El General accedió a invadir el lejano país de Marsetilia con una sola condición: Él elegiría a sus cinco mil hombres. Nadie en aquel país podría meterse en las decisiones que tomase al respecto de su elección de soldados, ni siquiera el mismísimo Gobernante. Nadie podría sugerir un cambio, ni esperar una respuesta positiva cuando se alistase si no era el propio General el que los reclutaba.

Para asegurarse de que esto sucedía así, los cinco mil soldados pasaron durante su adiestramiento una prueba psicológica en la cual contaban su secreto más inconfesable. El General dijo al Senado que para conquistar Marsetilia necesitaba de la total lealtad de sus hombres, y que eso sólo podía mostrarse contando la intimidad más profunda que habitase entre el pecho y la espalda de cada soldado que pisase su campamento. El Gobierno le pensó excéntrico, pero le creyó, al fin y al cabo, el General estaba por invadir Marsetilia, un lugar desconocido e incierto por todo el mundo menos por él, que había viajado por aquellas tierras en su juventud, y, además, era renombrado por todos los soldados que combatían junto a él como un hombre valiente que se jugaba las asaduras cada vez que había un combate. Era un seguro de vida, los soldados irían allá donde él fuese y se meterían a ciegas donde él se metiera sólo por decir años más tarde que lucharon junto al General.

De esa forma, el General juntó a cinco mil indeseables que habían hecho todo lo posible por esconder su verdadera cara. Muchos llevaban años mostrando una faz que para nada se correspondía con su naturaleza criminal y, entre tanto, se habían casado, tenido hijos, conseguido un trabajo y maquillado toda su verdadera y vergonzosa personalidad bajo una capa de civismo que estaban locos por quitarse.

Cuando llegaron a Marsetilia el General tomó la palabra ante los cinco mil soldados: “Queridos soldados, os considero mis hermanos. Y quiero que me consideréis a mi también un hermano, por eso hemos de hacer un pacto, un pacto de sangre. Os confieso que yo ya había estado aquí hace mucho tiempo y sabía de sobra que no hallaremos gloria. De hecho, no vamos a encontrar a ningún ejército, en Marsetilia sólo hay oro y personajillos débiles, bajitos, muchos de ellos tuertos, miedosos y sin capacidad alguna para sostener una espada -declamó el General mientras se escuchaba el murmurar dubitativo de los cinco mil hombres-. Os diré, por lo tanto, mis planes. Cada uno de vosotros podría matar si quisiera a todos los lugareños, violar a sus mujeres y saquear sus casas. Podéis hacerlo si queréis. No hay una sola regla que respetar salvo tres: La primera es que no nos haremos el mal a nosotros mismos, somos hermanos y como tales hemos de tratarnos. Una familia de cinco mil hombres que morirían los unos por los otros. La segunda es que volveréis al campamento cada dos días para seguir avanzando por este sitio de puercos, ovejas y barrizales de oro. La tercera y última es que yo escribiré qué sucede en estas tierras, durante esta conquista, esa será la versión oficial, vosotros podéis contar las historias que queráis, pero no la contradirán. Recuerden que tengo su mayor vergüenza escrita, perfectamente demostrable. Aquel que vaya en contra de lo que yo escriba sufrirá de su difusión. No habrá hormiga en la Tierra que no sepa qué son en realidad ustedes y créanme que después de saber lo que yo sé no habrá nadie que les crea.

Dicho esto, el General se metió en su tienda de campaña. No había más orden. Los soldados se miraron los unos a los otros. Uno grande, como de dos metros, peinado hacia el lado, con las facciones marcadas, la cara limpia y las manos hechas a llevar las ropas más finas se quito el anillo de casado y le pegó una patada para perderlo. Este fue el primero que dio un paso adelante y marchó, sin rigor alguno, poseído por la rabia, hacia el primer pueblo que encontrase.

Entre tanto el General escribió: “Es el primer día, la batalla está por comenzar, lidero a mis cinco mil valerosos hombres contra una ciudad en la que sólo los soldados nos triplican. A esto habrá que sumarle las catapultas, la caballería y unos poderosísimos civiles que parecen montañas: Los exploradores nos han dicho que la mujer más pequeña es una cuarta más alta que el más alto de nuestros hombres. Se prevé nuestra muerte. Escucho los tambores.”

A las dos horas, el General, que pasaba el tiempo meditando acerca del sentir de las nubes y la emoción de ser hierbajo, descubrió una columna inmensa de humo que salía del poblado más cercano. La miró con detenimiento, dejó sus manos en la espalda y esbozó una media sonrisa. Esto le dio sueño y se fue a dormir una siesta.

