierra, impulsarse a través del viento y la esperanza, y viajar a lugares remotos para encontrar al fin su hogar. Aunque hace mucho que dejó de ser una muchacha, que su pelo es de plata y su piel se ha vuelto moteada, esta sirena al fin podrá encontrarse con el mar. Si será sola o acompañada sólo ella lo sabrá.

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