A los dos días, los soldados volvieron a dormir al campamento en un estado de revista deplorable: unos venían con sacos llenos, otros estaban desnudos, los había que estaban bañados en sangre y también los había ebrios. Sin tener porqué mejorar su presencia, formaron para que el General diera las órdenes: “Hemos conquistado el primer pueblo de Marsetilia. ¿Os lo habéis pasado bien? -los soldados se alborotaron- ¡Mañana seguiremos conquistando este país!” Entre la algarabía castrense, el General les leyó lo que había escrito para el jolgorio de sus soldados, que se reían a cada palabra.

A la mañana siguiente se levantaron y marcharon hacia la segunda ciudad, donde los soldados hicieron exactamente lo mismo. Esta vez pusieron el campamento más cerca, el General sentía curiosidad por ver si se podía escuchar algo sin participar de la fiesta que estaban a punto de formar sus soldados. Estuvo escuchando un rato sin inmutarse. Reconocía los sonidos, el dolor y su derramamiento hacen un ruido universal, pero el General estaba sordo por la costumbre y volvió a pensar en el sentir de las nubes y los hierbajos, a cruzar las manos, a esbozar una media sonrisa y a tener ganas de echarse una siesta. Esta vez escribió: “Nos han acorralado. He intentado situar a las tropas encima de una colina y alrededor de ella he levantado unas empalizadas llenas de trampas. He visto de lejos al general marsetiliano, su nombre me parece impronunciable. Es un monstruo con los brazos como yunques, apenas necesita una espada.” Esa semana, dos centenares de sus soldados murieron por una desmesurada sobre-exposición a todo aquello de lo que se habían escondido en su país, “una proporción inusual en nuestro ejército. Han de ser enterrados aquí, pues no podemos cargar con más que nuestras armas. Los demás seguimos avanzando con valor en el nombre de la patria”. El resto de los soldados llegó al campamento con todas las veleidades satisfechas.

A la semana siguiente, tres cientos soldados de los que arrasaron otras dos ciudades de Marsetilia contrajeron gravísimas enfermedades derivadas de lo que en una guerra de verdad hubiera sido una deshonra. El resto, en sus cartas a la familia seguían diciendo lo cruel de la batalla con fidelidad al miedo de ser descubiertos: “Tal y cual han muerto por la espada Marsetiliana, que más que de acero parece de lluvia, o de rayos”, escribió uno, siguiendo la senda del General, que mandó descansar para ver morir en una profundísima paz a los infectados y enterrarlos en aquel suelo sin culebras, ni raíces.

Tres meses más tarde, no quedaba Marsetilia que conquistar, pero era demasiado pronto para volver a casa, así que el Ejército cruzó de nuevo el país, esta vez de oeste a este, haciendo exactamente lo mismo que hicieron a la ida, causando, a la postre, la muerte de mil soldados más que el General justificó en terroríficas narraciones donde el Ejército de la Patria siempre se veía rodeado de semidioses, pero con un valor olímpico conseguía salir adelante.

Cuando el General calculó que le quedaban unas semanas para volver, mandó su cuaderno a la capital de su país para que leyeran sus aventuras. Aquellos cuadernos llamados “La Guerra de Marsetilia” se convirtieron en el libro sagrado de los Ejércitos de todo el mundo: Cada página era una magnífica muestra de estrategia y psicología de la guerra que hacía ganar batallas empleando un número diminuto de los recursos de un batallón. Cuando entró en la capital, el pueblo tiraba rosas al paso de aquel Ejército que había conseguido someter y aniquilar a un país como Marsetilia, lleno de ríos con criaturas prácticamente mitológicas, barrancos cuyos fondos eran poco menos que avernos y soldados como fieras.

El Gobernante esperaba al General en Palacio, cuando salió a recibirle, fue insultado. La Guerra de Marsetilia había sido carísima, los impuestos habían subido y, aunque ahora las riquezas provenientes de Marsetilia iban a amedrentar ese gasto, el Gobernante, que hasta entonces había sido considerado un hombre justo y sabio, era abucheado a las puertas del edificio que simbolizaba el poder de aquel país.

Tras esto, el Senado empezó a dudar de la confianza que se le había dado al Gobernante, mientras que las simpatías hacia el General no habían hecho sino crecer y crecer. Una mañana, uno de los soldados que estaban bajo las órdenes del General lanzó una piedra al entrecejo amable del Gobernante, con tal precisión que, cuando llegó al médico, este confesó que sólo cabía esperar un milagro.

El General guardó un luto escrupulosísimo por un Gobernante que le había conferido todos los poderes en la conquista de Marsetilia, por eso le nombró con honores en el discurso de investidura de las últimas elecciones que celebró aquel país, que sólo cambió de dirigente cuando murió el General y comenzó el Imperio de su sobrino.

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